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Tal es el elevado concepto que tiene san Benito de la obediencia; y nosotros, que prometimos seguir la Regla y vivir según su espíritu, debemos admitir esta concepción y esmerarnos en practicarla, por ser para nosotros el camino de la perfección. Uno de los aspectos característicos de la ascesis benedictina es que nuestro bienaventurado Padre no exige de nosotros para llevamos a la santidad una lucha constante y minuciosa contra los defectos tomados individualmente, ni grandes asperezas corporales, ni mortificaciones rigurosas y continuas; precisamente sobre este particular nuestro bienaventurado Padre es muy discreto y mitigado: «No hemos de establecer nada duro ni pesado» (RB, pról.). San Gregorio advierte que la Regla es «admirablemente discreta» [Diálogo, L II, c. 36]. Pero el santo Legislador aspira ante todo a despojar al hombre de cuanto se opone en él a la gracia y acción divina; –y en este punto sí que es extraordinariamente radical.
[«Aunque la norma de la moderación y de amoldarse a las circunstancias caracteriza a la santa Regla, sin embargo, cuando dicta a los monjes los deberes de la obediencia, muéstrase san Benito categórico, y en este punto perdería el tiempo quien quisiera buscar en la pluma del Legislador contemporizaciones o debilidades. La justa medida que hay que establecer en esta materia la deja san Benito a la prudencia del superior; para el monje no hay más recurso que obedecer y no murmurar… este sistema categórico de concebir la obediencia… nos da el alcance del sentido cenobítico del ascetismo benedictino». Dom Ryelandt, Essai sur le caractère ou la physionomie morale de saint Benoít d’après sa Règle, en Revue liturgique et monastique, 1921, pág. 208. «La obediencia monástica, tal como prescribe la Regla de san Benito, penetra hasta las más profundas fibras del alma y aplicase a destruir en su misma raíz la voluntad y el pleno juicio, lo que nos parece el más alto grado de la intimidad psicológica., Dom Festugière, en Revue benedictine, 1912, pág. 491. En este sentido, ha podido decirse que la idea de la obediencia religiosa no ha hecho progreso alguno en su fondo sustancial, después de san Benito. Basta, para convencerse de ello, leer los capítulos V, VII (3º y 41 grados de humildad), XXXIII, LVIII, LXVIII, LXXI, etc., de la Regla].
En este sentido le exige un desprendimiento completo y absoluto por la pobreza y la humildad, virtud, esta última, que se manifiesta principalmente en una obediencia perfecta. Estas virtudes despojan al alma de sí misma, de cuanto le es propio, para someterla plenamente a la libre acción de Dios. Es éste uno de los caracteres particulares de la ascesis de san Benito. Sin dejar de aprovecharse de las mortificaciones personales para desarraigar los vicios del alma y volverla a Dios, insiste principalmente sobre la pobreza, la humildad y la obediencia. La entera sumisión al superior y a la Regla es el camino más seguro que conduce al monje a Dios, porque una sumisión de esta clase, constante, humilde, en todo momento y en todos los actos, como quiere el santo, cerrará todos los caminos a los malos hábitos y acabará por contrariarlos hasta su destrucción.
La obediencia perfecta es para el monje el medio más seguro para purificarse profunda e íntimamente; y los que obedecen perfectamente, según el espíritu que requiere la Regla, se verán pronto libres de todos los obstáculos que les impiden el acceso a Dios, al paso que crecerá y fortalecerá en ellos la virtud y los hará más asequibles y dóciles a la acción del Espíritu Santo. ¿No es éste el fin que perseguimos al entrar en el monasterio? Del mismo modo todas las otras virtudes se acrecentarán, y se afirmará su marcha progresiva hacia la unión divina.
[Santa Matilde «vio cierto día el cortejo de las virtudes personificadas por vírgenes en pie ante el divino acatamiento. Una de ellas más hermosa que sus hermanas, sostenía un cáliz de oro, en el cual las demás derramaban un licor aromático que la primera virgen ofrendaba arrodillada ante el Señor. Maravillada de este espectáculo, ansiaba comprender su significación, cuando el Señor se dignó decirle: “Esta es la obediencia; ella sola me sirve de beber, porque la obediencia contiene en si misma las riquezas de todas las otras virtudes; el verdadero obediente ha de tener necesariamente el conjunto de todas las virtudes”. Y a continuación, el Señor fue pasando en revista las diversas virtudes, demostrando cómo cada una se encuentra necesariamente en el perfecto obediente». Libro de la gracia especial, parte I. c. 35.].
Es, pues, la obediencia en el monje el camino más seguro para la santidad. La llama santa Teresa «el camino que más presto lleva a la suma perfección», «hace más presto, o es el mayor medio que haya para llegar a este tan dichoso estado» –de la perfección [Fundaciones, c. V, 10 y 11]–. Cuando uno se ha desprendido totalmente de sí mismo por la obediencia recibe el Bien infinito con largueza inconmensurable.
Jesucristo mismo lo dijo a la amante de su divino Corazón, santa Gertrudis. Al anochecer de un domingo de Ramos, mientras meditaba ella la acogida que los amigos de Jesús le habían dispensado en Betania, sintió en su pecho deseos de dar hospitalidad a Jesús en su corazón. De pronto se le aparece Jesús y le dice: «Heme aquí: ¿qué me darás? –Oh, seas bienvenido, respondió Gertrudis, salvador de mi alma, mi único tesoro. Mas, ¡ay de mí!, que nada tengo aderezado conforme a tu magnificencia; pero puedo ofrecerte todo mi ser, anhelando que dispongas en mí lo que sea más grato a tu Corazón. –Ya que tú me das esos poderes, replicó Jesús, lo haré; pero proporcióname la llave para poder entrar y disponer lo que necesitó. –¿Qué llave es esa que buscas y debo darte?, interrogó la santa. –Es tu voluntad, respondió Jesús» [El heraldo del amor divino, 1. IV, c. 23].
En esto comprendió la santa que Cristo se complace en el alma que se le entrega enteramente y nada reserva para sí; la llave que pide Jesús se la damos con la obediencia perfecta. Entonces Él se siente dueño del alma, porque lo es de su ciudadela, que es la libertad; y puede obrar como quiere porque el alma le está sometida en todo; y como Jesucristo desea en primer lugar nuestra santidad, un alma tan rendida y desprendida de su querer está en vías seguras de perfección [En términos muy parecidos hablaba el Señor a santa Catalina de Siena: «Tengo puesta la obediencia como clave de todo el edificio; y realmente lo es». Vida, por el Beato Raimundo de Capua].
Cuánta razón tiene, pues, nuestro bienaventurado Padre en insistir tanto sobre esta virtud. Esforcémonos en comprender el carácter especial que le atribuye. La obediencia es un homenaje de perfecta sumisión de todo nuestro ser a Dios; es un bien que constantemente debemos procurar, porque con eso alcanzamos el fin por el cual vinimos al monasterio: Dios. Si no perdemos jamás de vista este punto capital, nuestra obediencia será fácil, cualquiera que sea la orden recibida, y por ello obtendremos, con Dios, la paz del alma y la alegría que acompaña a la libertad del corazón.