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Acaso diga alguno: ¡Vaya una necedad! ¿No es una locura el darse de esta forma? Sin duda lo es a los ojos de la razón humana, como lo es la misma vida monástica en conjunto: «Nosotros, insensatos, tuvimos su vida por locura» (Sab 5, 4).
Pero oigamos a san Pablo en su enérgico lenguaje: «El hombre animal –es decir, el que sólo se guía por la razón– no comprende las cosas de Dios» (1 Cor 2,14). «Lo que es una locura para el mundo, es sabiduría para Dios; la humana sabiduría es estulticia para el Señor, el cual ha confundido la sabiduría de este mundo con obras de locura divina» (1 Cor 1,20-21). Locura conceptúan los sabios del mundo, como también lo estimaban los filósofos griegos del tiempo del Apóstol, el que para rescatar la humanidad un Dios se haga hombre, viva durante treinta años bajo obediencia en humilde taller, se someta durante otros tres a las fatigas de la predicación, y muera finalmente en una cruz.
Con todo, éste es el medio escogido por la Sabiduría eterna para salvar a la humanidad: una vida cuyo móvil es la obediencia llena de amor, una vida que se inicia y concluye en un acto de obediencia. Y esta obediencia tenía como objeto una existencia hecha de trabajo y de humillaciones profundas, y una muerte indeciblemente dolorosa. Pero gracias a ella fue rescatado el mundo, y continúa salvándose, y las almas vuelven a Dios y se santifican. Dios cifra su gloria en nuestra sumisión a un Crucificado y mediante ella nos da su gracia: «Seguros de que este camino de la obediencia lleva a Dios».
Ahora se comprenderá por qué nuestro santo Legislador llama a la obediencia un bien: bonum obedientiæ (RB 71). ¡Qué expresión tan significativa!; ¿Acaso nos gusta naturalmente obedecer? Todo lo contrario. Así, pues, ¿cómo podemos llamar a la obediencia un bien, una cosa que debemos ávidamente desear? Porque es el camino recorrido por Dios, y que nos conduce a la felicidad. Por la obediencia se nos da Dios. Cuando cumplimos su voluntad nos unimos a Él; por la obediencia abrazamos la voluntad divina; para nosotros esta voluntad es el mismo Dios, que se nos manifiesta como supremo Señor y al que prestamos adoración y amor. Venimos al monasterio a buscar a Dios, y porque la obediencia lo pone a nuestro alcance, ella es para nosotros un bien, un bien preciado, porque nos proporciona el único Bien. [Véase en el Diálogo de santa Catalina de Siena, Tratado de la obediencia, c. X, en qué infinita medida la obediencia es un «bien»].
Así, pues, el bienaventurado Padre nos persuade con preceptos y exhortaciones a adquirir este bien con la mayor abundancia posible. Quiere que lleguemos incluso a obedecernos mutuamente (RB 71), sin andar de por medio las órdenes del superior; que obedezcamos aun en las cosas imposibles (RB 68); que recordemos que nada puede hacerse sin orden del abad o de sus delegados (RB 71), y que aun las mismas buenas obras, las mortificaciones que uno se impone, deben contar con el beneplácito del abad (RB 49) para ser provechosas.
Tanta insistencia revela el convencimiento del gran Legislador de que a la santidad sólo se llega por el camino de la obediencia. Cuando el monje obedece en todo «por amor de Dios y en unión con Jesucristo» (RB 7), llega a la cima de la perfección, pues, como ya hemos dicho, la acción divina no encuentra obstáculos en el alma que se entrega sin reservas a la obediencia; un alma así se halla totalmente abierta al influjo de la gracia. Dios, fuente de santidad, puede obrar en ella con la plenitud de su poder. Jesucristo reina en ella incontestablemente como dueño soberano de su vida y de su actividad. Entonces se verifica la unión perfecta, con abundancia de divinas comunicaciones: «El Señor me guía, nada me faltará» (Sal 32, 2). Con razón llama, pues, san Benito a la obediencia «el bien del monje».
Ahora bien: cuando se trata de un bien espiritual, poco importa para conseguirlo practicar este o aquel acto con preferencia. Para san Benito, tanto vale una misión de lucimiento como el acto oscuro que sólo Dios conoce; ambos son materia sobre la cual se ejerce exteriormente la obediencia; pero lo esencial es la virtud, el homenaje que debemos a Dios con nuestra sumisión. Cierto que entre varias acciones hay distintos grados de valor intrínseco, sea por su naturaleza o por sus relaciones más o menos directas con la gloria de Dios; mas para nuestra perfección personal y nuestro propio progreso en la santidad, el mérito está en primer lugar en el grado de amor de que va investida nuestra obediencia.
Consideremos al divino Salvador, que pasa treinta años en un humilde taller y sólo dedica tres al ministerio público; no obstante, aquellos años oscuros del retiro de Nazaret, ¿fueron menos agradables al Padre y fecundos para la salvación del mundo que los años de su vida pública? ¿Quién se atrevería a sostenerlo? Porque la obediencia al Padre fue lo que indujo a Jesús a pasar tantos años en la oscuridad, y su obediencia es la de un Dios.
Lo mismo nos sucede proporcionalmente a nosotros, ya que Cristo es nuestro modelo. La verdadera sabiduría, don del Espíritu Santo, consiste en obedecer, en rendir a Dios el homenaje de nuestra sumisión, cualquiera que sea la obra material que es objeto de la misma y por la cual se manifiesta. Por esto dice nuestro bienaventurado Padre que «los verdaderos monjes, aquellos que, inundados de luz divina, ambicionan sólo los bienes eternos» (RB 5), los únicos verdaderos, «buscan» –fijémonos en que no dice san Benito «soportan»– la obediencia como un bien precioso: «anhelan que el abad les gobierne» (RB 5); están acechando las ocasiones de obedecer porque les permiten dar al Señor las pruebas del amor más efectivo que puede concebirse. [«El verdadero obediente –decía el Padre eterno a santa Catalina– mantiénese de continuo en ansias de sumisión; incesantemente y sin descanso, cual música interior, canta su deseo». Diálogo, t. II].