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1. Cristo conduce de nuevo la humanidad al Padre por su obediencia; el cristiano debe asociarse a esta obediencia para llegar a Dios

La obediencia nos es tan necesaria a los monjes porque resume todos los medios que tenemos de buscar a Dios. Por este solo fin venimos al monasterio y en él permanecemos: «buscar a Dios» y tender a El con todos los esfuerzos de nuestra vida, siguiendo a Jesucristo, único conductor de la humanidad al Padre: «Yo soy el camino: nadie llega al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Esta obra de gigante la ejecuta por la obediencia, cuya senda también nosotros debemos recorrer.
Contemplemos por unos momentos a Jesucristo, el modelo perfecto de santidad: «Tú sólo santo, Jesucristo» [Gloria de la Misa], y veremos que la primera disposición de su alma santísima, que las agrupa todas, es una obediencia amorosa al Padre.
Esto lo enseña explícitamente san Pablo, revelándonos el secreto divino encubierto a los otros Apóstoles, el primer movimiento del corazón de Cristo. Se encarna el Verbo para glorificar a su Padre y salvar a la humanidad mediante su gracia. Y, ¿cuál es la disposición fundamental que caracterizará toda su obra? La obediencia: «Al entrar en el mundo, dice: «Heme aquí, oh Dios, para cumplir tu voluntad» (Heb 10,7). El alma de Jesús contempla las divinas perfecciones, la soberanía infinita de Dios, la majestad de su ser; y en un acto de profunda reverencia, de adoración y dependencia, se abandona toda entera al cumplimiento de la voluntad de su Padre eterno. Este acto de obediencia plena y perfecta, por el cual aceptaba el doloroso programa de su vida, de los sufrimientos, humillaciones y dolores de su pasión y muerte, es el primer acto que ha realizado, y con él compromete y resume de antemano toda su existencia.
Tras este primer acto, le vemos «lanzarse a la carrera, como gigante» (Sal 18,6), por el camino que el Padre le ha trazado. En ese camino todo está ordenado por la obediencia y todo procede de esta primera donación que ya jamás retirará el Salvador. Dirá que no ha venido a cumplir «su voluntad, sino la del Padre que le envió» (Jn 6,38); y la obediencia constituye de tal ma-nera el fondo de su vida que la llama su alimento: «Mi manjar es hacer la voluntad de Aquel que me envió» (Jn 6,34). Durante treinta años obedece a dos criaturas, María y José: «Les estaba sometido» (Lc 2,51). A pesar de la trascendencia de su divinidad y de ser el supremo legislador, no sujeto a las leyes, ¿qué dice Jesucristo? Que «no pasará ni una jota ni un ápice de la ley sin cumplirla» (Mt 5,18). Y, efectivamente, le vemos en todo pendiente de la voluntad del Padre: «Siempre hago lo que le agrada» (Jn 8,29), y acepta resignadamente la pasión, porque ésta es la voluntad paterna: «Como me lo ordenó el Padre, así lo hago» (Jn 14,31).
Y es de ver cómo en sus sufrimientos es donde más expresivamente se manifiesta su obediencia. Durante la terrible agonía de tres horas, la parte sensible de su ser se llena de terror ante el cáliz de amargura: «Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz»; pero su voluntad se somete a las disposiciones divinas: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,41). Le arrestan como si fuera un malhechor; podría fácilmente librarse de sus enemigos, a quienes postra a sus pies con una sola palabra (Cfr. Jn 18,6); podría rogar a su Padre que le enviara legiones de ángeles; pero quiere ante todo que «se cumpla la voluntad de su Padre, expresada en las divinas Escrituras» (Mc 14,49).
Por esto se entrega a sus mortales enemigos. Obedece a Pilato, aunque pagano, porque representa la suprema autoridad (Jn 19,11); obedece a sus verdugos; y a punto de expirar, para dar cumplimiento a una profecía, exclama que tiene sed: «Después, sabiendo Jesús que todo se había cumplido, a fin de realizar la profecía, dijo: «Tengo sed» (Jn 19,28). Muere cuando todo se ha cumplido con una obediencia perfecta: «Dijo: Todo se ha cumplido, e inclinada la cabeza entregó su espíritu» (Jn 19,30). El «todo se ha cumplido» es la expresión más verdadera y adecuada de toda su vida de obediencia: como un eco del «Heme aquí» de la Encarnación. Son dos gritos de obediencia, y toda la vida terrenal de Jesucristo gira en torno de estos dos polos.
Ahora bien: nos enseña el Apóstol que, así como por la desobediencia de Adán nos hicimos todos pecadores, por la obediencia de Jesucristo somos justificados y salvos. ¿Cuáles son los dos factores de la ruina y de la salvación del humano linaje? Una grave desobediencia y una obediencia heroica; así lo dice san Pablo, el heraldo de Cristo: «Pues, a la manera que por la desobediencia de un solo hombre fueron muchos constituidos pecadores, así también, por la obediencia de uno solo, serán muchos constituidos justos» (Rom 5,19).
Esta obediencia de Cristo fue el medio ordenado por Dios y aceptado por Jesús para salvar al mundo y restituirle la herencia celestial; era una expiación de la desobediencia de Adán, nuestro primer padre; y nosotros vamos a Dios uniendo nuestra obediencia a la de Jesucristo, convertido en cabeza y caudillo nuestro. Todas las consecuencias del pecado de Adán han recaído en nosotros porque fuimos solidarios de su culpa; tenemos asimismo parte en todas las bendiciones que dimanan del alma santísima de Cristo cuando participamos de su obediencia.
Toda la economía del plan divino en la obra de nuestra santificación se reduce para nosotros a un estado de obediencia. Cuando el Padre envió su Hijo a la tierra, ¿qué dijo a los judíos? «He aquí a mi Hijo muy amado: oídle» (Mt 17,5). Como si dijera; «Haced lo que Él os ordene: obedecedle; es todo lo que os exijo para devolveros mi amistad». Por lo mismo, «dio todo su poder al Hijo» (Jn 3,38) y quiere que «todo le esté sometido» (Sal 8,8). El Padre glorifica al Hijo, constituyéndole jefe único del reino de la gracia y de la gloria: «Y yo he sido constituido Rey por Él, sobre Sión, su monte santo» (Sal 2,6); y nosotros nos apropiamos este designio de Dios mediante nuestra entera obediencia a Jesucristo.
Cristo abandonó la tierra y retornó al cielo. ¿Qué hizo para que podamos reconocerle como Jefe? Estableció la Iglesia y le traspasó sus poderes: «Se me ha dado todo poder en la tierra (Mt 23,18-20); en virtud de este poder, que el Padre me concedió y yo delego en vosotros, enseñad a todas las naciones a guardar mis preceptos. «Quien os escucha, a mi me escucha; y quien os desprecia, me desprecia a mí». La Iglesia está investida de la autoridad de Cristo; habla y legisla en nombre de Jesucristo; y la esencia del catolicismo consiste en la sumisión de la inteligencia a las enseñanzas de la Iglesia y en el acatamiento de la voluntad a la autoridad de Cristo ejercida por la misma Iglesia.
En esto está la diferencia entre católicos y protestantes más que en el número de verdades que admiten los unos y rechazan los otros: pues hay protestantes que aceptan materialmente casi todos nuestros dogmas, y, no obstante, son protestantes hasta la medula. La divergencia es más profunda y radical: estriba en la sumisión del entendimiento y de la voluntad a la autoridad viviente de la Iglesia, que enseña y gobierna en nombre de Cristo.
El católico acepta los dogmas y acomoda a ellos su conducta porque ve en la Iglesia y en su cabeza, el sumo Pontífice, a Cristo, en nombre del cual enseña y gobierna. El protestante admite tal o cual verdad, porque con su talento personal la descubre o se imagina encontrarla; proclamando el libre examen, no admite magisterio ajeno; examina la Biblia a la sola luz de la razón; selecciona en ella las verdades; dotado cada cual de la facultad de elegir, se considera sumo pontífice de sí mismo. Mientras el protestante admite, el católico cree: ve al mismo Cristo en la Iglesia, y cuando ésta habla se somete dócil y humildemente, como si fuera la persona de Cristo.
Recordemos la escena del Evangelio descrita por san Juan en el capítulo VI. Jesús habla a la multitud, a la cual había alimentado milagrosamente el día antes, y le anuncia el pan eucarístico: «Yo soy el pan de vida, descendido del cielo; el que lo come vive perennemente». Mas el auditorio se divide en dos grupos. Unos quieren razonar: son los protestantes. «¿Cómo sucederá esto?» Pero Jesús no atiende a esas razones, y lejos de explicar sus palabras se reafirma con más insistencia: «En verdad os digo: quien no come mi carne y no bebe mi sangre no alcanzará la vida eterna». Se les hace «incomprensible este lenguaje», y abandonan a Jesús.
Otro grupo hay, formado por los Apóstoles; no entienden mejor las palabras de Cristo, pero tienen fe en lo que dice, permanecen adictos a Él y dispuestos a seguirle en todo: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,4-69).
Tal es la actitud que conduce a la salvación: escuchar a Cristo, oír a la Iglesia, aceptar su doctrina, someterse a sus decisiones; quien la desprecia, desprecia a Cristo.
Por eso los protestantes no forman parte del rebaño de Cristo: son ovejas sin pastor que se guían por su capricho; y porque no oyen la voz del Pastor, Cristo no las reconoce por suyas. «No sois ovejas de mi aprisco» (Jn 10,26).
La obediencia del entendimiento y de la voluntad es, pues, para el cristiano el camino de la salvación: «Quien os escucha, me escucha a mí» (Lc 10,26); «quien me sigue no anda en tinieblas, sino que tiene luz de vida» (Jn 8,12). Somos hijos del Padre celestial si escuchamos a su Hijo Jesús y obedecemos en la tierra a Cristo en la persona de la Iglesia. Tal es la economía sobrenatural, establecida por Dios mismo; fuera de este camino de la obediencia inspirada en la fe no es posible la salvación. Esto enseñó el Padre eterno a santa Catalina de Siena cuando le decía que «nadie puede alcanzar la vida eterna si no es obediente. Sin la obediencia queda uno fuera porque es ella la llave que abre la puerta que la desobediencia de Adán tenía cerrada» [Diálogo de la obediencia, cap. I].