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8. El fruto más precioso de esta virtud es disponer principalmente al alma para la abundancia de efusiones divinas y la caridad perfecta

El principal fruto de la humildad es hacernos gratos a Dios, de tal manera que la gracia, no encontrando óbices en nosotros, sobreabunda y nos da seguridad de estar unidos a Dios por el amor: es el estado de caridad perfecta.
Explicados los diversos grados de la humildad, san Benito concluye con una breve frase, de poca importancia al parecer, pero que es harto profunda, digna de ser meditada. «El monje, después de recorrer todos estos grados, llegará inmediatamente –nótese el adverbio inmediatamente– a la perfecta caridad de Dios, la cual excluye todo temor».
Los escritores espirituales a veces no están acordes y titubean al establecer la jerarquía de las virtudes. Una cosa, sin embargo, tienen por cierta: que la caridad es la reina de ellas. Pero la caridad no puede subsistir en un alma sin la humildad, la cual, a causa de nuestro estado de naturaleza caída, es condición indispensable de su ejercicio. La humildad no es, pues, la perfección, la cual consiste en el amor de caridad que nos mantiene unidos a Dios y a su voluntad por Jesucristo.
Pero la humildad, como enseña santo Tomás [II-II, q. 161, a. 5, ad 4.], «es una disposición que facilita al alma el libre acceso a los bienes espirituales y divinos». La caridad es una virtud más noble, así como la perfección de un estado es más excelente que las disposiciones que lo preparan; la humildad, sin embargo, apartando los últimos obstáculos que se oponen a la divina unión, es principal desde este punto de vista. En este sentido, dice santo Tomás, constituye el fundamento del edificio espiritual; es la disposición que precede inmediatamente a la caridad perfecta; sin ella, sin su trabajo, no puede existir el estado de caridad, de unión perfecta con Dios, y menos todavía subsistir.
[«Tratándose de la adquisición de las virtudes, la palabra «primero» puede tomarse en dos sentidos: primero, en cuanto una virtud sirve para remover obstáculos; y, así considerada, la humildad debe anteponerse a todas, porque nos libra de la soberbia, a la cual Dios resiste, y al suprimir la hinchazón de este vicio convierte al alma en sumisa y expedita para recibir los influjos de la divina gracia. Desde este punto de vista, la humildad puede llamarse el fundamento del edificio espiritual» (a. 5, ad. 2). El santo Doctor demuestra en qué sentido puede decirse la fe la primera de las virtudes. Cfr. La fe, fundamento de la vida cristiana, en Jesucristo vida del alma y más atrás, pág. 177. Véase también en el primer apartado de esta conferencia la doctrina de san Bernardo sobre la humildad. Dice, poco más o menos, lo mismo que san Benito: «¡Oh qué grande es la virtud de la humildad, a la cual fácilmente se inclina la Majestad divina! Cómo sabe cambiar aprisa el respeto en amistad y hacer que Dios, que estaba alejado de nosotros, se acerque pronto más y más! Cito reverentiae nomen in vocabulum amicitiae mutatum est; et qui longe erat, in brevi factus est prope. (In Cantica, XVIII, núm. 1)],
Aunque la humildad sea, en algún sentido, una disposición negativa, con todo es tan necesaria y conduce tan infaliblemente a la caridad perfecta, que el edificio espiritual donde faltase estaría expuesto a la ruina por falta de fundamento, mientras que quien la posee está seguro de llegar a la unión con Dios. Así lo decía nuestro Ludovico Blosio, tan versado en la ciencia de la unión con Dios: «Cuanto uno es más humilde, tanto más cerca está de Dios y próximo a la perfección evangélica» [Canon vitae spiritualis, c. 7].
La recompensa sublime de la humildad es haber contribuido más que ninguna otra virtud a preparar al alma para las divinas efusiones, a asegurar la perfecta unión con Dios. «Nada más excelente que la vía unitiva –dice san Agustín– pero sólo los humildes pueden caminar por ella» [«Nada más elevado que el camino de la caridad, y por él no pasan más que los humildes, (Enarrat. in Psalm. CXLI, c. 7)]. «No se llega a Dios ensalzándose, sino humillándose».
Una mirada retrospectiva nos permite ahora ver cuán simple, segura y profunda es la vía indicada por nuestro santo Patriarca para llegar a Dios. Quiere que por medio de la humildad, que proviene de la reverencia a Dios, el monje acabe de destruir los obstáculos que le impiden la unión con Dios. Cuando la humildad nos domina, no encontrando la acción del Espíritu Santo los impedimentos del pecado ni el afecto a éste y a la criatura, es todopoderosa y fecunda.
Está bien notar cómo san Benito, después que sus hijos han subido a estos grados de humildad, parece haber terminado su cometido, y llegado a la meta que se proponía; parece como que ya abandona al discípulo a las mociones del Espíritu Santo; porque sabe que estando fundamentada en el temor de Dios y esperándolo todo del auxilio del cielo, esta alma se halla enteramente abierta a las divinas efusiones.
¡Feliz, mil veces feliz, el alma que ha llegado a este estado! Dios obra libremente en ella y la lleva como por la mano a las alturas de la perfección y contemplación; porque desea nuestra santidad y por naturaleza tiende a comunicarse, a condición de no encontrar obstáculos a sus dones y a su acción: esta condición la realiza la humildad. «Dígnese el Señor, por la acción de su Santo Espíritu, conducirnos a este feliz estado de perfecta caridad, después que ascendidos los varios grados de humildad hayamos purificado nuestra alma de sus vicios y pecados».
Conclusión profunda y perfectamente justa de un capitulo maravilloso.