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7. Cómo la humildad se concilia con la verdad y se asocia a la confianza

Vamos ahora a tratar un punto de capital importancia: la humildad es la verdad.
Hay algunos que se imaginan que para ser humildes no deben reconocer en sí mismos los dones y gracias que Dios les ha concedido. Hay personas «que –dice a este propósito santa Teresa– les parece humildad no entender que el Señor les va dando dones. No honran con esto a Dios». «Entendamos bien, –continúa la Santa–, bien, como ello es, que nos los da Dios sin ningún merecimiento nuestro». ¿Qué hemos, pues, de hacer? Reconocer que sólo Dios es su autor y principio: «Todo don perfecto procede de arriba, del Padre de las luces» (Sant 1,17), y darle gracias.
«Si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar. Y es cosa muy cierta, que mientras más vemos estamos ricos, sobre conocer somos pobres, más aprovechamiento nos viene, y aun más verdadera humildad… Digo, si andamos con llaneza delante de Dios, pretendiendo contentar sólo a Él, y no a los hombres» [Vida, cap. X. Cfr también san Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III parte, c. 5].
La verdadera humildad, por otra parte, no se engaña: no niega los dones de Dios: los usa; pero devuelve la gloria a Aquel de quien los ha recibido. Así obró la Virgen María, escogida entre todas las mujeres para ser Madre del Verbo encarnado. Ninguna criatura, después de la humanidad de Jesús, tuvo tantas gracias como ella «Llena eres de gracia» (Lc 1,28). Indudablemente, era sabedora de ellas, y cuando Isabel le da el parabién por su maternidad, no niega el inmenso don recibido; antes bien lo reconoce como un privilegio único, como «cosas grandes» y tan maravillosas que «todas las generaciones la llamarán bienaventurada». Mas si ella no niega estas gracias recibidas, tampoco se gloría por ellas: todo el honor lo refiere a Dios, al Omnipotente que todo lo hizo: «Mi alma engrandece al Señor» (Lc 1,46-49).
De este mismo espíritu proceden las enseñanzas de nuestro bienaventurado Padre: «Si viere algo bueno en sí, atribúyalo a Dios y no a sí mismo» (RB 4). Podemos, pues, reconocer los dones divinos que tenemos; no manda disimularlos, antes desea que los tengamos presentes: «Si viere algo bueno en sí», así nos sentiremos «estimulados a emplearlos en servicio de quien nos los dio» (RB, pról.). Solamente debemos procurar dar a Dios las más rendidas gracias.
Más explícitamente habla de esto en su Prólogo el santo Patriarca: «Los que buscan a Dios temen al Señor (éste es el fundamento de la humildad) y no se envanecen por su regularidad. Los bienes que ven en sí mismos no se los atribuyen, sino al Señor, al cual con el profeta glorifican, diciendo: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria» (Sal 113, 9). Y añade: «Así como el apóstol san Pablo no se atribuía a sí mismo el éxito de su predicación cuando decía: «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15,10); y en otro lugar: «El que se gloría, gloríese en el Señor» (2 Cor 10,17).
El ejemplo de san Pablo, aducido por san Benito, es muy a propósito, porque ninguno como el gran apóstol ha explanado mejor la doctrina sobre la humildad. Fue convertido e instruido por el mismo Jesucristo, como un vaso escogido para evangelizar a los infieles; fue arrebatado al tercer cielo; podía decir con toda seguridad que nada le separaría de Cristo. En la epístola a los Corintios leemos la magnífica apología que hizo de su persona y de sus obras. Es ministro de Cristo con más derecho que los otros; sufrió por el Señor más que ninguno; se ve constreñido a presentar un vivo cuadro de sus trabajos y sufrimientos para defenderse de sus adversarios, falsos apóstoles. Hasta habla de las visiones que tuvo en que «oyó palabras inefables que no es dado revelar».
Pero después de haber enumerado todos esos títulos de gloria, el Apóstol se revuelve contra el prurito de la vanagloria que humanamente podía asaltarle: «Yo podría gloriarme de todo esto, exclama; mas prefiero gloriarme de mi debilidad y achaques para que en mí resida la fortaleza de Cristo» (2 Cor 11-12). Estas son palabras de humildad. El Apóstol no se gloría de sus múltiples obras, de los padecimientos sufridos, de los trabajos llevados a cabo, de los dones recibidos, sino de sus enfermedades y achaques.
No niega sus buenas obras, antes nos trazó de ellas un cuadro lleno de colorido como no lo había hecho ningún otro apóstol; pero reserva para Dios toda la gloria: «La gracia de Dios ha operado conmigo, y no en vano; mas sin ella nada hubiera hecho» (1 Cor 15,10). ¿Olvida los dones recibidos? ¡Oh, no! «Por lo que a nosotros respecta –dice– hemos recibido el Espíritu que viene de Dios, a fin de que conozcamos los dones que Dios nos ha hecho por su gracia» (1 Cor 2,12). Reconoce estos dones para rendir gracias a Dios y a su Hijo Jesucristo.
Es de Cristo de quien todo lo espera; en su gracia pone toda su gloria; de ella espera la fortaleza y el apoyo que necesita, «para que la virtud de Cristo perdure en él» (2 Cor 12,9). Su debilidad la alega como un motivo para conmover al Corazón de Dios; cuanto más la siente, tanto más confía en el poder de la gracia de Jesucristo: «Cuando estoy débil, entonces soy más fuerte» (2 Cor 12,10). Tal es la actitud de la verdadera humildad.
Fomentemos en nosotros estos mismos sentimientos del Apóstol; gloriémonos en nuestras debilidades, porque son un título para alcanzar la misericordia divina. Esta es la humildad: hacer valer ante Dios nuestras miserias y flaquezas; y para ello reconocerlas y exponerlas al Señor. El reconocimiento de nuestra miseria es el título que nos merecen las divinas larguezas. Si por la gracia de Jesucristo pudiésemos llegar a obtener este conocimiento, que iluminaría nuestra inteligencia y nos indicaría la actitud que debemos adoptar ante las perfecciones divinas; y si al mismo tiempo, animados de confianza en la misericordia divina, nos echásemos amorosamente en brazos de Dios, Él se olvidaría de nuestra indignidad, se uniría a nosotros y, no encontrando obstáculos en un alma vacía de sí misma, la colmaría de sus dones y la enriquecería con las infinitas riquezas de su Hijo. La humildad ensancha el abismo de nuestras flaquezas, para que podamos recoger las sobreabundantes gracias de Cristo.
Vemos, pues, que la doctrina de la humildad, lejos de sumirnos en el desaliento, aviva la confianza. «Es contrario a la humildad, observa santo Tomás, aspirar a cosas muy elevadas confiando en las propias fuerzas; mas si se pone la confianza en Dios, puede uno arriesgarse a cosas muy difíciles sin peligro de ensoberbecerse, especialmente si consideramos que tanto más nos elevamos a Dios cuanto más profundamente a Él nos sometemos por la humildad» [II-II, q. 161, a. 2, ad 2].
También en esto el gran Doctor es un fiel eco de san Benito. Cuando nuestro bienaventurado Padre considera la posibilidad de que la obediencia mande «casas imposibles», dice que debe recibirse el mandamiento con sumisión y dulzura; y que si después de ponderarlo todo, ve el monje que lo mandado excede a sus fuerzas, debe exponer las dificultades al abad; pero que si el superior persiste en lo mandado, debe obedecer el monje, «confiando en Dios, persuadido de que le conviene y es provechoso» (RB 68). Dios no abandona a un alma que así confía en Él y por su amor emprende el cumplir aun las cosas «imposibles» que se le mandan.
Otro tanto debe decirse de los cargos y oficios para los cuales fuéremos designados por la autoridad. El presuntuoso, aun sin las aptitudes necesarias, pretende los puestos más altos y conspicuos; el falso humilde, por el contrario, recusa todos los oficios, aun aquellos que podría desempeñar bien. Ambos pecan de exagerados. ¿Cuál es, pues, la actitud acertada? La que recomienda nuestro Padre: aceptar los cargos por reverencia y amor a Dios; poner la confianza en Él solamente, sin omitir nada de lo que se requiere para cumplirlos con la mayor perfección natural posible. Pues Dios tanto rechaza al que presume de sí mismo («quien se ensalza será humillado») (Lc 14, 11), como prodiga sus auxilios al que, conocedor de su propia debilidad, confía en el apoyo que le ha de venir del cielo.
«Una cosa es –dice san Agustín– elevarse a Dios, y otra alzarse en contra de Él; al que se humilla delante de Dios, Él le ensalza, como abate al que se levanta en contra suya» [Sermón 351, De la utilidad de la penitencia].