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Estos dos primeros grados de la humildad afectan substancialmente tanto a los monjes como a los simples cristianos; pero san Benito nos los recuerda enérgicamente porque la perfección monástica es el cristianismo íntegramente practicado.
El tercer grado es ya más elevado, y propiamente monástico: «El discípulo se someterá en todo al superior». En virtud de la reverencia que siente hacia Dios y su voluntad, el alma admite que Dios le intime su beneplácito por la voz de un hombre: «Pro Dei more», dice san Benito. Someterse a Dios (segundo grado) es relativamente fácil; pero obedecer a un hombre en todo y por toda la vida es mucho más difícil; se requiere mayor espíritu de fe y una más profunda reverencia a Dios para verle en el hombre que le represente.
Dios quiere que, después de adorarle personalmente, le rindamos homenaje de sumisión en la persona de un hombre por Él escogido para dirigirnos. Por imperfecto que sea tal hombre, ocupa el lugar de Dios, y participa, por la autoridad, del atributo divino del poder: el alma se confía a él porque Dios le comunica su soberanía. Como dice la beata Ángela de Foligno, «el alma lee el nombre de Dios en el hombre que le representa» [Le livre des visions, c. LXIII.]; y dice a Dios: «Eres tan grande y yo tan pequeña ante ti, que por tu amor y respeto acepto obedecer toda la vida al hombre, débil como yo, que te representa». «La humildad, en cuanto que es una virtud especial, dice principalmente sumisión del hombre a Dios, por el cual también se humilla para someterse a otro» [II-II, q. 161, a. 1, ad 5: Humilitas secundum quod est specialis virtus praecipue respicit subiectionem hominis ad Deum, propter quem etiam aliis humiliando se subjicit].
La humillación y adoración del alma ante Dios aumenta en el cuarto grado. El monje humilde, no sólo acepta la economía divina que le exige ser dirigido por un semejante, débil e imperfecto, sino que también se mantiene fiel en esta sumisión, por muchas que sean las dificultades que tenga que soportar, por injurias y desprecios que haya de sufrir en el ejercicio de la obediencia, y todo «sin murmurar, ni siquiera interiormente». La humildad se manifiesta aquí en forma de paciencia heroica. ¡Qué contraste con el hombre soberbio que, persuadido de su propia perfección e importancia, se irrita al menor reproche o reconvención y busca toda clase de excusas justificativas! Y es precisamente a este grado de humildad a lo que nos hemos comprometido a aspirar el día que profesamos nuestra Regla.
Si nos parece demasiado difícil perseverar en tan admirable paciencia, pongamos delante de nosotros el divino modelo de su Pasión. Es Dios omnipotente, que posee toda perfección; y he aquí que «se le escupe en la cara y no lo impide» (Is 50,6). Delante de Herodes calla, y es tratado de loco: «Y Él nada respondía» (Lc 23,9). Se somete a Pilato que lo condena a muerte infame, porque siendo Pilato gobernador de Judea, representaba, aunque pagano, la autoridad, que se deriva de Dios: «No tendrías sobre mí poder alguno si de arriba no te fuere dado» (Jn 19,11). Jesucristo sufre sin quejarse todos estos ultrajes por reverencia y amor a su Padre, que había prefijado todas las circunstancias de la Pasión: «Como me lo ordenó el Padre» (Jn 14,31).
Otro tanto, en menor escala, hace el monje humilde. Acepta toda clase de humillaciones por respeto a Dios. Donde ve el reflejo de la Majestad divina, lo respeta: se somete a Dios, cualquiera que sea la forma en que se le presenta. «Y para mostrar que el siervo fiel ha de soportar por amor al Señor todas las cosas, aun aquellas que le sean contrarias, la Escritura pone en boca de los que sufren: por amor vuestro padecemos muerte todos los días».
Pero en estas circunstancias tan penosas a la naturaleza, el alma del religioso es sostenida por el amor y la confianza: «Resiste, no cede, ni desfallece», porque tiene una esperanza firme, llena de gozo espiritual y amor, que inunda su alma y le hace decir: «En todo esto triunfo por el poder de Aquel que me ha amado».
Vemos, pues, cómo nuestro bienaventurado Padre, al tratar de la humildad, nunca separa la confianza del hijo que, por la gracia de Cristo, espera invenciblemente en la bondad de su Padre celestial, de la reverencia que le inspira su condición de criatura.
La sumisión monástica nos lleva también a revelar al superior el estado de nuestra alma; es éste el quinto grado de humildad. El orgullo nos impulsa a ensalzarnos y a pretender la estima de los otros, y por lo tanto a ocultarles nuestros defectos. Es, pues, un gran acto de humildad descubrir voluntariamente a otro hombre el verdadero estado de nuestra alma. [La legislación eclesiástica actual prohíbe a los superiores religiosos que en modo alguno induzcan a sus súbditos a manifestarles sus conciencias. Pero no impide que los súbditos libre y espontáneamente lo hagan; y aun añade el texto del Código Canónico que «será provechoso a los religiosos acercarse a los superiores con filial confianza y, si éstos son sacerdotes, exponerles las dudas y angustia de su conciencia», Can. 530 Código D. Canónico 1917]; y lo hacemos porque en él reverenciamos a Dios: «Revela al Señor tus caminos y espera en Él» (Sal 36,5).
Notemos la exégesis que san Benito da a este texto. Es al Señor a quien la fe nos hace ver en el superior y a quien descubrimos el estado de nuestra alma, seguros de que, si nos comportamos como hijos, Dios se comportará con nosotros como Padre amoroso: «Y espera en Él». Éste es el fruto de este grado de humildad: que Dios nos guía por un camino seguro y no podemos errar.
Mas para alcanzar este grado conviene que seamos muy sinceros con nosotros mismos delante de Dios y de aquellos que le representan: «Revela». Debemos vigilar los movimientos del alma para que no se nos deslice alguna mentira de actitud o de proceder; es menester que se pueda decir de nosotros: «Que dice verdad en su corazón» (Sal 14,3). Debemos ser «veraces» en el íntimo santuario de nosotros mismos delante de Dios, y veraces ante aquel a quien abrimos nuestro corazón por amor a Dios: «Decir verdad de corazón y con palabras» (RB 4), dice nuestro bienaventurado Padre.
Es éste un deber importante: no debemos permitirnos la menor falsedad, so pena de echar un velo sobre nuestra conciencia, acabando por oscurecerla y cegarla si persistimos en no ser veraces. Entonces nuestro Señor no podrá morar en nuestra alma como en un jardín predilecto, porque no le mostraremos el corazón como es: nos faltará la luz de la humildad que nos enseña la nada que somos delante de Dios.
Los dos últimos grados de la humildad interna son muy elevados. Conscientes de haber ofendido a Dios, tan grande y lleno de majestad, y de haber merecido por nuestras culpas el estar bajo los pies del demonio, nos contentamos con el último lugar y nos reputamos «como siervos inútiles e indignos» (Lc 17,10), según el espíritu evangélico. Somos tan pequeños ante Dios; nuestras obras son tan defectuosas, que no somos aptos para realizar nada sin la gracia de Jesucristo, que es lo único que avalora nuestras acciones. Si prácticamente nos persuadimos que hacemos mucho, que se nos debe tener consideraciones por tal o cual servicio, no hemos llegado todavía a alcanzar este grado de humildad. San Benito, que conoce las almas, fulmina las más severas amenazas contra aquellos que persisten en este orgullo. «Si –dice– entre los oficiales del monasterio hay alguno que imbuido del espíritu de soberbia se cree que es de provecho para el monasterio, se le privará para siempre de aquel «oficio»», para no exponer su alma a un peligro espiritual.
El séptimo grado de la humildad constituye el ápice de la virtud: «Juzgar sinceramente, en lo íntimo del corazón, que es el último de todos los hombres» (RB 57). Lo aconseja san Pablo: «Cada uno en su humildad repute a los demás como superiores» (Flp 2,3). Pocos son los que llegan a esta cima y viven habitualmente en ella; es ciertamente un don divino. Para ello se requiere la luz del Espíritu Santo, que, comunicando al alma una visión intensa de las perfecciones divinas, la mueva a anonadarse hasta lo más profundo de su ser. Viendo entonces que ante la grandeza divina es esencialmente pura nada, y considerando, en cambio, en los demás los dones de Dios, se pone interiormente a los pies de todos [Santo Tomás, II-II, 161, a, 3, ad 2.].
Los que tiendan a este grado guárdense, en cualquier circunstancia, de tenerse por superiores a los demás y de tratarlos con severidad; porque si Dios hubiera sido riguroso con nosotros y nos hubiera tratado con estricta justicia, ¿qué sería de nosotros? Y ¿estamos seguros de nosotros mismos? Porque debemos pensar también en las posibilidades de obrar mal que en nosotros existen. Aquel a quien hacemos objeto hoy de nuestros desprecios, tal vez presto será mejor que nosotros. ¿No seremos mañana peores que él? No estamos seguros más que de las disposiciones presentes; porque en nosotros, pobres criaturas, hay un principio de inestabilidad y deficiencia que debemos combatir siempre ayudados de la gracia y del ejercicio de la humildad.
Dígnese Dios permitirnos un poco de reposo, al menos con el pensamiento y el deseo sobre la cumbre excelsa cuyo camino san Benito nos indicó, señalando sus etapas. Durante esta permanencia en pleno ideal, nos convenceremos a la luz de la Verdad de que somos nada y que tenemos una constante y esencial necesidad del auxilio divino.