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Debemos ahora recorrer, guiados por el santo Patriarca, los diferentes grados de esta virtud; después indicaremos sus benéficos efectos, y los medios de fomentarla en nosotros.
El Doctor Angélico aprobó la disposición general de los grados de humildad tal como los ordenó san Benito [II-II, q. 161, a. 6.]. Nuestro bienaventurado Padre habla primeramente de los grados de la virtud interior, y establece como el primero el temor, la reverencia a Dios; y con mucha razón, pues, como enseña santo Tomás, san Benito consideró la humildad, expuso su doctrina y ordenó sus grados «según la misma naturaleza de la cosa» [Ibid., a. 6 ad 5.]. «Los actos externos –dice el Príncipe de los teólogos– deben derivar de la disposición interna» [Ibid., a. 6.]; pero, añade, en la misma humildad interna conviene fijar bien «el fundamento de la virtud, que es la reverencia a Dios» [Ibid.]. El temor de Dios es, pues, el primer grado; sin él la humildad no puede nacer ni conservarse. Del temor filial arrancan los otros grados de la virtud interior, la cual producirá los actos externos.
El punto de partida es, pues, según el santo Patriarca, el respeto que debemos a Dios: «El primer grado de la humildad consiste en que, teniendo el monje siempre presente el temor de Dios, no lo eche jamás en olvido» (RB VII). Pero en el temor de Dios hay una gradación. ¿De qué temor habla el santo Patriarca? No del temor servil, del temor al castigo, que es propio de esclavos, que excluye el amor y ahoga la confianza; sino primeramente de un temor imperfecto con el cual se mezcla el amor, y después del temor reverencial. Nuestro Señor nos dice que debemos «temer a Aquel que puede condenar al alma y al cuerpo al infierno» (Lc 12,5): es un temor que nos estimula a velar continuamente para evitar el pecado a fin de no desagradar a Dios que lo castiga; y es un temor bueno.
La Escritura pone en nuestros labios esta oración: «Traspasa, Señor, mi carne con tu santo temor» (Sal 118,120); y el Salvador lo intima a aquellos a quienes se ha dignado llamar amigos: «Os digo a vosotros, amigos míos» (Lc 12,4). También nuestro bienaventurado Padre, que nos señala un ideal tan alto y quiere llevarnos a tan sublime perfección inspirándose, como siempre, en el Evangelio, empieza por infiltrarnos este temor.
Sin duda que, a medida que el alma progresa en la vida espiritual, a este temor sucede, como móvil habitual, el amor; mas no debemos olvidarlo totalmente, pues es un arma que hemos de tener siempre en reserva para la hora del combate, cuando el amor puede ser rebasado por la pasión. Sería una piedad sentimental la que pretendiera fundamentarse sólo en el amor, y estaría llena de presunción y peligro. El Concilio de Trento repite con insistencia que no estamos nunca seguros de nuestra perseverancia final; y como nuestra vida es una continua prueba en la fe, jamás debemos desprendernos del arma del temor de Dios.
Este temor imperfecto debe, sin embargo, acabar por convertirse habitualmente en temor reverencial, cuyo último término es una adoración llena de amor. De este temor se ha dicho: «El temor de Dios es santo y perdura eternamente» (Sal 18,10). Es la reverencia que, ante la plenitud de las divinas perfecciones, siente toda criatura, incluso siendo ya hija de Dios, incluso la que ha sido admitida ya en el reino de los cielos; reverencia «por la cual los ángeles, espíritus purísimos, velan su cara ante el esplendor de la divina Majestad». «Adoran las dominaciones, tiemblan las potestades» [Prefacio de la Misa]; reverencia de que está investida la misma humanidad de Cristo: «Y lo llenará el espíritu del temor de Dios» (Is 11,3).
Cuando el gran Patriarca, en el Prólogo de su Regla, nos invita a entrar en su escuela, se propone «enseñarnos, como a hijos, el temor de Dios» (Sal 33,12). Dios es un «Padre amoroso al cual debemos escuchar con el oído del corazón, o sea con vivo sentimiento de amor, pues nos tiene preparada una herencia gloriosa e inmortal de felicidad eterna». Pero san Benito nos recomienda que no ofendamos con nuestras culpas «la bondad de este Padre» celestial que nos espera «porque es piadoso», y que, en su gran amor, «predestina a los que le temen a ser participantes de su propia vida» (RB, pról.). Este temor reverencial a Dios, «Padre de inmensa majestad» [Himno Te Deum], debe ser habitual y constante, porque es una virtud, una disposición habitual, no un acto aislado. «Repose continuamente en su corazón». De él, como de un exuberante tronco, nuestro bienaventurado Padre hace derivar todos los otros grados de humildad.
Cada grado de la virtud interior es un paso hacia la adoración profunda de Dios, término final de nuestra reverencia. Si tenemos, efectivamente, este respeto a Dios, a Él someteremos también nuestra voluntad; y esto constituye el segundo grado. El verdadero temor de Dios obliga al hombre a conocer lo que Dios le manda; porque sería una falta de respeto hacia Él no cuidarse de aquello que nos prescribe. La voluntad de Dios es Dios mismo: si le tememos, por reverencia hacia Él cumpliremos todos sus preceptos: «Dichoso el varón que teme al Señor y ama sus preceptos» (Sal 111,1). Reverenciaremos a Dios de tal manera que antepondremos su voluntad a la nuestra; le inmolaremos el propio querer, que en muchas almas es el ídolo interior a quien constantemente inciensa.
El alma humilde, que reconoce la soberanía de los derechos de Dios, provenientes de la plenitud de su ser y de sus infinitas perfecciones, que conoce también la propia nada, la propia dependencia, busca en la voluntad de Dios, y no en sí misma, los móviles de su vida y de su actividad; sacrifica su querer al de Dios; acepta las disposiciones de la Providencia que le afectan, y no se engríe, porque sólo Dios, santo y omnipotente, merece toda la adoración y sumisión: «La humildad mira propiamente a la reverencia con la que el hombre se somete a Dios» [II-II, q. 161, a. 4, in c.]. Precisamente por cuanto reverenciamos a Dios y le honramos, nuestro espíritu se somete a Él» [Ibid., q. 81, a. 7. Cfr. II-II, q. 29, a. 2.].