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Santo Tomás señala sabiamente la principal razón y motivo de este rebajarse a sí mismo: «la reverencia a Dios». «El principal motivo de la humildad se toma de la reverencia divina, de la cual proviene que el hombre no se atribuya a sí mismo más de lo que le compete conforme a lo que de Dios ha recibido». [II-II, q. 161, a. 2, ad 3. Cf, a. 1, ad 5: «La humildad se refiere principalmente a la sumisión del hombre a Dios». «La humildad propiamente se refiere a la reverencia por la que el hombre se somete a Dios»]. Y el gran Doctor recuerda que san Agustín relaciona la humildad con el don de temor, como se relaciona con él la virtud de religión: «Y por esto san Agustín relaciona la humildad con el don de temor por el cual el hombre reverencia a Dios». Y éste es el punto más profundo, la raíz misma de la virtud: es una doctrina de capital importancia.
Cuando en la oración contemplamos las perfecciones y obras divinas; cuando un rayo de luz divina nos ilumina, ¿cuál es el primer impulso del alma tocada de la gracia? Es abatirse, anonadarse, para adorar. Esta actitud de la adoración es la única «verdadera» que conviene a la criatura, como tal, en presencia de Dios. ¿Qué es la adoración? Es reconocer nuestra inferioridad delante de las perfecciones divinas y nuestra absoluta dependencia de Aquel que es de por sí la plenitud del Ser; consiste en un homenaje de sumisión a la soberanía infinita. Si la criatura no se mantiene en esta actitud, se aparta de la verdad.
En el cielo, los bienaventurados están unidos a Dios con una compenetración que excede a todo lo que puede imaginar el amor más ardiente: Dios los posee y son a la vez poseedores de Dios en la esencia de su alma, porque está enteramente en ellos; y, no obstante, están constantemente humillándose con profunda reverencia, expresión de su adoración: «El temor santo del Señor, que perdura por los siglos». ¿Podremos nosotros tener otra ley diferente? Cuando la fe, que es preludio de la visión beatífica, nos da a conocer algunas de las inescrutables perfecciones divinas, al instante nos postramos en acto de adoración. El alma, ilustrada por una viva luz interna, se siente en la presencia divina, delante de Dios; conoce el contraste infinito de dos términos que mutuamente se repelen: majestad y grandeza, de un lado; bajeza y pequeñez, del otro. Puede también el alma atender preferentemente a uno de los términos: si se vuelve a Dios, le adora; si a sí misma, se humilla; y es precisamente en el momento en que nos anonadamos ante la majestad divina cuando nace la humildad. «La humildad nace de la reverencia divina». Sin esta causa, la humildad no podría existir: he ahí un punto sobre el cual nunca se insistirá demasiado. Así, pues, la humildad es una virtud eminentemente «religiosa», «compenetrada toda de religión» [II-II, q. 161, a. 4, ad 1.] y, por consiguiente, esencialmente propia de nuestro estado.
[(Dom Lottin, en L’âme du culte, la vertu de religion, Lovaina 1920). En este interesante opúsculo de doctrina condensada, el autor, demuestra «cómo, después de haber subordinado la humildad a la templanza, y la obediencia a la observancia, santo Tomás, adoctrinado por la evidencia, relaciona estas virtudes con la religión. La relación es innegable, y fue advertida ya por los antiguos ascetas. La Regla de san Benito, p. ej. no menciona la palabra religión, pero está impregnada del espíritu de religión; léanse, si no, los capítulos 5, 6 y 7 sobre la obediencia, el espíritu de silencio y la humildad»]
Para robustecerla, pues, en nosotros, importa contemplar las perfecciones divinas. Dios es omnipotente; con una palabra hizo el universo, sacando de la nada la creación; y esta obra tan bella, esas legiones de ángeles, esas naciones humanas tan grandes, tan numerosas, son ante Él como un átomo, como si no existiesen (Is 11,17). Dios es eterno; la criatura pasa y paga al tiempo su tributo, mientras Él permanece inmutable, en la plena y soberana posesión de sus perfecciones. Es tan perfecto, que no necesita de nada. «¿Quién jamás fue su consejero?» (Is 11,14). «Su infinita sabiduría lleva a cabo lo que dispone con suavidad y energía; su adorable justicia es la misma equidad; su bondad y su poder no tienen parangón: abre la mano y colma de bendiciones a todo viviente» (Sal 146,16).
Y ¿con qué acentos cantaremos las obras de Dios en el orden sobrenatural? Repetidas veces hemos hablado del magnífico plan divino, por el cual nos hizo sus hijos, haciéndonos participantes de la filiación de su unigénito Jesucristo (cfr. Ef 1,5) y destinándonos así a saciar eternamente nuestra dicha en la misma fuente de su divinidad. La obra maestra del plan divino, Jesucristo, los admirables misterios de la Encarnación, Pasión y Resurrección, del triunfo de Jesús, la institución de la Iglesia, de los Sacramentos, la gracia, las virtudes y dones del Espíritu Santo; todo ese admirable conjunto, que constituye el orden sobrenatural, es consecuencia del impulso que mueve al Corazón de Dios «a constituirnos sus hijos» (Gál 4,5). Es éste un orden admirable, obra de poder, de sabiduría y de amor, cuya contemplación arrebataba a san Pablo.
Cuando nosotros consideramos estas perfecciones y estas obras divinas, no como podría hacerlo abstractamente un filósofo, con frialdad y aridez, sino en la oración, a la luz que Dios nos comunica, desaparecen todas las superioridades terrenas y todas las perfecciones creadas se eclipsan como anonadadas, y todas las grandezas humanas se desvanecen como humo. Pensando en esta omnisciencia, esta soberana sabiduría, este poder absoluto, esta augusta santidad, esta justicia libre de todo apasionamiento; ante esta bondad ilimitada, ante esta ternura y misericordia inagotables, nos vemos precisados a exclamar: «¿Quién como tú, Dios nuestro, que moras en lo alto?» (Sal 112,5). Cuán profundos son tus pensamientos ¡Nos sentimos entonces poseídos de íntima y honda reverencia, en el abatimiento de nuestra nada! ¿Qué soy yo, qué son los espíritus celestiales, qué son todas las generaciones, delante de esta Sabiduría de este poder, de esta eternidad inconmensurable, de esta santidad? «Todas las gentes como si no fueran, eso son en su presencia».
Empero hay que notarlo bien, por ser muy importante este sentimiento reverencial, por muy vivo y real que sea, no se separa nunca en el alma de la confianza y del amor [Cfr. D. Destrée, Le mère Deleloê, moniale bénédictine], porque la humildad no se opone a la verdad en ninguno de sus aspectos. Debemos contemplar a Dios en todas sus perfecciones, en todas sus obras; Él es a la vez Señor y Padre; y nosotros somos al mismo tiempo sus criaturas y sus hijos adoptivos. De esta contemplación total de Dios en la omnipotencia del supremo Señor y en la bondad infinita de un Padre ternísimo, nacerá la reverencia a Dios que es la raíz de la humildad.
¿He conseguido, como deseaba, daros una idea completa y exacta de la humildad, tal como san Benito la entiende? El concepto que tiene él de esta virtud es, ciertamente, más amplio que las concepciones de la misma que han llegado a ser clásicas en los moralistas, pero no se opone a ellas en modo alguno. La humildad es para él, como para todos, una virtud que refrena las tendencias desordenadas a pensar altamente de sí mismo; pero, en él (y esto puede verse especialmente en el Prólogo de la Regla), a causa de la afinidad que le atribuye con la virtud de la religión, no es completa si no se fusiona con el amor y la confianza que deben animar el corazón de un hijo.
La reverencia a Dios obliga al alma a abismarse en su propio abajamiento, pero mediante este mismo abajamiento la mueve, a la vez, a cumplir integró y amorosamente los deseos del Padre celestial. La virtud de la humildad es, para san Benito, una actitud habitual del alma que regula las relaciones del monje con Dios en la verdad de su doble condición de criatura pecadora y de hijo adoptivo. [«Los doce grados de humildad explicados por san Benito forman un conjunto admirablemente sugestivo y armónico, en los cuales se ve la mezcla de temor y confianza, obediencia y energía, recogimiento y amor que deben concurrir a formar la actitud del monje que progresa en la vida espiritual», Dom Ryelandt, o. c.].
Si, olvidándonos de nuestra nada, nos presentamos ante Dios confiadamente, mas con poca reverencia; o si, por el contrario, penetrados del temor de Dios, sentimos debilitada nuestra confianza, no serán nuestras relaciones con Dios lo que realmente deben ser. El abajamiento de la criatura no debe mermar la confianza de hijo, ni la cualidad de hijo debe hacerle olvidar la condición de criatura y de pecador. Así entendida la humildad entraña en sí todo nuestro ser, y he ahí por qué san Benito señala esa actitud del alma tan precisa y comprensiva, como una de las más características de la vida espiritual.
No podremos entender la doctrina del santo Patriarca si antes no nos convencemos de que la raíz de la humildad es la intensa reverencia del alma a Dios; de que esta reverencia nace de la consideración de lo que Dios es y de lo que hace por nosotros en su doble carácter de Señor y Padre; y de que esta doble reverencia mantiene al alma en la humillación que le conviene, como criatura manchada por el pecado, pero al mismo tiempo la coloca por entero en un abandono lleno de confianza y agradecimiento a la voluntad del Padre celestial.
En consecuencia, esta reverencia a Dios se extiende a todo lo que a Él se refiere, lo representa o lo anuncia: la humanidad de Cristo y todos los miembros de su cuerpo místico. «No sólo debemos –dice santo Tomás– reverenciar a Dios en sí mismo, sino también reverenciar en cualquier criatura lo que es de Él, aunque con otra reverencia. Debemos, pues, someternos mediante la humildad a nuestros prójimos por Dios» [II-II, q. 161, a. 3 ad 1. Santo Tomás añade con entera exactitud: «La humildad propiamente se refiere al respeto que nace en el hombre al considerarse inferior; ahora bien, cualquier hombre, si atiende a lo que es por sí solo, debe considerarse inferior a cualquier prójimo en cuanto a la participación de Dios que hay en él» (a. 3 in corpore). Cfr. también a. 1 ad 5].
Cuando tenemos este humilde respeto a Dios, lo extendemos a todo lo «que es de Dios» en las criaturas. No pudiendo el alma anonadarse completamente delante de Dios, por amor suyo, se pone a los pies de las criaturas. En primer lugar reverenciaremos la santa humanidad de Jesucristo, que merece el culto de adoración que se debe a Dios, porque está unida personalmente al Verbo. Viendo a Jesús en la cruz, cubierto de sangre, hecho el escarnio de la plebe. Dejectum et novissimum virorum (Is 53,3), le adoramos, porque es Dios.
Con las debidas proporciones, haremos del mismo modo con los miembros del cuerpo místico de Cristo, porque, mediante su humanidad, Dios se unió a todo el linaje humano. El alma humilde, que está llena de reverencia a Dios, ve en cada hombre que se presenta a ella como una representación de Dios; y se dedica a servirle porque, en una u otra forma, ve en él a Dios. Este es el pensamiento de nuestro bienaventurado Padre cuando manda «que inclinemos la cabeza y nos postremos delante de los huéspedes, al llegar y al marcharse, adorando a Cristo, a quien ellos representan» (RB 53). Esta es la actitud de la humildad: postrarse delante de los otros y servirlos con plena sumisión porque reverenciamos en ellos tal o cual atributo divino, como, por ejemplo, el poder en los que ejercen autoridad: «El verdadero motivo de la obediencia a toda autoridad constituida está en la reverencia a los plenos derechos de Dios» [Dom Lottin, o. c.].
La humildad de que san Benito habla con tanta predilección es una habitual disposición del alma delante de Dios: disposición que por nacer de la luz divina, excita en el alma una gran reverencia mezclada de ilimitada confianza. Ella da a la piedad monástica su aspecto característico de grandeza y la reviste de singular esplendor. El Espíritu Santo armoniza los dos sentimientos de temor y piedad filial; y esa armonía hace que, por mucho que se humille ante Dios y el prójimo, el alma se vea segura de la gracia divina que le viene de Jesucristo, en el cual encuentra todo aquello de lo cual estaría, de suyo, desprovista. Esta invencible seguridad le comunica el mismo poder de Dios y hace fecunda su vida. Sabe que sin Cristo nada puede hacerse (Jn 15,5); pero repite con la misma certeza «que todo lo puede apoyada en Él» (Flp 4,13). En la humildad está el secreto de su fuerza y de su vitalidad.