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1. Necesidad de la humildad

La sagrada Escritura, hablando de los orgullosos en su relación con Dios, emplea una expresión particular: «Dios resiste a los soberbios» (1 Pe 5,5; Sant 4,6). Terrible es para la criatura ser abandonada por Dios, pero más espantosa es la resistencia que de Dios le viene.
No se puede pensar en esto sin espanto: Dios es el único principio de nuestra santidad, porque es el autor de toda gracia. Ahora bien: ¿qué gracia podemos esperar de Dios si, además de no darse a nosotros, nos resiste y nos rechaza?
¿Qué hay de malo y de contrario a Dios en el orgullo, para que Dios lo aparte de sí con tal energía?
La razón de este antagonismo proviene de la misma naturaleza de la santidad divina. Dios es el principio y el fin: el alfa y la omega (Ap 22,13) de todas las cosas; la causa primera de todas las criaturas, y el origen de toda perfección. Todo ser viene de Él, todo bien de Él se deriva; pero, en reciprocidad, toda criatura debe volver a Él rindiéndole gloria, porque Dios «lo ha creado todo por su gloria» (Prov 16,4.). Tal proceder, en nosotros, sería egoísmo y desorden; en Dios, por el contrario, al cual no puede aplicarse la palabra egoísmo por ningún concepto, es necesidad fundada en su misma naturaleza. Es esencial a la santidad divina referirlo todo a su propia gloria, pues, de otro modo, no sería Dios, ya que estaría subordinado a otro fin distinto de sí mismo.
Oigamos al profeta Isaías. Nos muestra a los ángeles cantando la santidad de Dios, porque su gloria llena los cielos y la tierra: «Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos; llena está toda la tierra de tu gloria» (Is 6,3). También san Juan declaró en Patmos haber visto a los elegidos prosternarse ante el trono de Dios y cantar: «Señor, tú eres digno de recibir la gloria, el honor y el poder, porque todas las cosas te deben el ser y la vida» (Ap 4,2). Por esto dice Dios por Isaías: «No daré a otro mi gloria» (Is 42,8). En la contemplación de sí mismo se ve digno de gloria infinita, por la plenitud de su ser y el océano de sus perfecciones; y no puede tolerar sin dejar de ser Dios, santidad por esencia, que se atribuya a otro la gloria que le es debida. Nos concede muchas gracias; nos da a su mismo Hijo amado: «Que tanto amó Dios al mundo, que llegó a darnos su Hijo unigénito» (Jn 3,16); nos lo da enteramente, para siempre, si nosotros lo queremos, «y con Él y por Él todos los bienes» (Rom 8,33) y nos da la felicidad eterna y sin fin, nuestro bien supremo, y nos franquea la entrada a la intimidad de la Trinidad bienaventurada. Una sola cosa no quiere ni puede damos: su gloria. «Yo, el Señor, no daré a otro mi gloria».
Ahora bien: ¿qué hace el orgulloso? Intenta arrebatar a Dios la gloria que a Él solo es debida y de la cual es tan celoso, para apropiársela. El orgulloso se ensalza a sí mismo, se convierte en centro glorificando su persona, su perfección, sus obras; no ve más que en sí mismo el principio de lo que es, de lo que tiene; cree que no es deudor a nadie ni a Dios, intentando así arrebatarle, en provecho propio, el divino atributo de primer principio y último fin. En teoría pensará tal vez que todo es de Dios, pero prácticamente obra y vive como si todo viniera de sí mismo.
Supuesto este antagonismo que el orgullo establece entre Dios y el hombre [Cfr. Santo Tomás, II-II, q. 157, a. 6. Utrum superbia sit gravissimum peccatorum], es necesario que el Señor «resista» al soberbio; lo debe rechazar como a un agresor injusto: «Resiste a los soberbios». «Grande es el Señor –dice la Escritura–, y se inclina a los humildes; mas al orgulloso le mira de lejos» (Sal 137,6). Comentando estas palabras, dice un antiguo escritor: «Dios mira de lejos al orgulloso, para aplastarle con vigor» [Sermo 1 de ascens. Domini, 177 de tempore, núm. 2. (Apéndice de las obras de san Agustín)]. ¿Puede darse amenaza más terrible?
El divino Salvador, tan misericordioso y compasivo, nos enseña la misma verdad, de un modo impresionante y con fuerte colorido, en la parábola del fariseo y del publicano (Lc 18,9-14). Veamos al fariseo: es un hombre convencido de su importancia, pagado de sí mismo; su «yo» se pone de manifiesto en sus palabras y en su misma actitud. Se mantiene en pie, con la despreocupada actitud de quien tiene conciencia de su propio valer y perfección, como que no debe nada a nadie ni de nadie necesita. Se vanagloria ante Dios de lo que hace.
Es verdad que le rinde gracias por ello; pero, como advierte san Bernardo, este falso homenaje es una mentira que añade al orgullo. El fariseo tiene un «corazón doble», como dice el Salmista (Sal 11,3): despreciando al publicano demuestra que se cree más perfecto que éste, y dase a sí mismo la gloria que aparentemente reserva para Dios. [«Y ahora, rindiendo acciones de gracia, das a entender que nada te atribuyes a ti mismo, sino que reconoces prudentemente que tus méritos son dones de Dios. Mas, por otra parte, menospreciando a los otros, te haces traición a ti mismo, y haces ver que hablas con un corazón doble; por el uno, haciendo servir tu lengua a la mentira; y por el otro, usurpando la gloria de decir la verdad. Porque no juzgarías que el publicano es despreciable en tu comparación, si no pensases que eres mucho más que él» (San Bernardo, Obras completas. Sermón XIII sobre el Cantar de los Cantares)].
No le pide nada a Dios, porque cree no necesitar de nada: se basta a sí mismo; expone más bien su conducta a la aprobación divina; y así tiene la insolencia de decir: «Dios mío; debéis estar contento de mí, pues soy irreprensible: no soy como los otros hombres ni tampoco como este publicano». Está persuadido de que toda su perfección es cosa suya; por esto leemos en el Evangelio que el Señor propuso esta parábola «a los judíos que confiaban en su propia santidad».
En cuanto al otro actor de la escena, el publicano, ¿qué hace? Se queda en el umbral de la casa de Dios, y no osa levantar siquiera los ojos, porque se juzga miserable. No cree tener títulos que alegar ante Dios, y sólo está persuadido de haberle ofendido. «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador». Confía únicamente en la misericordia divina y todo lo espera de ella; pone en Dios toda su confianza, toda su esperanza.
Y ¿cómo obra Dios con uno y otro? «En verdad os digo –terminaba Jesucristo– que el publicano salió justificado (Lc 18,14), mas no el fariseo». Empero, ¿no era pecador el publicano, y no era el fariseo, al menos aparentemente, un fiel observante de la ley de Moisés? Ciertamente; pero éste, infatuado en sí mismo, despreciaba al publicano, glorificándose en sus buenas obras y queriendo suplantar el lugar de Dios. Por eso le rechaza el Señor: «Deshizo las miras del corazón de los soberbios» (Lc 1,51). Y al publicano, que se humilla, le da en cambio su gracia con abundancia (Sant 4,6; 1 Pe 5,5).
Terminando la parábola, Jesucristo establece la ley fundamental de nuestras relaciones con Dios, y deduce la enseñanza que debemos aprender: «El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» (Lc 18,24).
Véase, pues, hasta qué punto el orgulloso impide la unión del alma con Dios; no hay en nosotros, dice santo Tomás, tendencia que más se oponga a las comunicaciones divinas: «Por la soberbia los hombres se apartan en sumo grado de Dios» [II-II, q. 162, a. 6 concl.]. Y como Dios es el principio de toda gracia, el orgullo es para el alma el peligro más terrible; la humildad, por el contrario, es el camino más seguro para la santidad y para encontrar a Dios. El orgullo es lo que principalmente impide a Dios darse a las almas; si en ellas no hubiera orgullo, Dios se daría a ellas plenamente. «La humildad es una virtud tan fundamental, que sin ella –dice el Abad de Claraval– todas las otras virtudes se destruyen» [De consideratione, l. V, cap. XIV, 32]. Es porque, a causa de nuestra naturaleza caída, hay obstáculos en nosotros que dificultan el desarrollo de la vida interior; si no se eliminan estos estorbos, acaban por sofocar las virtudes.
Pero el mayor de estos obstáculos es la soberbia, porque se opone radicalmente a la unión divina considerada en sí misma, y por consiguiente a la gracia, de la cual sólo Dios es origen, y sin la cual nada podemos. «La humildad –dice también san Bernardo– acoge las otras virtudes, las conserva y perfecciona» [Tractatus de moribus et officio episcop., cap. V, 17].
El alma humilde es, en efecto, capaz de recibir todos los dones divinos, principalmente porque está vacía de sí misma y espera de Dios todo lo que necesita para su perfección, juzgándose pobre y miserable. Todo cuanto Dios ha hecho por el hombre después de la caída es efecto de su misericordia. Los ángeles, que no están sujetos a las miserias del pecado, cantan la santidad de Dios; nosotros alabamos su misericordia: «Quiero siempre cantar las misericordias del Señor» (Sal 88,2).
Viendo Dios al hombre desgraciado e impotente, sujeto a la tentación y a merced de perversas inclinaciones, que varían según el tiempo, las estaciones, la salud, la gente que le rodea y la educación, se conmueve ante estas miserias como si fueran propias suyas; y este movimiento divino que inclina al Señor hacia nuestras miserias para aliviarlas, constituye la misericordia: «A la manera como se compadece el padre de sus hijos, compadecióse el Señor de los que le temen; porque Él conoció lo bajo de nuestro origen» (Sal 102,13-14).
Nuestra miseria es tan profunda que puede ser comparada con un abismo que llama al abismo de la misericordia divina: Abyssus abyssum invocat (Sal 41,8); pero esta llamada no se contesta sino a condición de que nuestra miseria sea reconocida y confesada, guiados por la humildad que nos inspira este grito: «Señor, ten piedad de mí», La humildad es la confesión práctica y constante de nuestra miseria, la cual atrae las miradas de Dios. Los andrajos y llagas del pobre son su mejor alegato; no trata de disimularlos, antes los descubre para conmover los corazones. De igual manera no debemos nosotros tratar de deslumbrar a Dios con nuestra perfección, antes debemos procurar atraer la misericordia divina por la confesión sincera de nuestra debilidad; porque cada uno de nosotros tiene hartas miserias que exponer a las miradas misericordiosas de Dios.
Somos como el pobre viajero que yacía en el camino de Jericó, desnudo y cubierto de heridas. El pecado original nos despojó de la vida de la gracia; los pecados personales han hecho leprosa a nuestra alma; pero Jesucristo es el buen Samaritano que vino a curarnos, a derramar sobre nuestras heridas el bálsamo de su preciosa sangre, a acogernos en sus brazos y confiarnos a la ternura de la Iglesia, madre que nos ama como Él.
Es una excelente oración descubrir a nuestro Señor todas las miserias, las lacras que desfiguran nuestra alma. «Dios mío, mira esta alma que Tú has criado y rescatado: ve qué disforme está y qué llena de inclinaciones que la hacen aborrecible a tus ojos: ten piedad de ella». Es una oración que va derecha al Corazón de Jesucristo como la del pobre leproso del Evangelio: «Maestro Jesús, ten piedad de nosotros» (Lc 17,13). Y nuestro Señor nos curará.
Cuando, en efecto, reconocemos que somos débiles, pobres, miserables, enfermos, implícitamente proclamamos el poder, la sabiduría, la santidad, la bondad de Dios: rendimos a la plenitud divina un homenaje tan agradable a Dios, que le inclina hacia el alma humilde para colmarla de bienes: «A los hambrientos llenó de bienes». San Bernardo [P. Pourrat, La spiritualité chrétienne, II, Le moyen-âge, pág. 43] lo decía también: «Nuestro corazón es un vaso destinado a recibir la gracia, y para que se llene abundantemente debe antes vaciarse del amor propio y de la vanagloria» [In annuntiat. B. M. V., Sermón III, ó, cfr. Epistolas CCCXCIII, 2-3].
Cuando la humildad ha preparado una vasta capacidad, la gracia acude a colmarla, pues es estrechísima la afinidad entre la gracia y la humildad [Super missus est. Homilía IV, 9; cfr. In Cantica. Sermón XXXIV]. Nada, pues, más eficaz que esta virtud para merecer la gracia, conservarla y recuperada si la habíamos perdido [In Cantica. Sermón LIV, 9; cfr. Epístola CCCLXXII, Sermón XLVI de diversis].
Hay otra razón para la generosidad de Dios en favor de los humildes. Sabe Él que el alma humilde nunca se envanecerá de las gracias para gloriarse; no se las apropiará como el orgulloso, sino que le rendirá toda la gloria y honor; y por esto, si se me permite hablar así, no teme Dios volcar en ella la abundancia de sus favores, pues no abusará de ellos empleándolos en fines distintos de los que Él se ha propuesto. Cuanto más queremos acercarnos a Dios, más profundamente debemos apoyarnos en la humildad; bien lo demuestra san Agustín con una comparación familiar. «El fin –dice– que perseguimos es muy grande, porque buscamos a Dios, intentamos llegar a Él, porque sólo en Él se encuentra nuestra eterna felicidad; mas no podemos llegar a este fin sino por medio de la humildad.
«¿Deseas ser grande? Empieza por abajarte. ¿Proyectas construir un edificio que se eleve hasta el cielo? Pues ahonda los cimientos por medio de la humildad. Cuanto más alto haya de ser el edificio –añade el santo Doctor– tanto más hondos deben cavarse los fundamentos, y más aún si se considera que nuestra pobre naturaleza es terreno movedizo, continuamente inseguro. ¿A qué altura queremos elevar el edificio espiritual? Hasta la visión de Dios. Veamos, pues, a qué altura debe elevarse este edificio, qué sublime finalidad debemos procurar; mas no olvidemos que sólo llegaremos a ella por medio de la humildad» [Sermo 10 de Verbis Domini].