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Realizada esta santa destrucción, el Señor no pone límites a sus gracias, porque el reino de Dios se ha prometido a los «pobres de espíritu». Este reino está ante todo en nosotros; se establece en nosotros en la medida en que nos despojamos de toda criatura y de nosotros mismos. Nuestra vida espiritual consiste por entero en la imitación de Jesucristo. Siendo el Verbo Hijo de Dios procede enteramente del Padre, vive en Él y por Él: «Yo vivo por el Padre» (Jn 6,58). Tal es en suma la vida de Jesús, Verbo encarnado. Proporcionalmente lo mismo acaecerá en nosotros: cuanto más nuestra vida proceda de Dios en sus móviles, cuanto más busque nuestra actividad la fuente de sus inspiraciones en la voluntad de Dios, más se elevará y más sobrenatural llegará a ser nuestra vida.
Una gran abnegación necesitamos para mantener esta disposición de no buscar más que en Dios el principio de nuestro obrar, pues el instinto natural del hombre se empeña en constituirse centro, a no buscar más que en sí mismo, en lo que le es personal, propio, el principio de su vida. Debemos, por el contrario, someter enteramente la vida de nuestra alma al divino beneplácito, a fin de que todos sus movimientos procedan del Espíritu Santo (Rom 8,14).
Pedimos esta gracia todas las mañanas en Prima, al comenzar el día. «Señor, Rey de cielos y tierra, dirige y santifica en este día, rige y gobierna nuestros cuerpos y corazones, nuestros pensamientos, palabras y obras en tu ley, oh Salvador del mundo, que vives y reinas por los siglos de los siglos». Aquí pedimos al Verbo que dirija y domine cuanto hay en nosotros: pensamientos, sentimientos y acciones; todo lo que somos, poseemos y hacemos. Todo cuanto es nuestro vendrá entonces de Dios por Jesucristo mediante su Espíritu, y a Dios volverá.
Sometemos a Jesucristo nuestra persona y todo cuanto tenemos, para que destruya en nosotros cuanto haya de malo, y convierta todo lo bueno al cumplimiento de su voluntad divina. Entonces, todo lo que hagamos será por impulso y acción de su gracia y de su Espíritu; no atenderemos ya a nuestro amor propio, ni a nuestra propia estimación, ni a nuestra propia voluntad al proponernos el motivo de nuestros pensamientos, palabras y obras, sino al amor de la voluntad de Cristo, a la adhesión a su ley: «En tu ley y en las obras de tus manos». Nos habremos despojado de nuestra personalidad para revestirnos de Cristo: «Os revestisteis de Cristo» (Gál 3,27).
En esta unión nuestra con el Verbo subsistirán ciertamente dos personas bien distintas, porque no es más que unión moral; pero podremos esforzamos en someter tan completamente, en el orden de la actividad, nuestra personalidad al Verbo, que esta personalidad acabe en lo posible por desaparecer y por dejar al Verbo toda la iniciativa de nuestra vida.
En la misma oración encontramos el principio que la justifica: es que el Verbo es Rey de los cielos y tierra; «que vive y reina en cuanto Dios». Cristo vive únicamente allí donde reina, porque es Rey por esencia; vive en nosotros en el grado en que domina todo lo que hay en nosotros, en cuanto gobierna nuestras facultades e impulsa nuestra actividad. Cuando todo en nosotros viene de Él, esto es, cuando pensamos sólo como Él, y queremos sólo como Él, y obramos únicamente según su beneplácito, y todo lo sometemos a su dominio, entonces reina en nosotros. Lo que es propio y personal en nosotros desaparece ante el pensamiento y el querer del Verbo.
Este dominio de Cristo debe ser total: lo repetimos muchas veces al día: Adveniat regnum tuum. ¡Venga, Señor, el día en que reines enteramente en mí; en que ningún móvil propio intercepte ya tu dominio; en que viva, como tú, entregado completamente al Padre; en que ninguna inspiración propia impida en mí la acción de tu Espíritu!
Aquel día nos habremos despojado, tanto como dependa de nosotros, de nuestra propia personalidad, sometiéndola, lo mejor que sepamos, al reino de Cristo: Él lo será todo para nosotros en todas las cosas (1 Cor 15,28). Moralmente nada tendremos como propio, todo le pertenecerá, todo le estará sometido, consagrado: seremos verdaderamente «pobres de espíritu». ¿A quiénes llama el Señor «pobres de espíritu»? (Mt 5,3). A los que nada poseen en la mente, en el corazón, en la voluntad; a los que le dicen: «Yo no quiero tener nada que no pertenezca a Dios; no quiero hacer sino lo que Tú, como Verbo, has determinado acerca de mí desde la eternidad: realizar el ideal divino que de mí te has formado». Estos tales podrán decir como san Pablo: «Yo vivo, mas ya no yo, porque es Cristo quien vive en mi» (Gál 2,20).
Pero para que se diga verdaderamente, conviene emplear heroicamente los mismos medios empleados por el Apóstol. San Pablo no llegó en un solo día a esta unión consumada, porque tenía una personalidad extraordinariamente poderosa. Para matar en sí mismo lo que era contrario a la vida de Cristo, y dejar campo libre a la acción del Espíritu Santo, tuvo que imponerse una larga serie de inmolaciones.
He aquí la perfección llegada a su término. El día de la profesión renunciamos a los móviles principales, por los cuales obra el hombre: el dinero, el amor, la independencia; estamos en las mejores condiciones para que nos inunde la vida divina. Esforcémonos, pues, en despojarnos tan profundamente como podamos, no sólo de las cosas creadas, sino, en el terreno de las actividades, de nuestra misma personalidad. Esforcémonos, por la oración y por la mirada fija en nuestro modelo, en obrar siempre por motivos sobrenaturales, para que el nombre del Padre sea santificado, y venga a nos su reino, y se cumpla su voluntad: entonces nuestra vida será divinizada.
Entonces también nuestra vida entera, por su retorno a Dios, se habrá convertido en una especie de alabanza incesante, extremadamente agradable al Padre. Iluminados, inspirados, movidos por su Verbo y su Espíritu («movidos por el Espíritu de Dios» Rom 8,14), podremos decir: «El Señor me gobierna», y añadir en seguida con el Salmista: «Nada me faltará» (Sal 22,1). Porque el Padre, no descubriendo en nosotros más que lo que viene de Él, de la gracia de su Hijo, de las inspiraciones de su Espíritu; viéndonos unidos en todo al Hijo, como Él desea, nos abrazará con la misma complacencia con que abraza a su propio Hijo y nos colmará de los tesoros inexhaustos de su reino. Nuestra labor habrá consistido en despojarnos de nosotros mismos, para dejarnos conducir a Dios por Jesucristo. Jesús nos conducirá entonces cerca del Padre: «Al seno del Padre» (Jn 1,18), porque es esencial al Hijo «ser del Padre»; y todo lo que es suyo es también del Padre: «Todo lo mío es tuyo».
Participaremos también, a título de herencia, de las bendiciones de que es colmado el Hijo: «Tú eres quien me das mi herencia» [Pontifical romano, Ordo ad faciendum clericum]. Dios abandona a la vacuidad de sus pretendidas riquezas a los que se estiman poseedores y confían en sí mismos; por el contrario, colma de beneficios al indigente que todo lo espera de Él: «A los necesitados llenó de bienes, y a los ricos los despachó vacíos» (Lc 1,53).