fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

3. El ejercicio de la pobreza, inseparable de la virtud de la esperanza

Mas volvamos a la pobreza individual, que el monje debe practicar tan rigurosamente, para mejor penetrarnos de su espíritu. No la entenderíamos bien si la limitáramos al desprendimiento material. Hay ricos que tienen tal desasimiento de las riquezas, que, como dice san Pablo, «usan de las riquezas como si no las tuvieran» (1 Cor 7,31); en medio de sus riquezas su corazón está libre; son, por tanto, también ellos del número de aquellos pobres de espíritu a quienes se ha prometido el reino de los cielos.
Pero también hay pobres que ambicionan riquezas y están apegados a lo poco que tienen; su pobreza es solamente material. No tienen la virtud de su estado, porque «el reino celestial está en el corazón» (Lc 17, 21); dentro del corazón es donde se perfecciona y se manifiesta la virtud de la pobreza; se puede ser pobre aun vistiéndose regiamente. El hombre perfectamente pobre está dispuesto a no buscar más que a Dios; y éste es, no lo olvidemos, el objeto que nos señala san Benito: «buscar a Dios con corazón sincero, buscarle a Él únicamente» (RB 58).
Ahora bien, la virtud de la pobreza es prácticamente inseparable de la esperanza en su forma más sublime. ¿Qué es, en efecto, la esperanza? Es un hábito sobrenatural que inclina al alma a considerar a Dios como su único tesoro y a esperar de Él todas las gracias necesarias para llegar a la posesión de este sumo Bien: «Tú eres, Señor, mi herencia» (Sal 15,5). Cuando el alma tiene una fe viva, comprende que Dios supera infinitamente a todos los bienes creados; como dice san Gregorio, hablando de san Benito, «toda criatura parece mezquina, contemplando al Criador» [Diálog., l. II, cap. 35].
La fe nos muestra en la posesión perfecta de Dios la perla preciosa del Evangelio (Mt 13,46); para adquirirla, de todo nos desprendemos, todo lo vendemos en homenaje a la Bondad y Belleza divinas. La fe tiene como fruto la esperanza. El alma está de tal suerte enamorada de Dios, que lo prefiere a cualquier otro bien, de tal manera que el estar privada de todas las otras cosas fuera de Dios no la pone inquieta. «Mi Dios y todas mis cosas» [San Francisco de Asís]: Dios mío, lo eres todo para mí, hasta el punto de que nada necesito fuera de Ti; no quiero más que a Ti; consideraría insoportable tener que poner en cualquiera otra cosa mi corazón, ya que Tú me bastas; porque, «¿qué puedo ansiar en el cielo y en la tierra poseyéndote a Ti?» «Eres el Dios de mi corazón y mi herencia por toda la eternidad» (Sal 72,25-26).
Como san Pablo, el alma reputa los bienes terrenales «como basura», «para ganar a Cristo» (Flp 3,8); no se aficiona a los dones de Dios, por más que pueda pedirlos, no por sí mismos, sino como ayuda de su progreso; ni a los consuelos celestiales, aunque Dios no la priva nunca definitivamente de la suavidad en su servicio: aspira exclusivamente a Dios.
He ahí por qué se despoja, se despega de todo para sentirse más libre; y si se mantiene fiel en no buscar más que a Dios y en no cifrar sino en Él su felicidad, incluso cuando Dios se esconde y se hace esperar; cuando la deja sumida en las arideces y el abandono; cuando no se da a ella más que en su nuda divinidad, para desprenderla, no sólo de la tierra, sino también de sí misma, puede estar segura de que hallará a ese Dios que aventaja a todos los bienes, para gozar de Él en plena paz, sin temor a perderlo jamás: «Vende lo que tienes… y tendrás un tesoro en el cielo» (Mc 10,21).
La esperanza produce otro efecto: nos inclina a esperar de Dios todo lo necesario para nuestra santificación. La profesión monástica, como hemos dicho, es un contrato. Si, después de haberlo abandonado todo por Jesucristo, mantenemos nuestra promesa, Cristo se obliga, si así puedo expresarme, a conducirnos a la perfección. Se ha comprometido Él mismo: «¿Queréis ser perfectos? –nos dice– Id, vended vuestros bienes y venid» (Mc 10,21). Dios es Padre, nos dice el mismo Señor: «si un hijo pide pan a su padre, ¿le alargará una serpiente? Si vosotros, añade Jesús, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto mejor vuestro Padre que está en los cielos os concederá los bienes que necesitáis? » (Mt 7,9.11).
¡Cuánta verdad no encierran estas palabras! San Pablo nos dice que la ternura, como la autoridad de los padres de este mundo, tiene su origen en el corazón de Dios (Ef 3,15). «Todo don perfecto –escribe el apóstol Santiago– viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17), el cual nos ama, dice nuestro Señor, porque no queremos sino unirnos a su Hijo: «El Padre os ama, porque me habéis amado» (Jn 17,27). Y si el Padre celestial nos ama, ¿qué podrá negarnos? «Cuando éramos sus enemigos, nos reconcilió con Él, por medio de la muerte de su Hijo, que nos entregó para que fuese nuestra salvación» (cfr. Rom 5,10). Y concluye san Pablo: «¿Cómo no lo obtendremos todo en esta dádiva? No puede menos de darnos con Él todas las cosas» (Rom 8,32).
Todo lo que podemos desear para nuestra perfección y santidad lo encontraremos en Jesucristo: «En Él están depositados todos los tesoros de la divinidad» (Col 2,3). Es voluntad cierta del Padre eterno que su hijo amado sea nuestra redención, nuestra justicia, nuestra santificación (1 Cor 1,30): que todos sus méritos, que todas sus satisfacciones, de valor infinito, sean nuestras: Habéis sido enriquecidos en Cristo, exclamaba san Pablo, «de modo que en Él no os falte gracia ninguna» (1 Cor 1,7).
¡Oh, «si conociéramos el don de Dios!» (Jn 4,10.). Si supiéramos qué riquezas inagotables podemos poseer en Jesucristo; no sólo no mendigaríamos la felicidad a los bienes caducos, sino hasta nos desprenderíamos de ellos lo más posible, deseosos de aumentar la capacidad de nuestra alma para poseer los verdaderos tesoros. Miraríamos de no aficionarnos a la más pequeña cosa que pudiera mantenernos lejos de Dios.
Esto es lo que asegura y hace invencible nuestra esperanza: cuando nuestro corazón está verdaderamente desasido de todo; cuando no coloca su felicidad más que en Dios; cuando por su amor se desprende de la criatura para esperarlo todo de Él, entonces Dios se muestra generoso con nosotros; nos llena de sí mismo: «Yo soy tu recompensa grande sobre manera» (Gén 15,1). Yo, que soy tu Dios, no dejaré a otro el cuidado de saciar tu sed de felicidad.