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Cualesquiera que sean nuestras mortificaciones, corporales o espirituales, tanto si castigan al cuerpo como si cohíben las tendencias desordenadas del alma, no son para nosotros más que un medio. En algunos institutos, los ejercicios de penitencia y expiación preponderan y son el fin del instituto, el cual tiene en la Iglesia una misión especial, su función propia en el cuerpo místico, porque la diversidad de funciones de que habla san Pablo, existe lo mismo para las órdenes religiosas que para los individuos. Las almas que profesan en estos institutos son verdaderas «víctimas»; su vida de continua inmolación les comunica un carácter particular, un esplendor especial. ¡Felices las almas a quienes Dios llama a vivir sólo de la cruz! Esta es para ellas fuente de gracias extraordinarias.
El espíritu benedictino tiende más bien a formar cristianos que practiquen en alto grado todas las virtudes, pero sin cultivar con preferencia una de un modo especial. Nuestro Patriarca en esto se separa de algunas teorías comúnmente aceptadas por los Padres del yermo y por la ascética oriental acerca de las prácticas aflictivas. Sin despreciar, como acabamos de ver, la mortificación externa, todos los esfuerzos de su ascesis los hace converger sobre la humildad y la obediencia. De ellas principalmente hace depender la destrucción del «hombre viejo», necesaria para la unión del alma con Dios (Cfr. Rom 6,6 ). [Cfr. D. G. Morin, El Ideal monástico, cap. III, Hacer Penitencia, que caracteriza perfectamente el método de san Benito en este particular].
Finalmente debemos persuadirnos bien –sobre todo por lo que atañe a la mortificación externa– que, aunque la renuncia de sí mismo es un medio indispensable, las diversas prácticas aflictivas con que se ejercita no tienen en sí mismas, en el plan propio del cristianismo, ningún valor. Su valor les viene de la unión, por la fe y el amor, a los sufrimientos y expiación de Jesucristo.
El divino Salvador bajó a la tierra para enseñarnos cómo debemos vivir para agradar al Padre; es el perfecto modelo de toda perfección. Ahora bien; el Evangelio nos dice que comía lo que le presentaban, sin distinción, de tal manera que los fariseos se escandalizaban. Y ¿qué responde el Señor? «Lo que mancha al hombre no es lo que entra por la boca, sino los malos pensamientos y deseos perversos que salen del corazón» (Mt 15,2). No hagamos, pues, consistir la perfección en la mortificación exterior, por extraordinaria que sea, considerada en sí misma. Lo que más nos importa es que nos entreguemos a la mortificación y sobrellevemos nuestros sacrificios por amor de Jesucristo, como una participación de su sacratísima pasión.
«La verdadera perfección, la verdadera santidad –dice el venerable Ludovico Blosio, heredero en este punto de las mejores tradiciones benedictinas– no consiste en maceraciones espantosas, en el uso inmoderado de instrumentos de penitencia, sino en la mortificación de la voluntad propia y de los vicios, así como en la verdadera humildad y en la verdadera caridad» (Espejo del alma religiosa, cap. VII, 3).
[Santa Catalina, en su Diálogo, refiere lo que la enseñó el Padre celestial: «Aquellos que se alimentan en la mesa de la penitencia son buenos y perfectos, si su penitencia va acompañada del conveniente discernimiento… con gran humildad, con constante aplicación a juzgar, no según la voluntad de los hombres, sino según la mía. Si no estuvieran revestidos totalmente de mi voluntad mediante una verdadera humildad, obstaculizarían con frecuencia su perfección, haciéndose jueces de los que no siguen los mismos caminos. Y ¿sabes por qué llegarían a este punto? Por haber puesto su celo y su deseo más en mortificar su cuerpo que en destruir la voluntad propia» (Diálogo, Apéndice sobre el don del discernimiento). Véase todo el capítulo VII, por las luces divinas que arroja sobre este punto de tanta importancia].
La vida muy austera es una cosa excelente, cuando se junta a estas disposiciones fundamentales, mas no todos pueden soportarla; mientras que todos podemos llevar una vida santa y verdaderamente mortificada, si ofrecemos «a Dios Padre constantemente los ayunos, las vigilias, las tribulaciones y la crudelísima pasión de Cristo» (Espejo del alma religiosa, cap. VII, 3), y cumplimos lo poco que hacemos en unión de estos mismos sufrimientos del Salvador y en honor de su constante y total sumisión a la voluntad de su Padre.
El que sabe ofrecer a Dios la total sumisión de su propia voluntad, a ejemplo del Salvador, tiene «un alma verdaderamente abnegada y mortificada semejante a un racimo de uvas, fresco y delicioso; mas el que no se renuncia a sí mismo es para Dios como un fruto verde, áspero y agraz» (L’institution spirituelle). [Todo el precedente pasaje está tomado del artículo de Dom Puniet, Le place du Christ dans la doctrine spirituelle de Louis de Blois. (La vie Spirituelle, agosto 1929)].
Este pensamiento es uno de los más fecundos porque nos sostiene en nuestra abnegación. Pensemos durante el día en nuestra santa misa de la mañana; en ella nos hemos unido a la inmolación de Jesús, colocándonos con la víctima sobre el altar; aceptemos, pues, generosamente los dolores, las contrariedades, el peso del día y del calor, las dificultades y renuncias anejas a la vida común; y así prácticamente viviremos el espíritu de la misa. ¿No es por ventura nuestro corazón un altar desde el cual debe constantemente subir hasta Dios el incienso del sacrificio, de la sumisión a sus adorables designios? ¿Qué altar más agradable al Señor que el de un corazón amoroso, que incesantemente se ofrece a Él? Porque nosotros podemos siempre inmolarnos en este altar y ofrecernos por su gloria y el bien de las almas, en unión con su Hijo muy amado.
Nuestro Señor enseñó esto mismo a santa Matilde. Un día, cuando creía que su enfermedad la convertía en inútil y que eran infructuosos sus padecimientos, el Señor le dijo: «Deposita en mi Corazón todos tus pesares y Yo les daré la perfección más absoluta que puede obtener el sufrimiento. Así como mi divinidad atrajo a sí los sufrimientos de mi humanidad y los hizo suyos, también incorporaré tus penas a mi divinidad, las uniré a mi pasión y te haré participante de la gloria que Dios Padre dio a mi Humanidad por los dolores sufridos. Confía al amor todos tus dolores, diciendo: Oh amor, yo los ofrezco con la misma intención que Tú has tenido en traérmelos de parte del Corazón de Dios, y te pido que se los devuelvas perfeccionados por la gratitud más grande» …
«Mi pasión –añadía Cristo– ha reportado frutos infinitos al cielo y a la tierra: tus penas y tribulaciones, unidas a mi pasión, serán tan fructíferas, que darán mayor gloria a los elegidos, a los justos nuevos méritos, a los pecadores perdón, y a las almas del purgatorio el alivio de sus penas. ¿Qué cosa hay que no pueda ser mejorada por mi Corazón divino, ya que todo bien en el cielo y en la tierra proviene de la bondad de mi Corazón?» (El libro de la gracia especial, 2ª parte, cap. XXXVI, y 3ª parte, cap. XXXVI).
Esta es la verdadera doctrina sobre el particular. Dios es el primer autor de nuestra santidad, el origen de nuestra perfección; pero es necesario que nosotros apartemos los obstáculos que obstruyen su acción; es menester que abominemos del pecado, de las tendencias perversas que derivan de él; conviene romper con la criatura en cuanto nos impide ir a Dios. El que no quiere someterse a esta ley de la mortificación; el que busca en todo sus comodidades y rehúye todo lo posible la cruz y el sufrimiento, que no se amolda a todas las observancias, éste nunca llegará a la unión íntima con Jesucristo, unión que vale bien las fatigas, trabajos y constantes renuncias que uno puede imponerse. Encontraremos plenamente a Dios cuando desbrocemos el camino de todos los estorbos, cuando hayamos destruido lo que en nosotros le desagrada.
San Gregorio, en un pasaje que evidentemente alude a las primeras líneas del Prólogo de la Regla, dice: «Nos alejamos de Dios al aficionarnos a nosotros mismos y a las criaturas: “para volver a Él”, debemos aficionarnos a Cristo crucificado; debemos llevar la cruz con Él en el camino de la compunción, de la humildad, de la obediencia, del olvido de nosotros mismos».
[«Nuestra patria es el cielo, al cual, después de haber conocido a Jesús, se nos prohíbe volver por el mismo camino por el que hemos venido. Nos hemos apartado de nuestra patria por el orgullo, por la desobediencia, por el amor de las cosas visibles, por comer los manjares prohibidos; menester es, pues, que volvamos a ella por las lágrimas, por la obediencia, por el desprecio de las cosas visibles, por la mortificación de los apetitos carnales» (Homil. X in Evang.) Léase este pasaje en la octava de la Epifanía, como interpretación acomodaticia de la expresión «regresaron por otro camino», acerca de los Magos]. Llegaremos al triunfo de la resurrección y de la ascensión por los dolores del Calvario, por la amargura de la cruz. «¿No era conveniente que Cristo padeciese y así entrase en su gloria?» (Lc 24,26).
Terminaremos esta materia con las palabras de nuestro gran Patriarca al fin del Prólogo: «Participemos de la pasión de Cristo por la paciencia, para merecer unirnos a Él en su reino». Las mortificaciones, las privaciones no son duraderas: la vida que mantienen y defienden, en cambio, es eterna. Es verdad que acá en la tierra, donde vivimos de la fe, no vislumbramos los esplendores de esta vida: «Vuestra vida está oculta» (Col 3,3); pero brillará sin fin en la luz celestial, donde no hay tinieblas, como no habrá llanto ni dolor, porque Dios enjugará las lágrimas de sus siervos, los sentará a su mesa «y embriagará a sus elegidos con el torrente inagotable de sus puros goces» (Sal 35,9).
Entonces tendrá pleno cumplimiento el canto que la Iglesia, Esposa de Jesucristo, nos aplica el día de nuestra profesión religiosa. En aquella hora decisiva que consagraba la llamada divina, el abad nos mostró la Regla y el camino de renuncia por el que se va a Dios. Nosotros escogimos este camino y aceptamos trabajar la tierra de nuestra alma para hacer germinar en ella las virtudes celestiales en medio de espinas y abrojos. «Los que sembraron con dolor recogerán con alegría. Ahora cavan el surco con el sudor de su frente y riegan con lágrimas las semillas que sembraron. Día vendrá de desbordante alegría en que llevarán al Padre de familia los tesoros de su cosecha» (Sal 125,5.6).