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2. Cómo se ejercita la renuncia: mortificaciones impuestas por la Iglesia

Reconocida la necesidad de la mortificación, debemos ahora saber cómo conviene practicarla; y en primer lugar, valuar los diferentes actos de abnegación que se nos proponen. Establezcamos una gradación: ante todo, las mortificaciones impuestas por la Iglesia; después aquellas prescritas por la Regla, o inherentes a la práctica diaria de la vida monástica; finalmente, aquellas que escogemos nosotros mismos o Dios nos envía.
Empecemos por las mortificaciones impuestas por la Iglesia. San Pablo escribe en una de sus epístolas estas palabras, extrañas a primera vista: «Yo suplo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24). ¿Qué pretende decir con esto? ¿Faltó algo en los sufrimientos de Cristo? No; ya sabemos que en sí mismos son infinitos; infinitos en intensidad, porque los padecimientos del Señor inundaron su alma como un torrente que todo lo arrastra; de infinito valor, porque eran padecimientos de una persona divina. Además, habiendo Jesucristo muerto por todos, convirtióse por su pasión en «propiciación por todos los pecados del mundo entero» (1 Jn 2,2).
¿Qué pueden significar, pues, las palabras del Apóstol? Nos lo explica san Agustín. Para entender el misterio de Cristo conviene no separarlo de su cuerpo místico, la Iglesia. Cristo no es total, según la expresión del gran Doctor, si lo separamos de la Iglesia, porque Él es cabeza de la Iglesia y ella es su cuerpo místico. Jesús expió como cabeza: sus miembros deben tomar la parte que les corresponde: «Fueron cumplidos los sufrimientos en la cabeza; quedaban empero los padecimientos del cuerpo» [San Agustin, Enarrat. in Ps 86, 5].
Así como Dios había decidido que Jesucristo padeciese multitud de sufrimientos y expiaciones para satisfacer a la justicia y demostrar el exceso de su amor, de la misma manera determinó para la Iglesia, a la que san Pablo llama unas veces místico cuerpo de Cristo y otras Esposa, una parte de padecimientos, repartidos entre sus miembros de modo que cada uno cooperase a la expiación de Jesús, sufriendo, ya por las propias culpas, ya por las de otros, como el divino Maestro que padeció por todos. El alma que ama de veras a nuestro Señor desea ofrecerle sus propias mortificaciones como una prueba de amor a su cuerpo místico. Así se explican «las extravagancias» de los santos, ese afán de cooperar a la expiación por el mundo, la sed de padecimientos que caracteriza a casi todos, al querer «completar en sí mismos lo que falta a la pasión de su divino Maestro».
Debía la Iglesia naturalmente intervenir, como legisladora, en esta obra de expiación que incumbe solidariamente a todos. Ella ha establecido para sus hijos algunas mortificaciones que comprenden principalmente la observancia de la Cuaresma, de los viernes, cuatro Témporas y vigilias. Un alma poco instruida podrá anteponer a éstas sus propias mortificaciones; pero no cabe duda que son más gratas a Dios y más saludables las expiaciones impuestas por la Iglesia. Y la razón es clara. Nuestras mortificaciones valen sólo en cuanto van unidas por la fe y el amor a los sufrimientos y a los méritos de Jesucristo, sin el cual nada podemos hacer.
Ahora bien: ¿Quién más unido a Cristo que la Iglesia, su Esposa? Las mortificaciones que establece son suyas propias; las adopta y oficialmente las ofrece a Dios en calidad de Esposa de Jesucristo. Vienen, pues, a ser como una continuación de las expiaciones del Señor y, presentadas por la Iglesia, son en extremo agradables a Dios, que ve en ellas la más íntima y eficaz participación que las almas pueden tener en la pasión de su Hijo muy amado. Todo lo que ofrece la Iglesia, Esposa de Jesús, no puede menos de agradar mucho al Padre eterno.
Además, estas mortificaciones nos son harto saludables. Al principio de la Cuaresma nos advierte la Iglesia «que ha sido instituida tanto para el bien del alma como del cuerpo» [Colecta del Sábado después de Ceniza].
Recordemos que en el curso de la santa Cuaresma la Iglesia ruega todos los días por las almas que se someten a estas expiaciones; pide constantemente que sean gratas a Dios y aceptables: «que sean fructíferas, y que les comunique la virtud de hacerlas con la devoción que conviene a un discípulo de Cristo, con una devoción que nada pueda turbar» [Colecta del Miércoles de Ceniza].
Esta incesante oración de la Iglesia por nosotros es poderosa ante Dios, y es fuente de bendiciones celestiales que fecundan nuestras mortificaciones.
Si queremos, pues, «pertenecer a Cristo», como dice san Pablo, aceptemos con gran fe y generosidad estas mortificaciones «de la Iglesia»; son ellas a los ojos de Dios de un valor expiatorio mayor que cualquier otra práctica aflictiva.
A nadie debe extrañar, por tanto, que san Benito, heredero de la piedad de los primeros tiempos, dedique un largo capítulo de su Regla a la observancia de la Cuaresma. Quiere que durante este tiempo, más allá de los ayunos y abstinencias que deben practicarse, «llevemos una vida pura y reparemos en estos santos días las negligencias de todo el año» (RB 49). «Lo haremos dignamente –añade– si evitamos toda culpa y nos damos a la oración con llanto, a las santas lecturas, a la compunción de corazón y a la abstinencia». Ved cómo a la mortificación aflictiva del cuerpo san Benito une la mortificación interior y el sentimiento de compunción, que es verdaderamente una no interrumpida voluntad de hacer penitencia.