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Otro fruto, y de los más preciosos, del espíritu de compunción, es el fortalecernos contra las tentaciones. Fomentando en nosotros el odio al pecado, la contrición nos pone en guardia contra los amagos del enemigo.
Y porque la tentación tiene un papel tan importante en la vida espiritual, conviene hablar de ella; veremos además que para resistirla nos suministra la compunción una de las más necesarias y eficaces armas.
Se imaginan algunos que la vida interior es un fácil ascender, cómodo y sin sacudidas, por un camino sembrado de flores. Sabemos que generalmente no es así, por más que Dios, dispensador magnánimo de sus dones, pueda llevarnos a Él por los caminos que más le plazca. Ha tiempo que en la Sagrada Escritura se ha escrito: «Hijo mío, si te quieres consagrar al servicio de Dios –y a esto venimos al monasterio, escuela donde se enseña a servir al Señor (RB, pról.)–, prepárate para la tentación» (Eclo 2,1). De hecho, nosotros, en las condiciones presentes de nuestra naturaleza, no podemos encontrar plenamente a Dios sin ser zarandeados por la tentación; y más arrecia el enemigo sus combates contra los que más buscan sinceramente al Señor y tratan de plasmar con más perfección la imagen de Jesucristo.
Pero se dirá que, siendo la tentación un peligro para el alma, sería mucho mejor no sufrirla. Nos sentimos naturalmente llevados a envidiar la suerte del que no fuera nunca tentado. Feliz él, diremos con una sincera exclamación. Tal es, quizá, en efecto, el parecer de la humana sabiduría, pero Dios nos dice lo contrario: «Dichoso el hombre que es tentado» (Sant 1,12). ¿Por qué el Espíritu Santo lo proclama feliz, cuando nosotros lo juzgamos desdichado? Porque el ángel decía a Tobías: «Ya que eres grato a Dios, convenía que la tentación te probase» (Tob 12,13). ¿Será acaso por la tentación en sí misma? No, por cierto, sino porque Dios quiere aquilatar nuestra fidelidad; sostenida por la gracia, esta fidelidad se fortifica con la lucha, y obtenemos por su victoria la corona de la vida (Sant 1,12).
Las tentaciones sufridas pacientemente son fuente de méritos para el alma, y ocasión de gloria para Dios; porque el que responde con constancia a la prueba acredita la potencia de la gracia: «Te basta mi gracia; mi poder se manifiesta en tu debilidad» (2 Cor 12,9). Dios reclama de nosotros este homenaje y esta gloria. Miremos al santo Job. La Escritura nos dice que el Señor se ufanaba de la perfección de este justo. «Un día –dice el sagrado texto, dramatizando la escena– el demonio compareció ante Dios, que le dijo: «¿De dónde vienes?» «De darme un paseo por el mundo», contestó él. Y el Señor: « ¿Te has fijado en mi siervo Job, que no tiene semejante en la tierra en sencillez, rectitud, temor de Dios, y bondad de obras?» Satanás contestó con desenfado: «Valiente mérito el de un hombre al que todo le va bien, y le sonríe la fortuna; pero retírale tu protección, hazle sentir la escasez y verás cómo te maldice» (Job 1,7-11).
Dios permite al demonio que ejerza su maligna influencia en sus bienes, en su familia y en su misma persona; helo aquí despojado de todo, cubierto de lepra, abandonado en un estercolero y, por colmo de desdicha, obligado a sufrir los escarnios de su mujer y sus amigos, que le incitan a blasfemar de Dios. Pero Job se mantiene fiel al Señor, con una constancia firme e invencible: ni un ademán de rebeldía en su corazón, ni la menor queja asoma a sus labios; sólo la sumisión y la resignación le arrancan estas palabras: «El Señor me lo dio, y el Señor me lo quitó; sea por siempre su nombre bendito… Si de Él recibimos los bienes, ¿por qué también no hemos de aceptar de su manó los males? » (Job 1,21; 2,10). ¡Qué constancia tan heroica! ¡Qué gloria no da a Dios bendiciéndole en medio de sus miserias! Sabemos también que Dios, tras la prueba, le acrecentó las riquezas; la tentación no sirvió más que para realzar la fidelidad de Job.
La tentación realiza, además, en ciertas almas un trabajo que nada puede reemplazar. Las hay rectas, sí, pero envanecidas, que no llegarán a la divina unión sino después de ser humilladas, abatidas. Bien les vendrá conocer palpablemente el abismo de su propia flaqueza y cómo experimentar la absoluta dependencia que tienen de Dios, para que aprendan a desconfiar de sí mismas. Sólo la tentación les manifiesta su impotencia; cuando se ven sacudidas por ella experimentan la necesidad de humillarse, porque se sienten al borde del abismo y no tienen más remedio que pedir angustiosamente el auxilio divino; ésa es la hora de la gracia. La tentación mantiene a estas almas vigilantes acerca de su debilidad, y las conserva en un constante espíritu de dependencia de Dios; para ellas es la mejor escuela de humildad.
Para otras almas la tentación es un revulsivo contra la tibieza: sin ella caerían en la indolencia espiritual; la tentación es un estímulo que mediante la lucha aviva el amor y da a la fidelidad ocasión de manifestarse. Tenemos el ejemplo de los Apóstoles en el huerto de Getsemaní. Aun cuando de antemano les había advertido el divino Maestro que velasen y orasen, se abandonan al sueño; no sintiendo el peligro, se dejan sorprender por los enemigos de Jesús y huyen abandonándolo. ¡Cuán diferente proceder habían observado cuando en el lago luchaban contra la tempestad! Ante el peligro que les amenazaba corrieron a despertar al Maestro con el grito de angustia: «Sálvanos, Señor, que perecemos» (Mt 8, 25).
Finalmente la tentación es un gran medio de adquirir experiencia. Ésta es un precioso fruto de la misma, porque por la tentación nos hacemos aptos para ayudar a los que vienen a nosotros en demanda de auxilio. ¿Cómo podríamos ayudar eficazmente a las almas probadas, si nosotros mismos no hubiéramos pasado por parecidas pruebas? San Pablo dice de Jesucristo que «quiso experimentar todas nuestras flaquezas, excepto el pecado (Heb 4, 15), para mejor compadecer nuestras debilidades» (Heb 2, 18).
No nos amilanemos, pues, en la tentación, por frecuente y violenta que sea. Es una prueba, y Dios la permite para nuestro bien. Por fuerte que sea, no es un pecado mientras no nos expongamos voluntariamente a sus instigaciones y no consintamos en ella. Sentiremos tal vez su atractivo, su deleite; pero mientras la voluntad no ceda estemos tranquilos, porque Jesucristo está con nosotros y en nosotros. ¿Y quién más fuerte que Él?