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3. Lejos de ser incompatible con la confianza y gozo en Dios, la compunción los reafirma

Nadie dudará de que tales sentimientos de compunción prescritos por la Iglesia para la misa, sean oportunos en ella; pero podrá ocurrírsenos, tal vez, que hay que reservarlos para los momentos en que se renueve el sacrificio de la cruz o se reciben los sacramentos, es decir, para la liturgia. ¿Deberemos, pues, considerarlos en los momentos ordinarios de la vida interior, como piadosas exageraciones, hipérboles o maneras de obrar excesivas? ¡Ah, no, por cierto!
He aquí lo que san Juan en su epístola, divinamente inspirada, dice: «El que afirma que no tiene pecado se engaña a sí mismo y no dice verdad» (1 Jn 1,8). Para las almas grandes y santas esta confesión es sincera, clara y diáfana, porque cuanto más se allegan a Dios, sol de justicia y santidad inmaculada, tanto más reconocen las manchas que las deslustran. El divino resplandor de que están bañadas pone de manifiesto, por singular contraste, las mínimas faltas, los defectos más insignificantes; su mirada interior purificada por la fe y el amor penetra más profundamente en las perfecciones divinas, y así comprenden mejor la bajeza de su ser y el abismo que las separa de lo infinito.
[«Delante de Dios y de sus perfecciones cada uno se reconoce a sí mismo y sus propias miserias; en el esplendor de su inmensa luz descubrimos nuestras sombras» (Dom Fustigière, La liturgie catholique, pág. 101)]. La más íntima unión con Cristo da a los santos un vivo y claro sentimiento de los sufrimientos que sobrellevó Jesucristo por la expiación del pecado; y por el conocimiento más elevado de la vida de la gracia, conciben mejor el horror de la ofensa hecha al Padre celestial, del desprecio de la pasión de Cristo y de la injuriosa resistencia al Espíritu Santo.
Se comprende, pues, que el haber ofendido a Dios, aunque haya sido una sola vez, debe conmover íntima y profundamente a estas almas. Su habitual actitud de pesadumbre y aborrecimiento del pecado demuestra una constante y sobrenatural delicadeza que agrada mucho a Dios y les atrae la misericordia infinita.
Por otra parte, el estado del alma de que vamos hablando, en manera alguna está en contradicción con la confianza y el gozo espiritual, con las efusiones de amor y la complacencia en Dios. San Agustín, san Benito, san Gregorio, san Bernardo, santa Gertrudis, santa Catalina de Siena, santa Teresa, todas estas almas, saturadas del espíritu de compunción, ¿no rebosaban al mismo tiempo de amor divino y gozaban las dulzuras del Espíritu Santo? ¿No habían llegado a un sublime grado de unión con Dios?
El amor y el gozo, lejos de encontrar un obstáculo en la actitud habitual de arrepentimiento que constituye la compunción, se apoyan en ella como en una de sus bases más sólidas, y sus impulsos tienen en ella su punto de arranque. ¿No es éste uno de los frutos más preciosos de esta disposición? ¿Cuál es, en efecto, la fuente principal de que dimana? El recuerdo de la ofensa hecha a Dios, bondad infinita. Por su misma naturaleza la compunción participa de la contrición perfecta, una de las formas más puras y singulares del amor. Excita constantemente la generosidad y dilección, que aspiran a reparar las pasadas culpas con un crecido fervor; inspira al alma la desconfianza en sí misma, pero la vuelve admirablemente dócil a la acción divina, extremadamente atenta a los movimientos del Espíritu; la pone en guardia contra la disipación voluntaria y la ligereza habitual, tan peligrosas para la vida sobrenatural y tan contrarias a nuestro estado religioso.
Nada hay tan peligroso para el alma como una familiaridad de mala ley en nuestras relaciones con el Señor; y la compunción nos libera de ese peligro, porque, como dice el padre Fáber, nos lleva a aprovecharnos mejor de los sacramentos, porque nos mueve a recibirlos con más humildad y arrepentimiento, con más vivo sentimiento de nuestras necesidades. La gracia no da toques en balde a la puerta del alma sobrecogida de este piadoso dolor… La tibieza no se compagina con este santo arrepentimiento, pues son dos tendencias que no pueden subsistir en la misma persona».
A veces la compunción es tan viva y profunda, que viene a ser principio de una vida nueva, llena de amor, consagrada totalmente al servicio de Dios. «Entonces –dice san Gregorio– el alma penitente es más agradable al Señor que otra inocente, pero mecida en una perezosa seguridad» [Reg. Past., III, C. 28. p. L., t. 77, col. 107].
La compunción, como verdadera fuente de humildad y generosidad, induce al alma a aceptar sin reserva la voluntad divina, en cualquier forma que se manifieste, y a pesar de todas las pruebas a que la someta; porque el alma las considera todas como medios de vengar en sí las perfecciones y derechos de Dios que el pecado había desconocido o ultrajado. Por el amor tan gravemente ofendido se somete de buen grado a cualquier contrariedad por dura y penosa qué sea; y en ello encuentra además una fuente inagotable de méritos.
Todos conocemos el episodio de la vida de David cuando, hacia el fin de su reinado, se ve obligado a salir de Jerusalén por la rebelión de Absalón. En su huida se encuentra con Semeí, de la parentela de Saúl, que le arroja piedras al mismo tiempo que le maldice: «Huye, huye, hombre sanguinario, ahora te dan tu merecido.» Uno de los criados de David quiere castigar al insolente; mas el rey le detiene, diciendo: «Déjale; he aquí que el hijo de mis entrañas atenta contra la vida de su padre; y, ¿cómo admirarse de que un extraño me maldiga? Déjale, que Dios lo ha dispuesto así; tal vez el Señor atenderá a mi aflicción y me bendecirá a cambio de esta maldición» (2 Sam 16,5ss). Recordando sus culpas, lleno el corazón de estos sentimientos de compunción de que rebosa el Miserere, el santo rey acepta los ultrajes en expiación de sus pecados.
Este sentimiento es también origen de viva caridad para con el prójimo. Si en nuestros juicios somos severos y exigentes con los otros, si descubrimos con ligereza las faltas de nuestros hermanos, carece nuestra alma del sentimiento de compunción, porque el alma que lo posee ve en sí misma los pecados y debilidades de que adolece, se contempla tal como es delante de Dios, lo cual basta para destruir en ella el espíritu de vanagloria y hacerla indulgente y compasiva con los demás.
No por eso –y repitámoslo una vez más– hemos de creer que el gozo esté ausente de tal alma: todo al contrario. Excitando el amor, avivando la generosidad, fomentando la caridad, la compunción nos purifica más y más, nos hace menos indignos de unirnos a nuestro Señor; nos da seguridad de perdón y confirma la paz del alma. De esta manera no disminuye en nada la alegría espiritual ni el encanto de la virtud.
Así lo certifica san Francisco de Sales, quien, mejor que nadie, ha sabido hablarnos del amor de Dios y del gozo que de él dimana: «A la tristeza que proviene de la verdadera penitencia, más que tristeza debe llamársele disgusto y sentimiento de aborrecimiento del pecado; es una tristeza que no entorpece el espíritu, antes lo vuelve más activo, pronto y diligente; que no deprime el corazón, sino que lo levanta por la oración y la esperanza y estimula en él el fervor; que, en sus mayores amarguras, produce siempre el dulzor de un consuelo incomparable».
Y citando a un antiguo monje, eco fiel de la ascesis de tiempos remotos, añade el gran Doctor: «La tristeza, dice Casiano, que inspira la sólida penitencia y el agradable arrepentimiento del cual no nos arrepentimos jamás, es obediente, afable, humilde, suave, paciente como que proviene de la caridad; de tal manera que todo dolor corporal y toda la contrición del corazón es en cierto modo alegre, animada y vigorizada por la esperanza del provecho» [Práctica del amor de Dios, l. XI, c. 21, 5].
He aquí los naturales frutos de la compunción. Tan lejos está de amilanar al alma, que antes bien la hace más diligente en el servicio divino, lo que es ya un indicio de verdadera devoción. Y así, cuando el alma, al recuerdo de las transgresiones pasadas, recuerdo que debe referirse al hecho de haber ofendido a Dios, no a las circunstancias de la misma ofensa–, se humilla delante de Dios y se sumerge en llamas de contrición que purifiquen el orín que la corroe, cuando se reconoce sinceramente indigna de las gracias divinas: «Apártate de mí, qué soy un pecador» (Lc 5,8), Dios se vuelve a ella con infinita bondad: «No despreciarás, Señor, al corazón contrito y humillado» (Sal 50,19).
Cuando ve un alma que se esfuerza sin cesar en purificarse de sus culpas y con buena voluntad se esmera en reparar las infidelidades cometidas, Dios se inclina hacia ella lleno de misericordia. «Dios –dice san Agustín– atiende más a las lágrimas que al mucho hablar» [Sermón 47 del apéndice. P. L. XXXIX, col. 1838]. Y san Gregorio: «Dios no se hace esperar: con los dones perdurables enjuga nuestras lágrimas momentáneas» [Homil. In Ev., l. II, hom. XXXI, 8. P. L., LXXVI, col. 1232].
Penetrado de estos pensamientos, nuestro bienaventurado Padre quiere que «todos los días confesemos con lágrimas y llanto, en la oración, los excesos que hemos cometido» (RB 4). No dice san Benito, «de vez en cuando», sino «cada día». Y ¿por qué esta recomendación? Porque sabe, y quiere que nosotros lo entendamos así, que si «somos oídos será a causa de esta actitud humilde del alma contrita» (RB 20). El santo Patriarca tenía sus profundas razones al asentar este indiscutible axioma de la ascesis monástica.
[«Quiere san Benito conservar nuestras almas a tono con el Miserere: el estado íntimo de David penitente, pero rebosando confianza en la divina misericordia, ya que David de continuo reasume en los salmos la alternativa entre la contrición y el amor» (Dom Festugière, o. c., págs. 101-102)].