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1. La compunción, medio eficacísimo de evitar el pecado, es un sentimiento habitual de contrición

El pecado mortal es el obstáculo esencial a la unión divina, así como el venial deliberado impide el progreso espiritual: ni uno ni otro se compadecen con la perfección, según es manifiesto.
Por el pecado mortal el alma se desvía enteramente de Dios, y pone su fin en la criatura; su alejamiento de Dios es radical, y su unión con Él queda destruida. Si le sorprende la muerte en este estado, quedará fijada para siempre en este alejamiento de Dios: «Apartaos de mí, malditos» (Mt 25, 41). El Padre celestial no reconoce la imagen de su Hijo en el pecador, y por eso le excluye enteramente de la herencia. El pecado mortal se borra por la contrición perfecta y por el sacramento de la penitencia que aplica al alma los méritos infinitos de Cristo y la purifica de la culpa.
Para el pecado venial no se precisa acudir al sacramento de la penitencia, por más que sea un medio excelente, ya que Jesucristo lo instituyó para remisión de todos los pecados: basta un acto de caridad, una comunión fervorosa, si no hay afecto al pecado. Atendamos bien a esta condición, que es de importancia suma en la vida espiritual.
Cuando se trata de la perfección, conviene distinguir cuidadosamente entre pecados de fragilidad y pecados deliberados. El pecado venial, por sorpresa, que escapa a nuestra debilidad, no nos detiene en la búsqueda de Dios; con nuestra humillación salimos de él, y en él encontramos un estímulo nuevo y más fuerte para amar a Dios. Mas lo contrario sucede –hay que tenerlo muy en cuenta– en el pecado habitual y plenamente deliberado. Si se cometen regularmente faltas veniales deliberadas; si se cae a sangre fría, sin remordimiento, en faltas voluntarias y habituales contra la observancia de la Regla, aunque ésta no obliga bajo pecado, es imposible que el alma que así obra haga verdaderos y constantes progresos en la perfección.
No son, ciertamente, nuestras fragilidades, las flaquezas de alma y cuerpo, las que ponen óbice a la gracia, pues Dios conoce nuestra miseria y el barro de que fuimos formados; lo que paraliza la acción de Dios en nosotros es el aferrarse al propio criterio, al amor propio, la fuente más fecunda de infidelidades y faltas deliberadas. Poco antes de su pasión, el Salvador, contemplando la majestuosa esplendidez de Jerusalén, «llora por ella» (Lc 19, 41) al pensar en su cercana ruina. «¡Qué de veces –exclama– he querido atraerte a mí, a mi Padre, y no quisiste»: et noluisti! (Mt 23,37) Reflexionemos sobre esta palabra: noluisti.
Cuando el Señor encuentra una tal resistencia, siquiera sea en cosas mínimas, parece como impotente para obrar sobre el alma. ¿Y por qué? Porque ésta fomenta en sí hábitos que constituyen y mantienen obstáculos que se oponen a la unión divina. Dios quisiera aproximarse, pero encuentra barreras que impiden la plenitud de su acción: el alma no responde a sus divinas insinuaciones y opone diariamente un «no» a las inspiraciones del Espíritu Santo que la inclina a la obediencia, a la humildad, a la caridad y al desprendimiento de sí misma. ¿Cómo podrá progresar seriamente con estas disposiciones? Imposible de todo punto.
Esta alma, no solamente no se elevará hacia Dios, mas correrá riesgo de caer en graves culpas. Las veniales predisponen a una ruptura completa con Dios, porque quitan vigor a la resistencia contra la tentación, y el Espíritu Santo termina por retirarse cuando se le contrista (Ef 4,30), dice San Pablo, con infidelidades voluntarias; y entonces una simple sacudida bastará para hacerla caer a esta alma en la culpa mortal, como nos enseña la triste experiencia.
Este estado de tibieza es particularmente peligroso cuando proviene de pecados del espíritu, orgullo, desobediencia; establece un muro entre Dios y nosotros; y como Dios es el origen de nuestra perfección, el alma que se sustrae a la acción divina se cierra la puerta a todo progreso.
Para evitar ese estado tan peligroso, nada mejor que la compunción del corazón.
Los que estamos obligados a tender a la perfección debemos considerar este punto como de capital importancia. Si hay tantas almas que no adelantan en el camino del amor de Dios; si abundan, desgraciadamente, las que se acostumbran fácilmente a los pecados veniales y a las infidelidades deliberadas, es porque no están animadas del espíritu de compunción. ¿Qué es, pues, la compunción?
Es una disposición del alma que la mantiene habitualmente en la contrición. Supongamos un alma piadosa que tiene la desgracia de caer en pecado mortal, lo que puede suceder, en el mundo de las almas, donde se dan abismos de flaqueza y excelsitudes de santidad. La misericordia divina le concede la gracia del arrepentimiento, de una confesión sincera y penitente de su pecado; es imposible que caiga en la misma culpa en el momento mismo en que siente tan doloroso pesar.
Miremos al hijo pródigo cuando vuelve a la casa paterna. ¿Le imaginaremos, después de su regreso, con aire desenfadado y presuntuoso, como si siempre hubiera sido un hijo sumiso?: ¡Ah, no! Pero se dirá tal vez: ¿no se lo perdonó todo su padre? Sí, ciertamente: recibióle con los brazos abiertos; no le echó en cara su conducta; no le dijo: «Eres un miserable»; le estrechó contra su corazón. Incluso al padre, la vuelta de este hijo le llenó de alegría hasta el punto de preparar para el pródigo arrepentido un opíparo festín. Todo quedó olvidado, todo perdonado.
Esta conducta del padre del hijo pródigo es la imagen de la misericordia del Padre celestial. Ahora bien, ¿cuáles serían los sentimientos del hijo perdonado y la actitud que observaría en adelante? No lo dudemos; serían los mismos que le animaban cuando arrepentido se arrojó a los pies de su padre. «Padre, pequé contra vos; no soy digno de llamarme hijo vuestro; mas tratadme como al último de vuestros siervos». Tengamos por cierto que estas disposiciones eran las que predominaban en su alma en medio del regocijo con que era celebrado su retorno, y que, aunque más tarde su contrición perdiera en intensidad, no se borraría nunca del todo de su alma, aun después de repuesto para siempre en su lugar en la casa paterna. En su nuevo estado de prosperidad, ¡cuántas veces no diría a su padre:
«Todo me lo habéis perdonado, pero mi corazón no cesará de repetir con gratitud, que me pesa de haberos ofendido y deseo con todas veras remediar con fidelidad mayor todo lo pasado»!
Tales deben ser los sentimientos del alma que ofendió a Dios, despreciando sus perfecciones y renovando los sufrimientos de Jesucristo.
Supongamos ahora en esta alma no un acto aislado de arrepentimiento, sino un estado habitual de contrición: es casi imposible que caiga nuevamente en falta deliberada. ¿Y esto por qué? Porque está sólidamente establecida en una disposición que por su propia naturaleza le mueve a rechazar el pecado. El espíritu de compunción es precisamente sentimiento de contrición, que domina de un modo permanente en el alma. Constituye al alma en un estado habitual de odio al pecado; por los movimientos interiores que provoca, es medio eficacísimo contra las tentaciones.
Entre el espíritu de compunción y el pecado existe una irreductible incompatibilidad, porque fortifica al alma en el horror al pecado y en el amor de Dios. Así vemos que San Bernardo emplea más de una vez la palabra «compunción» por «perfección». Hasta tal punto este sentimiento, cuando es sincero, preserva al alma de ofender a Dios.