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Por loable que sea el ardor con que buscamos a Dios por medio de las buenas obras, especialmente por la observancia de la Regla, hay que prevenirse contra cierta idea errónea de la perfección que tienen algunas almas poco ilustradas. Pretenden éstas hallar toda la perfección en la observancia puramente exterior y material de las prescripciones. Puede definirse este error con una palabra, si bien dura, exacta: fariseísmo; con él confina o conduce a él, y es un peligro harto grave.
Nuestro Señor, que era la bondad misma y la verdad, decía a sus discípulos: «Si vuestra santidad no es mayor que la de los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20). Son palabras verdaderamente de Cristo. Él, que no quiso condenar a la adúltera (Jn 8,1-11), que se dignó dialogar con la samaritana y revelar los celestes misterios a una mujer que vivía en pecado (Jn 4,1-42); Él, que se hacía comensal de los publicanos, calificados socialmente de pecadores (Mt 9,10-13); que permitió a la Magdalena que le lavase los pies y se los enjugase con sus cabellos (Jn 12,1-8; Lc 7,36-50); Él, que era tan «dulce y humilde de corazón» (Mt 9,29), fustigaba públicamente a los fariseos llenándoles de anatemas: «¡Ay de vosotros, hipócritas, que no entraréis en el reino de los cielos!» (Mt 23,13).
Los fariseos pasaban ante el pueblo por santos y por tales se tenían ellos mismos; pero toda su perfección la hacían consistir en la observancia exacta de las cosas externas. Conocemos la escrupulosidad ridícula de su formulismo, observado con puntualidad y fidelidad literal. No contentos con seguir meticulosamente la ley mosaica, que de suyo era carga no poco pesada, añadían una lista de prescripciones, llamadas por el Señor «tradiciones humanas» (Mc 7,8); todo esto observaban con tanta exactitud, que nadie podría reprocharles lo más mínimo: como que aparecían los seguidores más fieles de la ley.
Recordemos al fariseo descrito por Jesús cuando va al templo para orar. ¿Cuál es su plegaria? «Dios mío, soy un hombre irreprensible; todo lo observo exactamente: ayuno y pago los diezmos (Lc 18,11-12); no encuentras defecto alguno en mí, y debes estar satisfecho.» En sentido literal, lo que decía era verdad, puesto que lo cumplía todo; pero el juicio de Cristo fue que salió del templo sin la justificación, sin la gracia divina. ¿Por qué semejante condena? Porque el malaventurado se gloriaba de sus buenas acciones y ponía toda la perfección en la observancia puramente externa, sin preocuparse de las disposiciones internas del corazón. Por esto nuestro Señor añade a lo dicho: «Si vuestra santidad no fuere mayor que la de los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20).
Compenetrémonos bien de la profunda significación de esta sentencia. ¿Qué es la vida cristiana? ¿Una serie de observancias? En manera alguna. Es la vida de Jesucristo en nosotros y todo lo que Él ha ordenado para conservarla; es la vida divina, que fluye del seno del Padre a su Cristo Jesús y, por medio de Él, a nuestras almas. La vida sobrenatural tiene en Él su fuente y origen, y todo es nada fuera de Él. ¿Querrá esto decir que podemos dejar a un lado todas las prescripciones externas del Cristianismo? No, por cierto; su observancia es a la vez condición normal y manifestación necesaria de la vida interior.
Pero ésta es la más importante, así como en el hombre el alma vale más que el cuerpo, pues es inmortal, espiritual y creada a imagen de Dios, mientras el cuerpo no es más que un poco de barro. Sin embargo, el alma no fue creada sino en el momento de unirla al cuerpo, y depende para ejercer sus facultades de la buena constitución del cuerpo. En la Iglesia de Cristo hay también alma y cuerpo; según la ley común, hay que ser miembro del cuerpo, que es la Iglesia visible, y observar las prescripciones de esta Iglesia para participar de su vida íntima, de la vida de la gracia; mas la esencia de la vida cristiana no consiste principalmente en la observancia externa de las disposiciones materiales por exactísima que ella sea.
Los mismos principios debemos aplicar a la vida monástica: no está su esencia en la reglamentación de los ejercicios exteriores. Con fuerza de voluntad y energía conseguirá alguno cumplirlo todo, y no tener, a pesar de ello, espíritu monástico, no tener vida interior: posee la corteza, no la savia; es cuerpo sin alma; y no es raro hallar religiosos cuyos progresos son muy lentos, a pesar de que en el exterior son irreprensibles. Y es que éstos, o se buscan a sí mismos complaciéndose en esta exactitud, o desprecian a sus hermanos por creerlos menos diligentes en la observancia; o, finalmente, sufren la aberración de hacer consistir la santidad en la mera exactitud de estas prescripciones externas.
Sin embargo, en sí mismas valen bien poco, ni solas ni todas juntas. Oigamos lo que Jesucristo decía de sí mismo: «Juan Bautista no bebía vino y fue censurado; el Hijo del hombre come indiferentemente lo que le ofrecen, y los fariseos también le censuran» (Mt 11,18-19; Lc 7,33-34); pero ellos son una raza de «hipócritas».
Si es, pues, bastante indiferente en sí que las prácticas externas sean éstas o aquéllas, con todo nosotros nos hemos comprometido a observarlas; por lo cual esta observancia, cuando va animada del amor, es muy acepta a Dios. He dicho «animada del amor» porque en el corazón está la perfección, y el amor es la ley suprema (Cfr. Rom 13,8-10; 1 Cor 13). Jesucristo «sondea los corazones y ve que el que dice y cree amar sin obras, en realidad no ama; como el que exteriormente guarda la palabra y obra sin amor, no guarda en realidad la palabra. Es necesario juntar la ejecución de su palabra al amor, porque el precepto principal que todo lo resume es que debemos amar» [Bossuet, Méditations sur l’Evangile, La cena, día 93º.]
La observancia de la Regla no constituye la santidad, sino un medio para llegar a ella. Se dirá: ¿no estamos, pues, obligados a guardar todo lo que se nos manda? Ciertamente, lo estamos; y el faltar, habitual o voluntariamente, a un punto de la Regla: oración, caridad, silencio, trabajo, puede ser causa de entorpecimiento en el camino de la perfección. Mas, tengamos esto presente: lo que importa en la observancia es el principio interior con que la vivificamos. Los fariseos cumplían exactamente la ley, pero por vanidad, por recibir el aplauso del pueblo (Cfr. Mt 6,1-6.16-18); y esta desviación moral inutilizaba todas sus buenas obras. De la observancia externa practicada matemáticamente, pero por sí sola, sin nada que la ennoblezca, puede decirse al menos que no constituye en modo alguno la perfección.
La vida interior debe animar la fidelidad externa; y ésta debe ser resultado, fruto y manifestación de los sentimientos de fe, confianza y amor de que estamos animados. La Regla es la expresión de la voluntad de Dios. Pero su cumplimiento por amor constituye la fidelidad. Acá abajo, la fidelidad es la flor más rica y delicada del amor. Allá en el cielo, el amor se manifestará en acción de gracias, en complacencia, en gozo, en plena posesión del objeto amado; acá en la tierra se traduce en fidelidad generosa y constante a Dios, a pesar de las tinieblas de la fe, de las pruebas, dificultades y contradicciones.
A ejemplo de nuestro divino modelo, debemos ofrecernos sin reservas como Él se ofreció a su Padre al entrar en el mundo: Ecce venio. «Heme aquí para cumplir tu voluntad» (Sal 39,8-9 y Heb 10,7 y ss.). Todas las mañanas, después de la sagrada comunión, cuando somos unos con Él, digamos a Jesús: Yo quiero ser enteramente tuyo: tus deseos serán los míos; deseo vivir tu vida por la fe y el amor; y como Tú lo haces todo por amor al Padre, así yo quiero hacer todo cuanto pueda por agradarte: «Tu ley está en medio de mi corazón» (Sal 39,9).
¿Deseas que guarde fielmente los preceptos de la ley cristiana que has establecido, los del código monástico que yo he aceptado? Como prueba de amor ternísimo hacia Ti repetiré: «No despreciaré de tu ley ni una tilde, ni una coma» (Mt 5,18). Concédeme, Señor, tu gracia para que no deje pasar la más mínima cosa en que pueda agradarte, para que, siendo fiel aun en las cosas mínimas, lo sea también en las grandes (cfr. Lc 16,10); pero haz sobre todo que siempre obre por tu amor y el del Padre: «Para que el mundo sepa que amo al Padre» (Jn 14,31). Mi solo deseo sería poder contigo decir: «Yo hago siempre lo que place a mi Padre» (Jn 8,29).
Éste fue el programa que nuestro Señor trazó a la beata Bonomo, benedictina italiana: «Antes de una acción cualquiera ofréceteme con toda tu alma, y pide la gracia de hacerlo todo sólo por Mí; porque Yo soy tu fin, tu Dios y tu Señor, a quien debes ser grata» [La B. Bonomo, moniale bénédictine, por Dom du Bourg, pág. 54].
Hacerlo todo por amor y que el amor sea el móvil de nuestra actividad y el custodio de nuestra fidelidad, ¿no es acaso el secreto de la perfección? En síntesis: el valor de nuestros actos, aun de los más comunes, lo da el amor.
Por esto san Benito indica el amor de Dios como primer «instrumento»: «Ante todo, amar al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas». Como si dijera: Esté el amor en vuestro corazón ante toda otra cosa, y sea él luz y guía de vuestras acciones; él pondrá en vuestras manos los otros instrumentos de las buenas obras, y valorizará los actos más insignificantes de vuestra vida. «Las cosas pequeñas –dice san Agustín– aunque tales en sí mismas, por el amor con que se cumplen se engrandecen sobre manera» (De doctrina christiana, lib. IV, c. 28). [Pascal ha dejado escrito: «Hagamos las cosas pequeñas como si fueran grandes por la majestad de Jesucristo que las hace en nosotros»].
La observancia externa, por si sola, sin el amor interno que la vivifique, no pasa de ser una exhibición formalista, y aun farisaica, que debemos rehuir; pero un amor interno que omitiese la fidelidad externa, que es su fruto natural, sería una ilusión, porque Jesucristo tiene dicho: «El que me ama, guarda mis mandamientos» (Jn 14,21; Cfr. Mt 7,21-27); y tan cierto es esto en la vida monástica como en la simplemente cristiana. Jesucristo nos dice: ¿Me amáis? ¿Decís que por mi nombre lo «abandonasteis todo»? (Mt 19,29). Observad, pues, los menores detalles de vuestra regla.
El ideal a que debemos aspirar es la exactitud, por amor, no por escrúpulo, ni por la preocupación de no equivocarse, y menos por el vano prurito de poder decir: «No quiero que nadie me sorprenda en el menor defecto», porque esto sería orgulloso. La vida interior procede del corazón, y si tenemos esa vida, nos esforzaremos en cumplirlo todo amorosamente con gran pureza de intención, con el mayor cuidado posible. El monje, dice san Benito, «debe ser fiel en todo… por amor de Jesucristo» (RB 7).
No basta, pues, seguir literalmente la ley: el espíritu de la ley está en observarla por amor, así como el efecto del amor es guardar la ley. El amor no consiste en altas especulaciones y bellos discursos: hay que llegar a la práctica. Los actos externos no constituyen la observancia de la ley: su espíritu es amar y hacerlo todo por ese móvil: las exterioridades no son más que la corteza de la buena vida» [Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio. La última semana del Salvador, día 44º.] «No nos contentemos, pues, con reglamentar nuestros actos exteriores: debemos dar a Dios lo que nos reclama, o sea un corazón que le busque» [Bossuet, ibid. El sermón de la montaña]. Y esto es precisamente lo que el gran Patriarca nos exige: «Buscar a Dios con sinceridad de corazón» (RB 58).