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1. Por qué San Benito compara la vida monástica a «un taller espiritual»

San Benito se sirve de palabras eminentemente prácticas para hacernos ver el activo trabajo a que debemos dedicarnos.
La necesidad de las buenas obras es, según san Benito, evidente. La alta meta a que nos invita –hallar a Dios– no se alcanza sino con buenas obras: «Si queremos –nos dice en el Prólogo– habitar en los tabernáculos del Padre celestial, menester es que nos dirijamos a ellos –san Benito dice que «corramos» [Cfr. Sal 18, 6; 118, 32: «Correré por el camino de tus mandamientos»]– por el camino de las buenas obras: de otra suerte nunca llegaremos. El Señor espera de día en día que respondamos con nuestras buenas obras a sus santos avisos. Sólo cumpliendo con buenas obras nuestras obligaciones alcanzaremos la herencia del reino de los cielos; por esto, añade, la vida presente es «un plazo», un tiempo útil (RB, pról.) concedido por Dios.
¿Qué obras son esas que nos exhorta a cumplir y para las cuales indica los instrumentos espirituales que hemos de emplear?
El santo Legislador usa la palabra «arte», y ¡con qué propiedad! «El arte –dice santo Tomás– consiste en dar una fiel reproducción material de una idea, de un ideal» [Ars est ratio recta aliquorum oferum faciendorum (I-II, q. 57, a. 3)]. Una obra artística está concebida en la mente del autor, y ella es la que guía su mano en la ejecución; sin embargo, una vez terminada, con frecuencia no es más que pálido reflejo del ideal concebido, acariciado por el genio del maestro. Dios es, y valga la expresión, el más grande de los artistas; la creación no es más que la expresión externa de la idea que Él tiene de todas las cosas en su Verbo: como el artista se complace en las obras que reproducen su ideal, así a Él le agradó la creación, salida de sus manos, porque respondía íntegramente al ideal de su inteligencia divina: «Vio lo que había hecho, y era todo muy bueno» (Gén 1,31).
El Espíritu Santo excita al Salmista a contemplar la naturaleza creada, para glorificar al Dios creador: «Señor, Dios nuestro, ¡cuán admirable es tu nombre en todo el universo!» (Sal 8,2). «Todo lo ordenaste con sabiduría» (Sal 103,24). Así glorificamos a Dios con el Benedícite de Laudes, cuando invitamos a todos los seres, comunicándoles el acento de nuestros labios, la vida de nuestra inteligencia y de nuestro corazón, para loar a Aquel que los creó.
Va, empero, gran diferencia de nosotros a las cosas materiales. Éstas no son más que vestigios, un desvaído reflejo de la belleza divina: el hombre, en cambio, fue hecho con una inteligencia y voluntad, «a imagen de Dios» (Gén 1,26). He aquí el secreto de la dignidad del hombre y del amor inefable que Dios le profesa. «Mis delicias son estar con los hombres» (Prov 8,31). Dios ama en nosotros su imagen; pero esta imagen fue maltrecha, desfigurada por el pecado original y lo es por los personales: por eso todo el arte espiritual consiste en reparar aquella imagen degradada y restituir al alma su primera belleza, para que Dios se goce de nuevo en ver en nosotros reflejada, con mayor perfección, su imagen.
Es Él el primero en laborar por esta restauración: a tal efecto envía a su Hijo, «Dios verdadero y verdadero hombre» [Símbolo atribuido a san Atanasio]. En cuanto Dios, Jesucristo es la imagen del Señor invisible y resplandor de su gloria (Col 1,15; Heb 1,3): imagen adecuada y sustancial de las eternas perfecciones; Dios perfecto, luz purísima sin mácula, engendrada por la luz. Como hombre es igualmente perfecto, el más hermoso indiscutiblemente de los hijos de los hombres (Cfr. Sal 44,3), con un alma inmaculada, adornada de la plenitud de la gracia. Es el Hijo muy amado, en el cual se reconoce el Padre, la obra maestra de toda la creación, y el objeto de todas las complacencias del mismo Padre.
He aquí el tipo, el ejemplar que debemos reproducir en nosotros, para rehabilitarnos, embellecernos divinamente y ser admitidos en el reino celestial. ¡Cuántas veces no habremos meditado estas verdades! Por voluntad divina, Jesucristo es la forma misma de nuestra predestinación: «Dios nos predestinó para que nos hagamos conforme a la imagen de su Hijo» (Rom 8,29).
La «nueva criatura» (Gál 6,15) que constituye el hijo de adopción en Cristo, se presenta a los ojos de Dios como la imagen del Hijo muy amado. Dios desea ardientemente que nos asemejemos a Jesucristo del modo más perfecto posible; consiste, por consiguiente, todo el método del arte espiritual en tener la vista del alma siempre fija en Jesucristo, nuestro modelo, ideal humano-divino, para reproducir en nosotros todos sus rasgos. De esta manera rehabilitamos nuestra naturaleza para que recobre su prístina belleza, y nos aseguramos así el agrado y bendiciones del Padre celestial, que reconocerá en nosotros a «los muchos hermanos de su primogénito» (Rom 8,29).
Dirá alguno que por el bautismo borramos el pecado original «y nos revestimos de Jesucristo» (Gál 3,27). Ciertamente; mas, entonces, sólo se nos comunicó un germen divino, principio de nuestra asimilación progresiva; y quedaron en nosotros tendencias dañinas, aptas para traducirse en actos pecaminosos que desfiguran el alma. Todo el trabajo de un alma que se afana en adquirir la perfección, debe dirigirse, pues, por una parte a borrar esas manchas y dominar aquellas tendencias, y por otra, en troquelar en sí misma por la práctica de las virtudes la imagen de Jesucristo.
¿Qué es, en efecto, un cristiano? Otro Cristo, responde toda la Antigüedad. Y Jesucristo, ¿qué es? El hombre-Dios. ¿Y qué hace? Muere para destruir el pecado, y nos comunica la vida que posee en su plenitud; tal es todo el programa que señala san Pablo al neófito en el día en que por el bautismo se constituye discípulo de Cristo: renunciar al pecado y participar de esta vida divina. «Consideraos muertos al pecado, mas vivos para Dios en Jesucristo» (Rom 6,11). He aquí resumida toda la obra cristiana y compendiada toda la ascesis religiosa.
Sin ningún género de duda, san Benito toma este punto de partida para la perfección que han de desplegar sus monjes. El cristiano por la gracia de Cristo muere al pecado y vive para Dios; el monje debe realizar este mismo programa hasta su completo remate. Como el simple cristiano, es hijo de Dios, invitado a una felicidad eterna; tiene por jefe a Cristo y su gracia como sostén. Sin embargo, aunque para ambos es uno mismo el punto de partida, el monje va más allá para llegar a una felicidad eterna que, siendo sustancialmente la misma, admite infinitos grados posibles.
El simple fiel muere para el pecado: el monje, por los votos, renuncia a la criatura y a sí mismo. El simple fiel debe, por la gracia, vivir para Dios; el monje ha de aspirar a la caridad perfecta, que excluye todo móvil humano. Debe realizar la vida cristiana en toda su plenitud; por eso debe haber en él un grado de «muerte» más profundo, pero juntamente un grado de «vida» más intenso que en el simple fiel: a la observancia de los preceptos, indispensables para alcanzar la vida eterna, junta la de los consejos, que constituyen el estado de perfección: de esa manera será en él la vida cristiana más perfecta y vigorosa.
Escuchad cómo el mismo santo Patriarca nos presenta estas ideas; hace, ante todo, oír al monje la voz divina, expresándose así: «Buscando el Señor a su obrero entre la muchedumbre, dice: «¿Quién es el hombre que desea la vida y ansía disfrutar días felices?» Ahí está indicado el objetivo: la vida divina, la bienaventuranza del mismo Dios compartida acá por la fe, y después en los esplendores de la luz indefectible». «Y si tú –continúa el Santo–, oyendo su voz, respondieres, yo, te replicará el Señor: «Apártate del mal y obra el bien: busca la paz y síguela» (RB, pról.). Está en esto caracterizada la doble obra a que nos invita san Benito mientras vivimos en el monasterio: «Evitar el mal y hacer el bien», y con esto «conseguir la paz»; he ahí resumido por él, en términos generales, el arte espiritual.
Considera, pues, san Benito la santidad monástica como un desarrollo normal, pero plenario, de la gracia bautismal: su espiritualidad proviene directamente del Evangelio, del cual está impregnada, siendo éste el que le comunica el carácter de grandeza, simplicidad, suavidad y fortaleza que le es peculiar.