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1. La profesión monástica es una inmolación cuyo modelo es la oblación de Jesucristo

Tenemos como una verdad inconcusa que en la obra de nuestra perfección debemos tener siempre la mirada puesta en Jesucristo, el cual no es solamente el único modelo de nuestra perfección, sino también la fuente y origen de nuestra santidad.
Cuando nuestro Señor llama junto a sí a los discípulos, les invita a dejarlo todo por seguirle e imitarle; y así lo hacen. «Desprendiéndose de todo, le siguieron» (Lc 5,11). Nos dice, además, que sólo podemos ser sus verdaderos y perfectos discípulos, aptos para la gloria de su reino, si después de abandonarlo todo para entregamos a Él, perseveramos sin titubeos de ningún género, ya que «no es apto para el reino de Dios quien pone la mano al arado y se vuelve a mirar atrás» (Lc 9,62).
Mas como nosotros somos naturalmente débiles e inconstantes, quiere san Benito que todo el que viene al monasterio «para tornar a Dios siguiendo a Cristo» sea probado durante un año, para asegurarse de que «busca de veras a Dios» (RB 53). Todas las órdenes religiosas fundadas en la Edad Media adoptaron el mismo lapso de tiempo para la probación; y el Concilio de Trento lo estableció como ley del noviciado canónico. Si el postulante persevera durante este tiempo en su propósito, lo sancionará de un modo irrevocable con una promesa a Dios: promesa de «estabilidad, de conversión de costumbres y de obediencia» (RB 58); es la profesión, después de la cual el monje es definitivamente «considerado miembro de la comunidad» (RB 58).
Todos sabemos de qué solemnidad rodea el santo Legislador este acto: quiere que la fórmula de la promesa esté escrita y sea leída en alta voz en el oratorio delante de toda la comunidad, «en nombre de los santos cuyas reliquias enriquecen el altar» (RB 58). Hecha públicamente la promesa, el monje «se prosternará a los pies de todos, para que rueguen por él» (RB 58).
La promesa es, al mismo tiempo, una plegaria, una súplica: el novicio pide ser recibido; implora sobre todo de sus hermanos le obtengan el socorro divino, y a Dios pide él mismo que le acepte y que no frustre su esperanza. Las palabras «voto», «juramento», no indican, pues, más que uno de los elementos –el de la voluntad humana–, que es causa segunda de la profesión monástica; pero san Benito considera esencialmente la profesión monástica como un acto de cooperación entre la acción divina, que obra, y la libertad humana, que coopera.
Notemos una particularidad: san Benito une la profesión al sacrificio eucarístico. Después de leída y firmada la petición, el novicio con su propia mano «la deposita sobre el altar» (RB 58), como para asociar el testimonio real y auténtico de su compromiso a los dones que se ofrecen a Dios en sacrificio; el monje, por lo tanto, une su inmolación a la de Jesucristo, y esto es lo que quiere nuestro glorioso Padre. Su pensamiento se precisa más y más en el capítulo en que trata de la recepción de los niños: «Los padres envolverán la mano del niño y el acta de profesión, junto con la oblación, con el mantel del altar» (RB 59).
Es, en efecto, la profesión monástica una inmolación, cuyo valor proviene por entero de estar unida al holocausto de Cristo. Ahora bien: ¿de dónde recibe el sacrificio de la misa su valor? Del de la cruz, que el del altar renueva y reproduce. Conoceremos, pues, las cualidades indispensables que debe tener nuestra oblación tomando como ejemplar la inmolación de Jesucristo en la cruz. Ofrece tres caracteres: es un holocausto digno de Dios, es total, es ofrecido con amor. También nuestra profesión debe tener estas tres dotes.
Primeramente es un holocausto digno de Dios.
San Pablo nos dice que en el momento en que Jesucristo entró en el mundo por la Encarnación, su primer acto fue considerar los sacrificios que en lo pasado se habían ofrecido a Dios bajo la antigua ley; y, conociendo la infinita perfección del Padre, no los encontró dignos de Él: «Estos sacrificios no te son gratos» (Hb 10,6). Reconoció, al mismo tiempo, que su cuerpo debía ser la verdadera hostia del único sacrificio digno de Dios. «Tú, oh Dios, me has dado un cuerpo» (Hb 10,5). ¿Por qué será la oblación de este cuerpo el único sacrificio agradable al Padre? Ante todo, porque la víctima es pura y sin mancilla; y porque el sacerdote que ofrece este sacrificio es «santo, inocente, separado de los pecadores» (Hb 7,26): y tanto el sacerdote como la víctima se identifican en la persona «del Hijo amado» (Col 1,13). Si todo cuanto hace Jesucristo es grato al Padre, «cuya voluntad cumple en cada instante» (Jn 8,29), de un modo especial ha de serlo su sacrificio.
El ser total aumenta el valor de este sacrificio.
Es un holocausto. No debemos considerar el sacrificio de Jesucristo en sólo el período de la pasión; porque Jesucristo se ofrece como hostia y se inmola ya desde la Encarnación; al venir al mundo vio cuántas ignominias, humillaciones, desprecios y torturas debía soportar desde el pesebre hasta la cruz; y todo lo acepta y dice al Padre: «Heme aquí» (Sal 39,8; Hb 10,7). La oferta inicial que hacía su entrega contenía virtualmente la totalidad del sacrificio: con ella empezaba la inmolación, que sería continuada durante toda una vida de sufrimientos. El «todo está cumplido» (Jn 19,30) de Jesucristo en la cruz, antes de exhalar el último suspiro, tiene un sentido actual y retrospectivo: es el eco supremo de la primera oblación: «Heme aquí».
El sacrificio de nuestro Señor es único; es perfecto en su duración; lo es también en su plenitud; porque Jesucristo se ofrece todo entero «a sí mismo» (Hb 9,14), y se ofrece hasta derramar la última gota de su sangre, hasta el cumplimiento de todas las profecías, hasta la última voluntad del Padre. No puede haber holocausto más perfecto: lo es tanto, que «esta oblación, que Jesucristo hizo de su cuerpo una vez, basta para santificarnos» (Hb 10,10); y «obtiene siempre la perfección para aquellos que son santificados» (Hb 10,14).
Este holocausto es, por último, infinitamente agradable a Dios, porque se ofrece con amor perfecto.
¿Qué móvil interior mueve el alma de Jesucristo a someterse a la voluntad del Padre, y a reconocer con su oblación e inmolación las infinitas perfecciones y supremos derechos de Dios? El amor. «Heme aquí, Padre: al principio del libro se ha escrito de mí que debo cumplir tu voluntad: yo lo quiero, y tu ley está en medio de mi corazón» (Sal 39,8-9; Hb 10,7). Es «en medio de su corazón» en donde pone Jesús la voluntad de su Padre: o, lo que es lo mismo, se ofrece todo entero al divino beneplácito, porque ama. Lo da a conocer bien claramente el divino Salvador cuando llega la hora de consumar en la cruz el sacrificio comenzado en la Encarnación.
Muere, es verdad, por el amor de sus hermanos: «No hay prueba mayor de afecto que el sacrificarse por los amigos» (Jn 15, 13); mas la caridad fraterna está en Él totalmente subordinada al amor a su Padre, al celo por su divina gloria y por sus intereses; y quiere que este amor sea conocido del mundo entero, como inspirador de su conducta: «Para que conozcan que amo al Padre…, hago esto» (Jn 14,31).