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5. Ejercicio de la virtud de la fe y gozo de que ella es origen

Pidamos también nosotros al Padre y a Jesucristo, su Verbo, esta luz de la fe. Recibimos ya el germen en el bautismo: conservémoslo y desarrollémoslo. ¿Qué suerte de cooperación espera Dios de nosotros en este punto?
En primer lugar con la oración. La fe es un don de Dios. El espíritu de fe viene del espíritu de Dios: «Señor, aumentad nuestra fe» (Lc 17,5). Digamos muchas veces a Jesucristo como el padre de aquel lunático del Evangelio: «Creo, Señor; pero aumenta mi fe, ayúdame en mi incredulidad» (Mc 9, 23). Sólo Dios puede, como causa eficiente, acrecentar nuestra fe; mas debemos merecerla por la oración y las buenas obras.
Obtenida la fe, tenemos el deber de ejercitarla. Dios en el bautismo nos confiere el hábito de la fe, que es una «fuerza», una «potencia»; esta energía no debe permanecer inactiva, ni debe este hábito desaparecer por falta de ejercicio; antes, al contrario, ha de fortalecerse cada vez más con los actos correspondientes. No dejemos dormitar en nosotros esta fe; avivémosla con actos, no sólo durante los ejercicios piadosos, sino también, como nos lo recomienda el santo Patriarca, en todos los momentos de la vida. Debemos cada día, quotidie, y aun siempre, según sus consejos, caminar entre esta luz.
Para san Benito, como habréis notado, la fe es siempre práctica: nunca la separa de las obras; exige «que ciñamos nuestros lomos en todo momento con la fe y observancia de las buenas obras» (RB, pról.); nos promete el gozo y el bienestar únicamente «en la medida con que progresemos en el obrar y en el creer» (RB, pról.). Miremos todas las cosas desde el punto de vista de la fe, desde el punto de vista sobrenatural: es el único verdadero; y obremos en consonancia con esta fe, amoldando a su luz nuestros actos. Podrá entonces decirse que la fe se traduce en amor, y se hace por ende perfecta, porque el alma se entrega a las obras de fe por amor.
De esta suerte, armados espiritualmente, nos libraremos de la rutina, que es uno de los mayores peligros de la vida regular. Hay que aspirar a que el ardor de la fe anime nuestras mínimas acciones. Con esto nuestra vida será alegre y luminosa; los menores detalles de la jornada nos parecerán perlas preciosas, con que aumentaremos nuestro tesoro celestial. Y cuanto más progresemos en la fe, y ésta sea más firme, ardiente y activa, más inundada de gozo se verá nuestra alma. Iremos de claridad en claridad; la esperanza será más vasta y, por ello, más firme; y el amor, que será más ferviente, hará más fáciles todas las cosas, y así correremos por la vía de los mandamientos del Señor. Lo asegura el gran Patriarca, que lo había experimentado.
Oigamos lo que nos dice al final del Prólogo, después de precisar la finalidad y haber mostrado el camino: «A medida que uno se esmera más y más en la observancia de los preceptos –que es la práctica utilización de la fe–, el corazón se ensancha y se corre por la vía de los mandamientos de Dios». San Benito no dice que el monje encuentre la alegría en ciertos momentos, sino que promete a sus hijos que se les dilatará el corazón por la alegría. En el cielo gozaremos la posesión segura, perfecta e inmutable del bien, en la plena luz de la gloria; en este mundo, la fuente de nuestro gozo es la posesión inicial de Dios, la unión anticipada: posesión y unión tanto más íntimas cuanto más estamos sumergidos en este baño de la luz de la fe.
Necesitamos ya acá abajo este gozo: Dios, que ha moldeado nuestro corazón, lo ha formado para la alegría. Almas hay, sin duda, que viven esperando únicamente los gozos de la eternidad; pero esto es de pocos privilegiados. En cuanto a «nosotros, que todo lo hemos dejado por Cristo» (Mt 19,27), no podemos mendigar de las criaturas este gozo: debemos esperarlo sólo de Jesucristo. «¿Qué se nos dará?» (Mt 19,27). El céntuplo ya en esta vida. Ahora bien, la alegría forma parte de este céntuplo, y esta alegría es sobre todo fruto de la fe. La fe, en efecto, nos muestra la grandeza y hermosura de la vida sobrenatural a que Dios nos ha llamado: «Yo seré tu recompensa magnífica» (Gén 15,1). Ella nos muestra la elevación y sublimidad de nuestra vocación monástica, que nos hace vivir en la intimidad de Cristo; porque por amor dimos a Cristo la preferencia entre todas las cosas» (RB 4, 5 y 72), como dice san Benito.
La fe nos proporciona, por último, alegría, porque es fuente de verdad y esperanza; es la suprema demostración de los bienes prometidos, y nos pone ya en posesión anticipada de los venideros; «Fundamento de las cosas que se esperan» (Heb 11,1). Es la que nos hace como tangibles las realidades suprasensibles, las únicas que duran eternamente.
Vivamos, pues, de la fe cuanto nos sea posible, con la gracia de Cristo. Que toda nuestra existencia, tal como lo desea nuestro gran Patriarca, esté profundamente impregnada, hasta en sus mínimos detalles, del espíritu de fe, de un espíritu sobrenatural. Entonces la tentación no producirá mella en nosotros, porque nuestro edificio estará fundamentado sobre la roca de la estabilidad divina, y venceremos todos los asaltos del demonio y del mundo.
Libres así de nuestros enemigos, viviremos con la luz en la mente y en la alegría del corazón. Cuando nuestro Señor, en la última Cena, reveló a sus discípulos los secretos que Él solo poseía, porque «nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquellos a quienes Él se complace en revelarlo» (Mt 11,27; cfr. Lc 10,22), ¿cuáles eran el significado íntimo y la finalidad de estas inefables revelaciones del amor de Dios a sus hijos? No eran otros que colmarlos de gozo, de su mismo gozo divino. «Os he dicho estas cosas para que tengáis mi alegría y ella sea perfecta en vosotros» (Jn 15,11).