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4. Firmeza que la fe comunica a la vida interior

En esta atmósfera sobrenatural quiere san Benito que viva y respire continuamente el monje, quotidie; quiere, como san Pablo en el simple cristiano, que el monje viva de la fe: «El justo vive de la fe» (Hb 10,38). El justo, esto es, el que en el bautismo se ha revestido del hombre nuevo, creado en justicia, vive como tal de la fe y de la luz que le comunica el sacramento de iluminación. Cuanto más viva de la fe, tanto más gozará la verdadera vida sobrenatural, tanto más verificará en sí la perfección de su adopción divina.
Subrayamos esta expresión: Ex fide. ¿Qué significa exactamente? Que la fe debe ser la raíz de todos nuestros actos, de toda nuestra vida. Hay almas que viven con fe: Cum fide. La tienen e innegablemente la practican; empero sólo se acuerdan de ella en determinadas ocasiones, en los ejercicios de piedad, por ejemplo en la santa misa, la sagrada comunión, el oficio divino; porque estos actos, dirigidos esencialmente a Dios, implican en sí mismos el ejercicio de la fe.
Pero se diría que estas almas se contentan con esto; que en dejando esos ejercicios entran en otra esfera, en la vida puramente natural. Por esto, si la obediencia les manda algo penoso, murmuran; si un hermano requiere su ayuda, se encogen de hombros; si se les hiere en su susceptibilidad, se irritan. ¿Están en esos momentos iluminadas por la fe? Evidentemente que no: no viven de la fe; teóricamente reconocen que el abad ocupa el lugar de Cristo, que Cristo está representado en los hermanos, que hay que olvidarse de sí mismo por imitar a Jesucristo en su obediencia; mas, en la práctica, estas verdades no existen para ellas y no ejercen influencia en su vida; su actividad no brota de su fe; se sirven de la fe en determinadas circunstancias, pero, una vez desaparecidas éstas, vuelven tales almas a ser naturales, y dejan a un lado la fe. Entonces es la vida natural la que prevalece en ellas, el espíritu natural el que en ellas domina como dueño. Y esto, ciertamente, no es «vivir de la fe».
Una vida así, sin homogeneidad, no puede ser firme y durable; estará siempre a merced de las impresiones, de los impulsos de temperamento y humor, de los cambios de salud, de las tentaciones: varía a cada instante al vaivén de la caprichosa brújula que la guía.
Por el contrario, cuando la fe es viva, fuerte y ardiente, y se vive de ella; esto es, cuando uno se guía en todo por los principios de la fe, cuando la fe es raíz de todas nuestras obras, principio interior de toda nuestra actividad, entonces nos sentimos fuertes y estables, pese a las dificultades exteriores e interiores, no obstante las oscuridades, contradicciones y pruebas. ¿Y por qué? Porque juzgamos de las cosas como Dios las ve, juzga y aprecia: participarnos de la infalibilidad, inmutabilidad y estabilidad divina.
Esto lo dice el mismo Señor: «El que oye mis palabras y las practica –o sea, «vive de la fe»– será como un hombre sabio que construyó su casa sobre roca: se desataron las lluvias, soplaron los vientos y la batieron; pero la casa no cayó porque estaba edificada –añade Jesucristo–, sobre roca firme» (Mt 7,25).
Esto lo experimentamos nosotros cuando tenemos una fe viva y profunda. Esta fe nos hace vivir una vida sobrenatural; por ella, entramos a formar parte de la familia de Dios, pertenecemos a aquella «casa divina», de la cual «Cristo –dice san Pablo– es la piedra angular» (Ef 2,20.). Por la fe nos adherimos fuertemente a Él, y así el edificio de nuestra vida sobrenatural es fuerte y estable por Él; Jesucristo nos hace participantes de la firmeza propia de la roca divina «contra la cual nada pueden las furias infernales» (Mt 16,18). Así, divinamente sostenidos, vencemos los asaltos y tentaciones del mundo y del demonio, príncipe del mundo: «Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4). El demonio, y el mundo que es su cómplice, nos asaltan y solicitan; empero los vencemos con la fe en la palabra de Jesucristo.
Habréis observado que el demonio insinúa siempre lo contrario de lo que Dios afirma; la triste experiencia comenzó en nuestros primeros padres. «El día que comiereis del fruto vedado, moriréis» (Gén 2,17), les había dicho Dios. El demonio, descaradamente, dice lo contrario: «No moriréis» (Gén 2,4). Cuando nosotros prestamos oídos al demonio y confiamos en él, tenemos fe en el demonio, no en Dios. Pero el demonio es «padre de la mentira y príncipe de las tinieblas» (cfr. Ef 6,12). Dios, por el contrario, es «la verdad» (Jn 14,6) y «la luz sin sombras» (1 Jn 1,5). Si escuchamos a Dios, venceremos siempre. ¿Qué hace al ser tentado nuestro Señor, modelo nuestro en todas las cosas? A cada una de las acometidas del maligno opone solamente la autoridad de la palabra divina. Lo mismo debemos hacer nosotros, rechazando los ataques del infierno con la fe en la palabra de Jesucristo. Dirá el demonio: «¿Cómo Jesucristo puede estar presente bajo las especies de pan y vino?». Respondámosle: «El Señor ha dicho: «Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre» (Mt 26,26.28). Él es la verdad, y esto me basta». Nos sugerirá el tentador vengar la injuria, la afrenta; y nosotros con mayor valentía responderemos: «Cristo ha dicho que lo que hiciéramos al menor de nuestros hermanos será considerado como si a Él se lo hiciéramos (Mt 25, 40), de suerte que cualquier sentimiento de frialdad que voluntariamente manifestemos contra nuestros hermanos, al mismo Jesucristo en persona va dirigido».
Otro tanto digamos del mundo: lo venceremos con la fe; porque cuando se cree firmemente en Cristo, no se temen las dificultades, las contradicciones o los juicios del mundo, pues Cristo está en nosotros por la fe y Él es nuestro apoyo. Esto aseguraba Dios nuestro Señor a santa Catalina, cuando la envió a través del mundo por el bien de la Iglesia, para hacer volver al Papa de Aviñón a Roma. En su humildad y flaqueza temía la santa las serias dificultades que tal misión entrañaba; mas Jesús le dijo: «Porque estás armada de la fortaleza de la fe, triunfarás felizmente de todos los adversarios» [Vida, por el beato Raimundo de Capua].
En su Diálogo habla de la fe con vivo entusiasmo. «En la luz de la fe –dice dirigiéndose al Padre–, adquiero esta sabiduría, que se encuentra en la sabiduría del Verbo, tu Hijo; en la luz de la fe, me siento más fuerte, más constante y con más perseverancia; en la luz de la fe encuentro la esperanza de que no me abandonarás en el camino. Esta misma fe me enseña el camino que debo seguir: sin ella andaría en tinieblas; por eso te suplico, Padre eterno, me ilumines con la luz de la santa fe» [Ibíd].