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3. La fe es también el principio de la perfección monástica y de la luz deífica con que debe resplandecer la vida del monje, como desea San Benito

A este glorioso destino está llamado todo cristiano. El que recibe el bautismo rompe moralmente con el mundo, al renunciar a sus máximas, principios y modo de ser, para vivir según el Evangelio.
Mas para el monje esa ruptura y transformación debe ser más completa.
La vida divina, que con la gracia se recibió en el bautismo, es germen tanto de la santificación monástica como de la simple vida cristiana, pues nuestra perfección no pertenece a un orden esencialmente distinto del de la perfección cristiana; ambas pertenecen intrínsecamente al mismo orden sobrenatural. La perfección religiosa no es más que el desarrollo de la adopción divina en una forma y estado especiales. Hijo de Dios es el simple cristiano: también lo es el monje, con la diferencia, empero, de que debe esforzarse en desarrollar esta cualidad en el mayor grado posible y con medios especialmente adecuados.
El cristiano, sin dejar de ser hijo de Dios, puede usar legítimamente de algunas criaturas; el monje, por el contrario, no quiere consagrarse sino a Dios sólo, y su actividad debe consistir en apartar o destruir, entre los bienes creados, todo aquello que impida el perfecto desarrollo de la vida divina en su alma. Pero para él, como para el simple cristiano, la fe en Jesucristo es la puerta de entrada en la vida divina; es, como dice el sagrado Concilio tridentino, «el fundamento y raíz de toda justificación» [Sess., VI, c. 8].
La fe es un fundamento. Imaginemos un grandioso monumento, bellamente proporcionado y armónico en todas sus partes. ¿Qué es lo que le da solidez? Los fundamentos: que éstos se remuevan, y veremos que pronto se resquebrajan los muros, y amenazará ruina el edificio si no se acude a consolidarlo. Esto mismo sucede en la vida espiritual, que es un edificio construido por Dios con nuestro concurso y para su gloria, un templo que Él quiere habitar. Pero no será posible construir el edificio si nosotros no lo fundamentamos sobre bases sólidas y seguras, y tanto más debemos cimentar éstas cuanto más alto tratemos de levantar aquél. Cuando el hombre espiritual piensa escalar la cima de la perfección, si la fe, base del verdadero amor, no tiene en él la firmeza proporcionada, se corre peligro que todo venga a tierra.
El sagrado Concilio compara también la fe a una raíz. Veamos un árbol corpulento, de tronco vigoroso, frondosas ramas y extenso ramaje: ¿de dónde le viene tanta fuerza y belleza? De lo que no se ve: de la raíz, que se entrecruza por el subsuelo, buscando los jugos nutritivos con que alimentar la vida de aquel gigante; si las raíces se secan, el árbol perece.
Raíz de la vida cristiana es la fe: sin ella todo se marchita y reseca: es condición esencial de toda vida y progreso espiritual.
Como la vida cristiana, así también la monástica se explica y mantiene por la fe: ambas son consecuencia práctica de un acto de fe. ¿Por qué somos cristianos? Porque hemos dicho a Jesucristo: «Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo, el camino que conduce al Padre, a la vida eterna». ¿Por qué abrazamos la vida de monje? Porque repetimos a Jesucristo: «Tú eres Cristo, el único camino que lleva al Padre: eres la fuente de la vida, de la perfección, de la dicha». Este acto inicial de fe explica toda nuestra conducta.
Sin la fe en nuestro Señor Jesucristo la vida que llevamos no tiene razón de ser; el mundo, en efecto, nos conceptúa insensatos: «Teníamos su vida por necedad» (Sab 5,4). El hombre terreno, «el hombre animal –diremos con san Pablo– no comprende las cosas divinas»: son necedades para él, y no puede conocerlas, porque, su discernimiento no nos viene del mundo, sino del Espíritu de Dios (1 Cor 2,14).
A los ojos de la fe, nuestra vida constituye aquella «mejor parte» (Lc 10,42) que Jesucristo reserva para aquellos que quiere más unidos a Él, y para los cuales guarda un amor especial: «Fijó en él sus ojos y le amó» (Mc 10,21); es prenda segura de «una herencia magnífica» (Sal 15,6).
Y esto se verifica, no sólo en el conjunto de toda nuestra vida, sino hasta en los detalles más insignificantes de la tarea diaria.
Pensando según el mundo, sobre un plano puramente natural, mil particularidades de nuestra vida de oración, de obediencia, humildad, abnegación, trabajo, parecerán mezquinas, baladíes, insignificantes; y el hombre que juzgue según el espíritu mundano, al vernos salmodiar durante horas enteras en loor de Dios, hará una mueca de desagrado, diciendo: «¡Qué lástima de tiempo perdido!». No entienden ni son capaces de entenderlo, porque no tienen fe; su corta razón no descubre otros horizontes; la fe no los introduce en los secretos divinos, y por eso no pueden comprender que nuestra obra de oración es la más agradable a Dios y la más provechosa para nuestras almas.
Lo mismo podemos decir de cualquier observancia de nuestra regla monástica. La fe nos muestra su valor en orden a la eternidad; ella nos sobrepone a los juicios, a la sabiduría del mundo, que es, según san Pablo, «locura para Dios (1 Cor 3,19). «Nosotros recibimos, dice el Apóstol, no el espíritu del mundo, sino el que viene de Dios, para que conozcamos los dones que nos dio con su gracia: porque este espíritu se adentra hasta las mismas profundidades de Dios» (1 Cor 2,10.12).
Y porque nos adherimos a este Espíritu, la fe se convierte en nosotros en lo que nuestro santo Padre llama «luz deifica» (RB, pról.), que ilumina y eleva nuestra vida entera.
La fe es, en efecto, para nosotros, la verdadera luz divina. Dios da por luz a la vida natural la razón, y la inteligencia es la facultad que dirige la actividad humana. De la misma manera a la vida espiritual proporciona Dios una luz adecuada. ¿Cuál es esta luz? En el cielo, donde la vida sobrenatural alcanza su perfección, es la luz radiante de la gloria, el poder visual de la visión beatífica: «En tu luz veremos la luz» (Sal 35, 10). Acá abajo es la luz velada de la fe. El alma que quiere vivir la verdadera vida, debe guiarse por esta luz, que la hace participante del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de todas las cosas.
También en esto es Cristo nuestro perfecto modelo, y nosotros estamos predestinados a reproducir el divino ideal que es el mismo Jesucristo. Ahora bien: ¿de dónde recibía el impulso su actividad? De la luz que su santa alma recogía de la visión beatífica. De todos es sabido que el alma de Jesucristo, desde el instante de su creación, contemplaba a Dios; y de esta visión se desprendía la luz en la cual veía todas las cosas y que le dirigía en sus operaciones. Él no nos revela más que lo que ve, no nos habla más que de lo que siente (Jn 3,11): no obra más que lo que ve obrar al Padre (Jn 5,19). «Nada de Él, nada por Él mismo; nada hace fuera de lo que el Padre le revela. Y hace todo cuanto hace el Padre, y añadamos también que lo hace como el Padre, con la misma dignidad y perfección, porque es el Hilo unigénito, Dios de Dios, perfecto procedente de lo perfecto» [Bossuet, Méditations sur le Saint Evangile, La última semana del Salvador, 38º día].
La luz de la fe es para nosotros, en este mundo, preludio de la visión beatifica. Los hijos de Dios conocen a Dios y lo contemplan todo en esta luz (Jn 1,18). A Dios, ante todo: porque aunque «nadie en este mundo ha visto a Dios, que habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6,16) no obstante, se ha manifestado a nosotros por su Hijo Jesucristo: «Ha hecho brillar su luz en nuestros corazones, conforme resplandece en Jesucristo» (2 Cor 4,6). El Hijo unigénito, que está siempre «en el seno del Padre» (Jn 1,19), nos manifiesta a Dios: «Aquel que me ve, ve a mi Padre» (Jn 14,9); y si aceptamos el testimonio del Hijo, del Verbo, conoceremos los secretos de la vida divina.
Con esta claridad celestial, el alma juzga las cosas como Dios las ve, discierne y aprecia. Contempla la creación con los mismos ojos que los mundanos desprovistos de fe; empero el universo le descubre lo que éstos no ven: o sea que es el reflejo de las perfecciones del Criador. En las ceremonias eclesiásticas, el alma creyente no ve sólo la exterioridad de los actos litúrgicos y de los símbolos, que cualquiera puede admirar, sino que penetra en el fondo de los ritos para reconocer en ellos el ideal de Dios, las intenciones de la Iglesia, los misterios del culto, la realización de una idea divina, las perfecciones de Dios y la gloria que se le tributa; y conjuntamente con el humo del incienso, eleva al Señor el himno del corazón amante y reconocido. De una manera semejante, bajo la apariencia vulgar o bajo el cariz inesperado, penoso o enigmático de los acontecimientos cotidianos, el Hijo de Dios descubre la acción amorosa de una Providencia infalible y maternal.
Cuando esta vida de fe es ardiente conduce a la más alta perfección, como acontecía, según acabamos de ver, en la santa humanidad de Jesucristo, el cual sacaba de la visión beatífica el principio de su perfección y actividad. El que vive de fe, exteriormente se conduce como los hombres; como ellos ejercita sus facultades humanas, pero en un plano superior, iluminado por la luz de la verdad divina. Jesucristo es la verdad, la luz; quien vive de esta verdad es «hijo de la luz» (Jn 12,36); vive en la verdad misma y abunda en frutos de luz, que son, según san Pablo, «la bondad, la justicia y la verdad» (Ef 5,9).
¿Es para admirarse ahora que san Benito reclame de nosotros que nos guiemos siempre por la luz de la fe? Recordemos que el santo Patriarca transporta repentinamente al monje al orden sobrenatural; quiere que «cada día» tengamos los ojos fijos en la «luz deifica» (RB, pról.) para recibir continuamente sus rayos, y que toda la vida del religioso radique en la fe.
A la luz de estas palabras, meditemos estas contadas líneas entresacadas de la Regla. ¿Por qué debe el monje obedecer a su abad? Únicamente «porque hace las veces de Cristo» (RB 2 y 63). ¿Por qué los hermanos deben permanecer idealmente unidos entre sí? Porque «todos son una misma cosa en Cristo» (Gál 3,28; RB 2). ¿Por qué se debe recibir a los huéspedes con diligencia y gozosamente, a cualquier hora que lleguen –en tiempo de san Benito eran numerosos, «nunca faltan» (RB 53)–, aunque sea de improviso? Porque «en ellos recibimos al mismo Cristo, y, al ponernos a sus pies, nos postramos a los de Cristo» (RB 53). ¿Por qué debemos poner especial cuidado con los pobres y con los peregrinos? Porque «Cristo se ofrece a nuestra fe especialmente por estos miembros desheredados» (RB 53).
Lo mismo dice san Benito de los enfermos del monasterio: recomienda con vivísima insistencia que no les falte ningún socorro en la enfermedad. A alguno extrañará esta solicitud cuando el estado monástico es de abnegación; sin embargo, es bien explicito el mandato del Santo: «Ante todo y sobre toda el abad tendrá cuidado de los enfermos» (RB 36). ¿Por qué tanta insistencia? Porque la fe ve a Cristo en sus miembros doloridos: «Se les servirá como a Cristo en persona, porque Él ha dicho: Estuve enfermo y me visitasteis» (cfr. Mt 25,31-46; RB 36).
Esta fe, este aspecto sobrenatural, quiere san Benito se extienda a todo acto del monje; ya esté en el coro, ya sirva a la mesa o viaje, siempre el monje debe hallarse sumergido, según el santo Legislador, en esta luz de la fe. Si el Santo enumera minuciosamente las cualidades naturales que deben tener los principales oficiales del monasterio, la primera que exige es que sean «temerosos de Dios» (RB 31 y 53), y el maestro de novicios, que «sea apto para ganar las almas» (RB 58).
Aun las mismas cosas materiales quiere ver circundadas por esta luz de fe. El monasterio es «la casa de Dios» (RB 31); de aquí que los muebles y todos los utensilios del monasterio «deben tratarse como vasos sagrados» (RB 31). El mundo dirá que tal encomienda es asaz mezquina, ingenua y vana, pero muy de otra manera piensa el santo Legislador. ¿Por qué? Porque su fe era viva y comprendía que todas las cosas delante de Dios tienen el valor que les da nuestra fe. [La fe o, mejor dicho, lo que llamamos espíritu de fe, espíritu sobrenatural, aparece en la Regla de mil maneras, tan edificantes para el creyente como paradójicas y ridículas para el mundano: el mihi fecistis del Evangelio se lleva hasta el último extremo. Dom Festugière, La liturgie catholique].