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2. Cómo esta victoria es preciosa y de qué vida es preludio

Lo que en realidad hace relevante esta victoria es el hecho de ser de suyo un don insigne del amor de Cristo, el cual pagó por el precio nada menos que de su sangre. Oigamos lo que el Señor decía a sus discípulos en los últimos momentos de su vida: «Confiad, yo vencí al mundo» (Jn 16,33).
Y ¿cómo venció al mundo? ¿Con oro? ¿Con el brillo de sus acciones externas? No: para el mundo, Jesucristo no pasaba de ser «el hijo de un artesano» (Mt 13,55) de Nazaret. Fue humilde toda su vida: nace en un establo, vive en un taller; durante sus correrías apostólicas muchas veces no encontró albergue, ni en donde reclinar su cabeza (Mt 8,20). La sabiduría del mundo haría un ademán de desdén al solo pensamiento de que se pudiera triunfar de ella con la pobreza y el abatimiento.
¿Venció, pues, por el buen éxito temporal, inmediato de sus empresas o por otras ventajas humanas propias para imponerse y dominar? Es evidente que no, pues fue escarnecido y crucificado. A los ojos de los «sabios» de entonces su misión fracasó ruidosamente en la cruz: sus discípulos se dispersan; el pueblo mueve la cabeza en señal de desprecio; los fariseos se mofan de Él, diciendo: «He aquí que a otros salvó y a sí mismo no puede salvarse: que baje de la cruz y entonces creeremos en Él» (Mt 27,42).
Y, no obstante, el fracaso no era más que aparente; precisamente en aquellos mismos momentos era cuando Cristo vencía; a los ojos del mundo, desde el punto de vista humano, Jesús era un vencido; pero a los ojos de Dios, era el vencedor del príncipe de las tinieblas y del mundo: «Confiad, yo he vencido al mundo». Desde aquel momento, Jesucristo «fue constituido por el Padre en Rey de las naciones» (cfr. Sal 2,6), y «sobre la tierra no hay otro hombre que sea para nosotros causa de salvación» (Hch 4, 2), y «puso a sus enemigos por escabel de sus pies» (Heb 1,13; 10,13, Sal 109,1).
Igual poder de vencer al mundo da Jesús a sus discípulos. Mas, ¿de qué manera les hace participantes de la victoria? Mediante la adopción divina por la fe. En este respecto nos da san Juan una lección profunda que será bueno hagamos resaltar.
Dios es el Ser por excelencia, la Vida; se conoce plenamente y se dice a Sí mismo con una palabra infinita lo que es: esta palabra es el Verbo; y el Verbo expresa toda la divina esencia, no sólo considerada en sí misma, sino también en cuanto puede ser imitada de fuera. En el Verbo, Dios contempla el ejemplar de toda criatura, aun de la meramente posible; en el Verbo tiene vida todo ser. «Al principio existía el Verbo, y el Verbo era Dios; sin Él nada se hizo, y lo que se hizo era vida en Él» (Jn 1,1-4) [Cfr. San Agustín, Tractat. I in Joan. n. 16 P. L. t. 35, col. 1387].
La vida natural, que trae su primer origen del Verbo, la hemos recibido inmediatamente de nuestros padres.
Pero todos sabemos que hemos sido llamados a un estado superior, a compartir la vida de Dios haciéndonos «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4). Esta vocación a una dicha infinita es una obra de amor por excelencia, que corona, y en un sentido profundo explica todas las otras obras. Si nuestra vida natural viene de las manos de Dios: «Tus manos me hicieron y formaron la totalidad de mi ser» (Job 10,8; cfr. Sal 118, 73), la vida sobrenatural brota de su Corazón. «Considerad el amor grande que el Padre nos ha manifestado, queriendo que seamos llamados hijos de Dios y que lo seamos realmente» (1 Jn 3,1). Esta vida divina no destruye la natural en lo que tiene de buena, antes bien, sobrepasando todas sus posibilidades, exigencias y derechos, la eleva y la transfigura.
Pero la fuente de esta vida divina y de sus efusiones es el Verbo: Dios nos ve en su Verbo, no solamente como simples criaturas, mas también elevados al estado de gracia. Todo predestinado representa una idea eterna de Dios. «Voluntariamente nos engendró por medio de su palabra de verdad» (Sant 1,18). Cristo, el Verbo encarnado, «es la imagen a la cual debemos conformarnos para ser y permanecer hijos de Dios» (Rom 8,29). Él es, según hemos dicho, el Hijo de Dios por naturaleza; nosotros, por gracia; pero una misma vida divina es la que inunda tanto la humanidad de Cristo como nuestras almas. Este Hijo único, nacido de Dios en los santos esplendores de una generación eterna e inefable, es el Hijo de Dios vivo, porque posee la vida en sí mismo. Más aún: «Él es la vida» (Jn 14,6); y lo que le mueve a revestirse de la humana naturaleza es únicamente el hacernos partícipes de esa vida (Jn 10,10).
¿Cómo participaremos de esta vida? Recibiendo a Cristo por la fe. «A todos aquellos que lo acogieron dio poder de hacerse hijos de Dios, a cuantos creyeron en su nombre y nacieron de Dios» (Jn 1,12-13). Nuestro ingreso en la nueva vida es un verdadero nacimiento, que se efectúa por la fe y el bautismo, sacramento de la adopción: «Nacido del agua y del Espíritu Santo» (Jn 3,3.5). Por esto dice san Juan: «El que cree que Jesús es Hijo de Dios, de Dios nace» (1 Jn 5,1).
Es, pues, manifiesto que para «nacer de Dios», para «ser hijo de Dios», es necesario creer en Jesucristo y recibirlo. La fe es el fundamento de esta vida sobrenatural, que nos hace participar de un modo inefable de la vida divina; ella nos introduce en esta esfera sobrenatural, que es completamente inaccesible a las miradas del mundo: «Vuestra vida está oculta con Cristo en Dios» (Col 3,3). Es la sola vida verdadera, porque no fenece como la vida natural, antes florece en la eternidad con una beatitud completa.
El mundo no ve, o mejor, no quiere ver ni conocer otra vida que la natural, ni en el individuo, ni en la sociedad; estima y admira sólo lo que aparece, lo que brilla, lo que triunfa temporalmente; juzga de las apariencias y según los ojos de la carne; no se funda más que en el esfuerzo humano y en las virtudes naturales. Éste es su modo de apreciar y obrar. Ignora y desprecia sistemáticamente la vida sobrenatural, y se mofa de una perfección que traspasa los lindes de la razón; el esfuerzo natural no puede producir más que efectos del orden natural. «El que de la carne nace, carne es», dice san Juan (Jn 3,6); lo que es producto de la naturaleza solamente, sin lo sobrenatural es nada a los ojos de Dios: «la carne no aprovecha para nada» (Jn 6,64).
Un hombre sin fe, sin gracia, puede con un esfuerzo vigoroso y perseverante de la voluntad adquirir cierta perfección natural; puede ser bueno, íntegro, leal, justo, mas esto no es otra cosa que una moralidad natural, y siempre, desde algún aspecto, imperfecta. Entre ella y la vida sobrenatural, entre ella y la vida eterna, media un abismo. Con todo, el mundo se satisface con esta perfección, con esta vida natural.
La fe se eleva más arriba, y transporta al alma hasta Dios, por encima del universo visible. Esta fe, que nos hace nacer de Dios, ser hijos de Dios por Jesucristo, nos hace también vencedores del mundo. Admirable es esta doctrina de la epístola de san Juan: «Aquel que nace de Dios, triunfa del mundo… Y, ¿quién es vencedor del mundo sino quien cree que Cristo es Hijo de Dios?» (1 Jn 5,4-5).