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Al unirnos el voto de estabilidad a la familia monástica, nos liga además al monasterio: y el monje debe, por consiguiente, amar los muros mismos de la abadía. Es ésta para él la Jerusalén santa, «la ciudad de paz», en que vive bajo las miradas de Dios, en la obediencia al representante de Cristo, en la oración y el trabajo. Por ella repite todos los días la jaculatoria del Salmista: «Sea la paz el ornato de tu fortaleza y afluya sobre tus muros la abundancia de los bienes» (Sal 121,7).
El verdadero monje que aborrece el egoísmo, fuente de la esterilidad espiritual, lo olvida todo por su monasterio, soporta los trabajos más ásperos y se enfrenta con los asuntos más espinosos; porque siente que el amor al claustro ennoblece los trabajos más humildes y fecunda las más ingratas labores; jamás rehúsa lo que pueda ser útil al bien común y provechoso al lugar escogido. Hasta el último momento le consagra su pensar, su amor, sus plegarias, sus fatigas, su misma vida: «Que mi lengua se pegue al paladar si me olvidare de ti» (Sal 136,6).
En esta Jerusalén, el templo debe ser el centro del amor del monje. La iglesia abacial es, en verdad, para él «el edificio sagrado, dedicado a Dios: una estancia grata en que resuenan las inefables alabanzas y armonías de su canto, bajo las miradas del Señor tres veces santo, con el fervor de la fe» [Himno de la Dedicación, a Laudes]. En ella, a diferentes horas del día, rodeado de la familia monástica, el monje, cual otro Moisés en la montaña, levanta sus brazos al cielo por los hermanos que luchan en la planicie; y está cierto de que, mediante su oración fervorosa y constante, puede obtener la victoria para los ejércitos de Israel sobre los enemigos de Dios y de su pueblo.
Su mirada, iluminada por la fe, se extiende a todo lo concerniente al reino de Dios; su caridad, inflamada por la devoción, quiere abrazar las almas todas que se revuelven en la ignorancia, el error, la miseria, la tentación, el sufrimiento, el pecado; todas aquellas que se desviven por extender en la tierra el reino de Cristo, y aquellas otras a quienes la llama del amor impulsa a estar más cerca del Señor. A fin de hacer más eficaz su intercesión, une su plegaria a la omnipotente y siempre oída de la divina Víctima, que extiende sus brazos sobre el nuevo Calvario, el altar mayor.
¡De qué veneración no rodea al altar mayor de su abadía, aquella piedra sobre la cual se difundió el santo óleo y ardió el incienso sagrado! Nada ha perdido este altar de los carismas que descendieron sobre él el día de la consagración: antes, al contrario, la misa conventual, a la que asiste diariamente la familia monástica, lo consagra más y más; por esto el monje lo debe amar como lo ama el mismo Dios. ¿No es acaso el altar con las cinco crucecitas en él esculpidas, y que representan las llagas de Cristo, la imagen del Hijo predilecto? ¿No depositamos sobre él la cédula de nuestra profesión monástica, uniendo así más estrechamente nuestra oblación al sacrificio de Jesucristo, para que subiese al cielo en olor de suavidad? «He aquí que el perfume de mi Hijo es como el de un campo fructífero bendecido por Dios» (Gén 27,27).
En este templo, en que todas las piedras rezuman adoración, sacrificio, acción de gracias y súplicas, se detiene el monje a menudo ante la imagen del gran Patriarca para aprender de él la ciencia más importante, la ciencia de las cosas divinas. ¿No fue por ventura nuestro santo Legislador el varón de Dios por excelencia, vir Dei, el vidente que en toda su vida «anduvo delante de Dios en la perfección»? (Gén 17,1). ¿No es él el nuevo Abraham a quien Dios prometió, como señal de bendición celestial, «una posteridad numerosa y fuerte, que ilustraría su nombre»? (Gn 12,2).
San Benito tiene en su mano la Regla, que en su profunda humildad sólo conceptúa como «un esbozo» [RB, cap. 83]. Pero nosotros sabemos que de ella se desborda el espíritu de santidad; y no ignoramos la pléyade inmensa de monjes que, a través de los siglos, ha santificado; que aportó a la Iglesia recursos poderosísimos y al mundo el fermento de una civilización cristiana. «¿Quién es capaz de imaginar la extraordinaria influencia de este pequeño código (de la Regla) en el mundo occidental durante catorce siglos?
San Benito pensaba en sólo Dios y en las almas anhelantes de Cristo: con la sencillez de su fe no pretendía más que «establecer una escuela del divino servicio»; y porque él no buscaba más que «lo único necesario», Dios bendijo la Regla de los monjes con una singular gracia de fecundidad, y a san Benito reservó un lugar preeminente en el coro de los grandes Patriarcas» [Commentaire sur la Regle de S. Benoît, por el Abad de Solesmes; Introduction, II. Este precioso trabajo de Dom Delatte será citado más de una vez en estas Conferencias].
Esta santa Regla nos enseña que el ideal del monje debe consistir por entero en «buscar a Dios» para comunicarlo a los demás; en máximas seguras sacadas del Evangelio traza el camino de la perfección más sublime; después nos conduce a esta «busca» siguiendo las huellas de Jesucristo, por el camino de la obediencia, de la oración y del trabajo. Con ella el monje se santifica personalmente, se edifica socialmente el reino de Cristo y es glorificado el Padre celestial. Por ella vive todavía el Patriarca en la Iglesia, puesto que infiltra en los que la observan el espíritu de santidad del que fue llamado el «Bendito de Dios».
Ante la imagen del santo Legislador bien podemos alegrarnos y rendir a Dios humildes acciones de gracias, pues aunque indignos, nos afilió a la estirpe santa de su posteridad. Debemos repetir por nosotros, por nuestros hermanos y por cuantos habitan la santa ciudad de Dios, la plegaria que la Esposa de Cristo pone en nuestros labios: «Promueve, Señor, en tu Iglesia el espíritu de santidad que animaba a nuestro glorioso Padre san Benito, abad: para que, llenos del mismo espíritu, nos esforcemos en amar lo que él amó y obrar conforme a sus enseñanzas».