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La idea de la excomunión, desde el punto de vista monástico, presenta otros aspectos, aptos a sugerirnos diversas enseñanzas.
Puede acaecer, y no será menos grave, que uno «excomulgue» a sus propios hermanos. ¿Cómo? Faltando a la caridad y excluyendo a alguno, si no de su propio corazón, al menos de la irradiación de su caridad efectiva. También se puede «excomulgar» a uno del corazón de los demás provocando la desconfianza entre las personas. Es este un pecado tan contrario al espíritu cristiano, que debemos ponernos especialmente en guardia contra él y obrar en esta materia con delicadeza suma.
La sociedad cenobítica es una, y el aglutinante con que están unidos sus miembros es la caridad. Si ésta se resquebraja, se amortigua la vida divina en este cuerpo social; porque, en efecto, el signo distintivo que infaliblemente caracteriza a los miembros de la sociedad cristiana es el amor mutuo, según lo indicó el mismo Jesucristo: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos para con otros» (Jn 13,35). Lo mismo debemos decir de la Sociedad monástica: la verdadera señal de la protección de Cristo sobre la familia cenobítica es la caridad que reina entre sus individuos. ¡Ay del que, de cualquier modo, enfríe el espíritu de caridad! Al rasgar el vestido de la Esposa se arranca a sí mismo la señal por excelencia del cristiano.
Jesucristo es uno: Él mismo nos asegura que cuanto hagamos al menor de nuestros hermanos –de sus hermanos–, sea bueno o malo, a Él mismo se lo hacemos (Mt 25,40.45); y san Benito se lo recuerda al abad mandándole amar a todos indistintamente (RB 2). Quiere que todos «se den muestra de amor ferviente y casto» (RB 72). Este amor debe conocerse en que «anteponemos al nuestro el bienestar de los demás» (RB 72); y este amor será causa de que «mutuamente y con gran paciencia se toleren las enfermedades corporales y diferencias de carácter» (RB 72).
Se manifestará otrosí este amor en la mutua obediencia, en todo aquello, ya se sobreentiende, en que directamente no intervino mandato superior: sumisión solícita «que podemos prestar en muchas circunstancias en que se nos pide algún pequeño servicio» (RB 71).
Y porque exige que ese amor sea casto, quiere san Benito que sea respetuoso. Recuerda la recomendación de san Pablo a los simples cristianos: «Adelantaos los unos a los otros en honraros» (RB 72). ¿Cuál es la razón de este respeto mutuo? El ser cada alma en estado de gracia templo del Espíritu Santo. Debemos respetar a nuestros hermanos como a cosas sagradas. El santo Legislador reclama este sentimiento y actitud reverencial de modo especial en los jóvenes en sus relaciones con los ancianos: «Honrar a los ancianos» (RB 4), y asimismo quiere que «se manifieste el amor» principalmente por parte de los ancianos «respecto de los jóvenes» (RB 4). Seamos todos respetuosos, evitando la familiaridad ineducada que degenera en menosprecio.
Respeto, amor y obediencia es el triple carácter que deben tener las relaciones de los miembros de la familia monástica. Feliz mil veces la comunidad que abunda en tales sentimientos y cuyos miembros son un solo corazón y una sola alma. Dios nuestro Señor, derramará copiosas bendiciones sobre ella, porque cumple el deseo más ardiente de su Corazón, la aspiración de toda su vida: «Que se funden en la unidad» (Jn 17,23). «El único medio con que podemos demostrar que Dios reina en nosotros, escribe San Beda el Venerable, es el espíritu de la santa e indivisible caridad» [Vita Bedae, auctore anonymo pervetusto. P. L. 90, col. 51]. El gran monje se hacía en esto eco fiel del mismo Jesucristo: «Se conocerá que sois mis discípulos si os amáis mutuamente» (Cfr. Jn 13,35).