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Otra característica de la vida cenobítica, como la concibe y organiza san Benito, es la estabilidad.
El gran Patriarca desea que, en cuanto sea posible, tenga el monasterio todo lo necesario, porque «no conviene que el monje ande fuera vagueando» (RB 66). El mundo, por el cual Jesús no rogaba (Jn 17,9), tiene sus máximas, costumbres y modos de obrar contrarios al espíritu cristiano y sobrenatural; su ambiente es funesto al alma que quiere guardar el perfume de «la vida escondida en Dios» (Col 3,3). El verdadero ambiente social y moral donde debe desplegarse naturalmente en Dios el alma del monje es el claustro: ni aun so pretexto de celo debe dejarlo si no es por prescripción de la obediencia.
La estabilidad, desconocida antes de san Benito, la constituyó Él, como objeto de un voto, en virtud del cual el monje se incardina por toda la vida al monasterio y comunidad de que forma parte. El Santo reprendió cierto día a un solitario de la Campania porque se había atado a una roca con una cadena [San Gregorio, Diálog., lib. III, c. 16]. Nosotros nos ligamos a Cristo con la estabilidad; empero, este voto no será grato a Dios si no cuidamos de guardarlo con amor, perseverando firmes en la observancia de la vida cenobítica.
Para comprender la importancia de este punto, bueno es recordar un principio que todos conocemos, pero que, atendida su capital importancia, siempre es provechoso rememorar.
Todas las divinas misericordias nos provienen de la predestinación en Jesucristo: es ésta una de las verdades más claramente expuestas por san Pablo, el Apóstol que fue arrebatado hasta el tercer cielo y fue escogido y formado por el mismo Jesucristo. Desde la soledad de su prisión escribe a los de Éfeso, que la aurora de toda gracia está en la eterna elección que Dios hizo de nosotros en su Hijo: «Bendito sea Dios –dice– Padre de nuestro Señor Jesucristo que nos colmó de bendiciones celestiales y nos eligió en Él» (Ef 1,3-4). Por un libre movimiento de amor quiso escoger el linaje humano, elegirnos para constituirnos en hijos suyos; pero ante todo comenzó por la predestinación de la humanidad de su Hijo Jesucristo.
En la mente divina, Jesús «es el primogénito entre las criaturas» (Col 1,15); por esto Dios exorna esta naturaleza humana «con todos los tesoros de ciencia y sabiduría» (Col 2,3), de modo que aparezca llena de gracia y verdad» (Jn 1,14), objeto de las complacencias del Padre.
Pero Cristo atrae y une a sí mismo a la humanidad que viene a rescatar y salvar; y el Padre, por Cristo y en Cristo, extiende sobre el cuerpo místico de su Hijo sus gracias y complacencias. Todo cuanto exista separado de Cristo es como si no existiera para Dios; la unión con Jesucristo es condición esencial para labrar nuestra salvación y santidad, como fue antes prenda de nuestra elección: «en Él fuimos elegidos».
Pero, ¿cómo existimos nosotros y moramos en Cristo? Por la Iglesia. Después de la Ascensión, la vía normal y regular de nuestra unión con Jesucristo, que la produce y la salvaguarda, es participar del organismo visible que Él fundó. Ahora bien, así como el cuerpo de Cristo unido a su alma era «el instrumento de la divinidad» y canal de toda gracia, así también no llegará ésta hasta nosotros si no estamos unidos al cuerpo de la Iglesia. El bautismo que nos incorpora a esta sociedad es, justamente con la fe, la primera condición de la gracia y de la misma salvación: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra –dijo Jesús–; id y enseñad a todas las gentes: el que creyere y sea bautizado, se salvará» (Mt 28,18-19).
He aquí la ley establecida por Jesucristo mismo y ratificada por el Padre, quien remite a su Hijo el juicio de todas las cosas (Jn 3,35; 5,22). «Nadie va al Padre –ninguno le es grato ni recibe sus dones– sino por Jesús» (Jn 14,6). Nadie, por los medios normales y la ley ordinaria (ya sabemos que en casos excepcionales basta el bautismo de deseo, y que muchos de nuestros hermanos cismáticos están de buena fe); nadie, digo, puede unirse a Cristo si no es por la Iglesia; ni recibe su doctrina, ni participa de su gracia fuera de la Iglesia; porque Cristo es la cabeza de su cuerpo místico; la Iglesia forma parte «de su carne y huesos» (Ef 5,30), dice san Pablo; mas «nadie odia su propia carne –continúa el Apóstol–, sino antes bien la regala y conserva para perfeccionarla». Esto es lo que hace Jesucristo por su Espíritu vivificador.
Cuanto más se vive, pues, la vida de la Iglesia, aceptando sin reservas su doctrina, observando sus preceptos y practicando su culto, tanto más abundantemente participamos de las gracias que Jesús derrama incesantemente sobre su Esposa. La verdad irradia en el alma y la fecunda en la medida en que estamos unidos más estrechamente a la Iglesia.
De aquí se deduce también qué mal grave sea la excomunión, que corta el manantial de la gracia, como al sarmiento separado de la vid la savia ya no lo nutre y queda destinado al fuego. Como lo indica la misma palabra, la excomunión separa al alma de la comunión de los santos, de la «solidaridad de los bendecidos por el Padre» (cfr. Mt 25,34); la priva de todas las luces celestiales que el Padre difunde para todas las almas en su Hijo Jesús; es como la sombra anticipada de la excomunión final y maldición suprema: «Apartaos de mí, malditos» (Mt 25,41).
He aquí en síntesis el plan divino establecido por el Padre, que nos predestinó a compartir, como hijos, su dicha infinita. «Todo don perfecto, que alegra al alma, viene de Él» (Sant 1,27) por su Hijo Jesús; y éste no nos une a Él sino por la Iglesia, la dispensadora de las gracias del Esposo. Para participar de ellas, menester es permanecer en este organismo visible y vivir su vida.
Hemos aludido antes de ahora a la analogía que hay entre la Iglesia y la sociedad monástica instituida por san Benito.
Observaremos, primeramente, que las órdenes e institutos religiosos, promovidos por el Espíritu Santo y reconocidos y aprobados por la Iglesia y asociados a ella oficial y canónicamente, tienen, por esta razón, una unión más estrecha con la Esposa de Cristo; sus miembros, como privilegiados de la Iglesia, se hacen acreedores con título especial a las bendiciones celestiales.
Pero menester es, para que estas gracias especiales lleguen a las almas, que vivan la vida orgánica de la sociedad de que son miembros. Es ésta una verdad muy importante. Así como nosotros nos incorporamos a Jesucristo por la Iglesia el día del bautismo, de la misma manera entramos en la corriente de la gracia religiosa el día de nuestra profesión: desde entonces participamos eficazmente de ella en la medida en que vivamos la vida común. Si alguno pretendiese desentenderse de los ejercicios comunes, no vinculando a ellos ciertas gracias, por tratar directamente con Dios, caería en el error de los protestantes, que se imaginan allegarse a Dios sin la ayuda de la Iglesia: quieren la gracia divina a su modo; mientras los católicos buscamos a Dios como Él quiere que se le busque, esto es, rindiéndole homenaje de humildad y de fe.
Nosotros, ¿qué pedimos el día de la recepción del santo hábito? «La misericordia divina y el ingreso en la familia monástica», que nos obtendrá aquélla. Apartados de la vida común, que es la señal de nuestra especial elección, seríamos los desechos de la orilla del río, que éste sigue humedeciendo, pero sin querer arrastrarlos en las corrientes impetuosas de sus aguas vivas.
Bien se echa de ver la importancia que para el religioso tiene la vida común tal como está ordenada y establecida; para el monje, como para el cristiano, la excomunión, aun en el mero sentido monástico, como la establece san Benito, es una pena terrible.
Hay inteligencias, dice el santo Legislador, incapaces de comprender la gravedad de esta pena y el daño que se acarrean, al ponerse en el caso de ser excluidos por el superior de la vida común. El santo Patriarca establece esta pena para algunas culpas; pero entendemos que el así excomulgado no está privado del amor paternal que el abad debe sentir por todos sus monjes. El amor humano, como el divino, se compadece bien con la severidad que en ciertos casos hay que adoptar, y se manifiesta tanto en la aplicación de castigos saludables, como en las recompensas y halagos. Para sanar a un enfermo, ¿no acude a veces el médico a prohibiciones, a separaciones, a remedios amargos?
Serán rarísimos, en verdad, los casos en que el abad, único que la puede fulminar, se verá precisado a decretar la excomunión, y aun entonces tiene esta pena diversos grados. Pero también puede suceder que, si nos descuidamos, nosotros mismos nos excomulguemos; y entonces el daño es más temible, por cuanto la reacción saludable es más difícil.
¿Y cómo sucederá esto? Por infidelidades consentidas y habituales; por la voluntad propia, que gradualmente abandona los ejercicios y usos de la vida común. Hay individuos con tendencia a preferir lo que hacen privadamente a lo que hace la comunidad como tal; se imaginan, por ejemplo, que les es más provechoso pasar la recreación dedicados a Dios en el oratorio que departir en conversación con sus hermanos: tal piedad, no solamente es falsa, sino prácticamente estéril o cosa peor. ¿Cómo puede comunicarse Dios a unas almas que se apartan ellas mismas del curso de las gracias por Él determinado? Es imposible: Dios se comunica solamente a las almas dóciles y fieles, esto es, a aquellas que, obedeciendo a la autoridad legítima, están donde las quiere la obediencia, a la hora y en el empleo que ella ordena. Si Dios no nos encuentra donde nos busca, no seremos bendecidos: «Bienaventurados los siervos a quienes el amo al llegar encuentre vigilantes» (Lc 12,37).
Recordemos, por otra parte, que ninguna circunstancia externa puede impedir la acción divina y su eficacia benéfica sobre las almas. Santa Catalina de Siena, en plena calle, mientras volvía una tarde con su hermano menor Estéfano a su casa, tuvo su primera visión: se le apareció el Señor, sentado en magnífico trono, y le sonreía amorosamente, al mismo tiempo que hacía sobre ella la señal de la cruz.
«Y fue tan poderosa la bendición del Eterno, que fuera de sí, a pesar de que la jovencita era tímida por naturaleza, se estuvo queda en la vía pública, con los ojos clavados en el cielo, en medio del ir y venir de los hombres y animales» [Jörgensen, Santa Catalina de Siena, pág. 6].
Lo que sucede a los santos se realiza también proporcionalmente en toda alma fiel: Jesucristo busca a veces los momentos que parecen humanamente más inoportunos, menos propicios al recogimiento, para comunicarnos sus luces, y con tanta mayor abundancia, cuanto más despejada esté de la propia satisfacción el alma, atenta sólo, por la obediencia, a cumplir la voluntad divina. Prodiga sus luces a veces con tal esplendor, que el abrazo del Esposo es largamente saboreado y el alma se embriaga en el perfume de la visita divina.
Cada uno puede excomulgarse a sí mismo, no sólo distanciándose de los demás, por infidelidades, por piedad mal entendida, apartándose de los ejercicios, usos y costumbres de la vida común, sino también por las singularidades. Se puede faltar en esto de diversos modos, pero principalmente vamos a fijarnos en los ejercicios de piedad y devoción. Es fácil hallar pretextos para justificarse a los propios ojos; persuadirse que así se demuestra un conocimiento más profundo de las cosas que se ejecutan, pensar que se llevan a cabo acciones magníficas.
Empero, san Benito nos enseña que esto no es otra cosa, muchas veces, que vano orgullo; porque esto equivale a decir: «Sé mejor que los otros lo que hay que hacer; comprendo mejor cómo hay que obrar: no soy como los demás» (Lc 18,41). Por ordinarias y sencillas que sean las maneras usuales de proceder, es una prueba de humildad, dice nuestro bienaventurado Padre, conformarse con ellas, sin afán de distinguirse: «El octavo grado de humildad consiste en que el monje nada haga sino lo preceptuado por la Regla común del monasterio y cuanto persuada el ejemplo de los mayores» (RB 7).
Es un punto éste de suma importancia, porque la gracia parece como que se halla vinculada a la humilde observancia de las costumbres y tradiciones comunes. «Dios da su gracia a los humildes» (1 Pe 5,5; Sant 4,6), mientras el orgullo, del que casi siempre procede el singularizarse, nos aparta de Él y nos hace insoportables a nuestros prójimos, muchas veces sin darnos cuenta. Consideremos a nuestro divino Salvador: ¿qué modelo más perfecto de santidad encontraremos para nuestro ejemplo e imitación?
Es Dios la eterna Sabiduría encarnada; todo lo que hace es infinitamente agradable al Padre (Jn 8,29), no sólo porque es Hijo de Dios, sino porque todo lo hace con perfección divina. Durante treinta años permanece en tal oscuridad –precisamente lo contrario del singularizarse– que al empezar su vida pública sólo es conocido como «el hijo del artesano» (Mt 13,55). Asombraban a todos su doctrina sublime, sus grandes milagros, porque hasta entonces se había abstenido de la menor ostentación. Y ¡qué sencillez admirable en los actos de su vida pública! «Fatigado en sus correrías apostólicas, se sienta sobre el brocal del pozo» (Jn 4,6). No muestra nunca afectación, singularidad, ni exhibición. Y poseía, sin embargo, todos los tesoros de la ciencia (Col 2,3). En comparación de la suya, ¿qué son nuestros conocimientos personales, toda la ciencia humana? Suprema estulticia, nada.
El verdadero monje, que jamás pierde de vista al divino modelo, sigue siempre con sencillez, rectitud y abandono filial las costumbres que son corrientes en la sociedad en que entró y que son señal de la unidad que Cristo quiere reine en su cuerpo místico. Nos atreveríamos a decir que en ellas encontrará exteriormente escrito para él el programa práctico de la perfección que juró buscar; y si el demonio intenta engañarnos con el señuelo de estar más unidos a Dios por prácticas privadas, con singularidades, no le atendamos. Si algún día alcanzásemos aquella santidad que san Benito requiere de los ermitaños, y nos constase que esa era la voluntad de Dios, entonces sí podríamos fabricarnos un retiro, tributando al Señor los homenajes de adoración y respeto, que pide de tal vocación extraordinaria.
Entre tanto, ya seamos simples monjes, ya gocemos de la confianza del abad, que nos invistió de parte de su autoridad, esforcémonos por observar la vida común: es el camino que nos trazó san Benito, el mismo que nos señala el Señor. La observancia común será la señal de nuestra estabilidad en el bien, como de la permanencia de la gracia en nosotros; porque en ella encontraremos a Jesucristo, y viéndonos el Padre unidos a su Hijo en todo, nos colmará por Él «de toda bendición celestial» (Ef 1,3).
[«Vale más un poco de obediencia –escribía Mons. Gay a una carmelita– que mucho de propia voluntad, aunque ésta llegue a la inmolación de sí mismo. Mejor os quisiera ver en una vida común que no en una vida más santamente brillante y aparentemente más inmolada». Mgr. Gay, directeur de conscience, en Revue du clérgé français, 1916, II, pág, 313].