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2. Actividades propias de la familia monástica: la oración

Delineados de modo general los rasgos de la sociedad monástica, veamos ahora las actividades que debe desplegar y que en términos concretos podemos reducir a dos puntos: la oración y el trabajo: ora et labora.
Al organizar nuestro glorioso Padre la vida cenobítica no se propuso algún fin peculiar, como sería cuidar a los pobres, misionar, cultivar las letras o dedicarse a trabajos científicos: precisamente esto es lo que radicalmente la distingue de las órdenes religiosas que después se fundaron. No intentamos, ciertamente, al compararlas, exaltar a unas en desdoro de otras; pues todas ellas son flores que esmaltan el jardín de la Iglesia e inspiración del Espíritu Santo. Cada una tiene su belleza propia, su especial fulgor; y ocupa cada una de ellas un lugar en el Corazón de Cristo y glorifica al Padre con sus obras. Empero, dice santo Tomás, para penetrar la naturaleza de una cosa, menester es conocer tanto los elementos positivos como los negativos; o en otras palabras, preciso es distinguir para definir.
Todos los religiosos han dejado los bienes terrenales por seguir a Cristo: «He aquí que lo abandonamos todo por seguirte» (Mt 19,27). Mas el modo de seguir e imitar a Cristo difieren en cada orden, según su vocación particular: hay quienes buscan a Dios en los pobres; quiénes en las misiones entre infieles; unos tienen en la predicación su finalidad propia; los otros se consagran a la educación de los niños; y este fin peculiar absorbe todas las energías y esfuerzos e imprime a la respectiva sociedad el carácter específico y la propia modalidad.
El monje «busca a Dios» en sí mismo (RB 68), por sí mismo: éste es el fin adecuado de toda la vida monástica, el que le presta todo su valor y su belleza. Las diversas formas de actividad, de trabajo, de celo o de caridad, no son para él más que consecuencias y manifestaciones de «esta búsqueda del bien único» (cfr. Lc 10, 42), según la perfección de los consejos del Señor, pero jamás el objeto y finalidad de su vida.
El santo Patriarca, al escribir la Regla, se propuso fundar una sociedad sobrenatural, una escuela de perfección en la práctica de la santidad evangélica tomada en toda su amplitud: un centro de todo puro espíritu cristiano. Los miembros de esta sociedad, que abandonaron los bienes terrenales por seguir a Cristo, aquel Cristo «al cual nada han de preferir» (RB 4 y 72), trabajan para llegar a la unión con Dios mediante la práctica lo más perfecta posible de los preceptos y consejos del Evangelio (RB, pról.). A esta sociedad san Benito la organiza de un modo semejante a como lo hizo el Verbo encarnado con su Iglesia.
Ahora bien: de las obras impuestas al cristiano tienen más importancia ante Dios aquellas que dependen de virtudes más excelentes, como las teologales y la religión, o se refieren a ellas. He ahí por qué ciertos deberes que se derivan de la virtud de religión son tan graves, que están prescritos a todos los cristianos sin excepción. Tales son, por ejemplo, oír la santa misa, la recepción de ciertos sacramentos, la oración; mientras que para las otras obras se les concede la libre elección y máxima libertad; no se les ordena ocupación determinada, como no se les proscribe ninguna profesión honesta, con tal que no les impida el cumplimiento de sus obligaciones religiosas.
En una «escuela de perfección cristiana» (RB, pról.), este principio debe, naturalmente, reafirmarse y acentuarse. En la sociedad sobrenatural fundada por san Benito, cuyo fin es la perfección evangélica, necesariamente la práctica de la religión debe ser el punto culminante; y ahí encontramos el porqué de tantos capítulos como el Legislador consagra a ordenar el oficio divino.
[Sábese histórica y críticamente que las considerables ampliaciones que san Benito da al Opus Dei provienen de que en el siglo V el Breviario no estaba unifórmemente dispuesto. Convenía, pues, reglamentarlo para los religiosos].
Es ésta la obra por excelencia a la cual todo debe posponerse, y que será para el monje, con la lectio divina, el trabajo y las obligaciones anexas a los votos, especialmente al de obediencia, el medio más a propósito para alcanzar su objetivo: la unión con Dios. [La obediencia aceptada por amor es el medio principal. Per accidens, sin el oficio divino podrá el monje santificarse, mas no sin la obediencia].
Esta obra es de rigor en todos los monasterios; las otras, en cambio, dependerán de las circunstancias de tiempo, lugar y personas, y sólo se emprenderán mientras no impidan la de carácter primordial, el oficio divino. Es éste, y debe continuar siendo, la obra por excelencia, porque es, según la bella expresión del Patriarca, «la obra de Dios» (RB 43, 47 y 52), la que glorifica directamente a Dios y es para el monje fuente perenne, la más importante y fecunda, de su oración íntima y de su trato asiduo con Dios.
Para más adelante dejamos ampliar como se merecen estas consideraciones; ahora, en conjunto, no queremos más que hacer resaltar estos puntos capitales en la exposición sintética de los diversos elementos de la vida cenobítica. Baste, pues, señalar la importancia que, tanto nuestro santo Padre como toda la tradición benedictina, han dado siempre a la obra de Dios.