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7. Obediencia de acción

A la docilidad del espíritu, san Benito ordena que el monje una la obediencia de acción: «que por amor de Dios se someta al superior con toda obediencia» (RB 7). Sobre este punto trataremos más adelante, porque el santo Patriarca le consagra un capítulo importante. Lo que sí hemos de notar aquí es un doble aspecto muy característico del modo de obrar de nuestro Padre san Benito. Por una parte, revela una gran amplitud de miras en la organización material de la vida monástica; por otra, una fidelidad casi ilimitada a los menores detalles de la observancia, cuando han sido fijados por la autoridad.
Bien lejos de todo lo que parezca convencionalismo y formulismo, el Legislador del monacato deja a la discreción del jefe del monasterio muchas particularidades, algunas no de poca monta. Por ejemplo: le repugna, al hablar de la alimentación del monje, fijar con demasiada precisión la cantidad o la calidad, porque «cada uno –en lo que toca a sus necesidades corporales– tiene su propio don de Dios» (RB 40); y así, en caso de enfermedad y a los delicados les permite comer carne (RB 36 y 39), y de un modo general el uso moderado del vino (RB 40). Más aún: si algún día el trabajo de los monjes es más fatigoso que de ordinario, el abad podrá aumentar la cantidad acostumbrada (RB 39).
Igual libertad le concede en el vestir: escogerá lo más conveniente según el clima y otras circunstancias (RB 55); y al tratar de las penas y castigos por las faltas cometidas, lo deja en general «al arbitrio del abad» (RB 34). La misma distribución de los salmos, en el oficio divino, la deja a su facultad si encuentra mejor modo de hacerlo que el trazado en la Regla (RB 18).
Vemos, pues, la gran discreción y libertad con que establece y reglamenta san Benito las cosas materiales; pero no es menos notable la escrupulosidad de obediencia que exige a las menores prescripciones, una vez establecidas. La autoridad del abad se extiende, en cierto modo, indefinidamente: todos, desde el prior y el mayordomo hasta el último de los hermanos, «deben obedecer las disposiciones que el abad estime útiles» (RB 3). Cualquier acto ejecutado conscientemente sin la anuencia del abad se reputará a presunción, y por mínimo que sea incurrirá en la sanción debida: «Quede sujeto a la pena regular quienquiera que se atreviere a hacer alguna cosa por pequeña que sea, sin orden del abad» (RB 67).
Esta completa sumisión se extiende, como es natural, al uso de los objetos del monasterio: «A nadie es lícito dar, recibir o tener cosa propia sin permiso del abad» (RB 33). San Benito va aún más lejos: los mismos actos de mortificación ejecutados por los monjes fuera de lo ordinario son considerados por él como «presuntuosos, vanos e indignos de recompensa» si no han sido antes autorizados y bendecidos con su beneplácito y oración. «Que todo se haga según la voluntad del abad» (RB 49).
¿Cómo explicar un proceder en apariencia tan contradictorio? ¿Cómo conciliar exigencia tan estrecha y generosidad tan amplia? San Benito tenía una inteligencia asaz perspicaz, para no hacer consistir la perfección monástica en tal o cual detalle de la vida común: semejante conducta acusaría una tendencia farisaica que repugnaba a la grandeza de su alma. En esto demuestra su maravillosa discreción. Estos detalles tienen sin duda su importancia, mas sólo constituyen la materia de la perfección; la forma de ésta es mucho más elevada: es la entrega absoluta e incondicional del monje a la voluntad divina por medio de una obediencia llena de amor y generosidad.
Por esta razón se muestra san Benito tan exigente una vez que se ha manifestado esta voluntad. «La obediencia que se presta a los superiores, se presta a Dios» (RB 5). Así también, añade, los que anhelan la vida eterna, «desean vivir bajo la autoridad del abad» (RB 5). Subrayemos bien el término adoptado: nuestro glorioso Padre no dice que soporten la autoridad del jefe del monasterio, sino que la deseen. Tan cierto es que el santo Legislador ve en la obediencia «la ruta segura que lleva a Dios» (RB 71).
Fiel a su método, esencialmente cristiano, el gran Patriarca muestra a sus hijos el único ejemplar de perfección, Jesucristo: mediante la obediencia al abad imitarán los monjes a Aquel que dijo: «No vine a hacer mi voluntad, sino la del que me envió» (cfr. Jn 6,38; RB 7).
Esta es la fecundidad sobrenatural del principio asentado por san Benito: «En el monasterio se considera al abad como representante de Cristo». El abad conduce las almas a Dios troquelándolas en la imagen del Hijo, en quien el Padre tiene todas sus complacencias.
No perdamos jamás de vista este principio esencial, porque es la síntesis perfecta de toda nuestra vida, cual faro luminoso y benéfico que nos dirige. El abad ocupa el lugar de Cristo: es el jefe de la sociedad monástica, pontífice y pastor; los monjes deberán rendirle un amor humilde y sincero, una gran docilidad de espíritu, y una obediencia perfecta. Una comunidad benedictina animada de tales sentimientos, será el verdadero palacio del Rey, el paraíso donde «la justicia y la paz se darán el beso de amor» (Sal 84,11). De estas almas que tan «de veras buscan a Dios» (RB 58), brotará, según la expresión del santo Patriarca, este suspiro íntimo y generoso: «Padre, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». Esfuércese el abad por la oración humilde, por la continua sumisión a la sabiduría eterna y la unión íntima con el Príncipe de los pastores, en conocer esta voluntad divina, para proponerla a sus hermanos; y que éstos, a su vez, la cumplan con una obediencia generosa inspirada en el amor.
Y cuando el Señor (por seguir sirviéndonos de las palabras de san Benito) (RB, pról.) mire a la tierra para observar si hay almas que le buscan, reconocerá en la comunidad corazones que le son gratos, porque son la imagen del Hijo de su amor; verá realizado en ella aquel sublime ideal del Espíritu Santo en las sagradas Escrituras: «He aquí una generación que busca al Señor, al Dios de Jacob» (Sal 23,6).
Nada hay que revele tan sensiblemente esta admirable y fecunda doctrina sobrenatural como la misa conventual celebrada por el abad rodeado de la corona de sus monjes. Revestido de las insignias de su dignidad, el jefe del monasterio ofrece a Dios la Víctima santa; o más bien, por su ministerio, Jesucristo, Pontífice supremo y mediador universal, se ofrece al Padre. El abad presenta a Dios los homenajes, los deseos y los corazones mismos de los monjes, de los cuales sube al cielo un perfume de sacrificio y de amor, que recibe el Padre por mediación de Jesucristo «en olor de suavidad» (Ex 24,41).
En este solemne momento de la oblación santa, en que las voces se funden en una misma alabanza y los corazones se aúnan en un mismo esfuerzo de adoración y de amor hacia Dios, el abad digno de este nombre podrá repetir las palabras que el divino Pastor pronunció ante sus discípulos en el momento en que iba a entregarse por sus ovejas: «Padre, tuyos eran y me los diste… No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal… Que sean una misma cosa conmigo como yo y tú lo somos, y que tu amor esté con ellos y a todos les sea dado contemplar un día la gloria de tu Cristo y compartir tu bienaventurada compañía con tu amado Hijo y vuestro común Espíritu» (cfr. Jn 17).