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¿Es acaso la discreción la única virtud fundamental que san Benito requiere del abad? No; quiere que una a la discreción el amor; o mejor, el amor de las almas será el que comunicará al jefe del monasterio y perfeccionará en él el tacto sobrenatural. Sólo un amor intenso e individual de las almas le moverá eficazmente a conducirlas a Cristo, según los talentos, aptitudes, debilidades, necesidades y aspiraciones de cada una.
Elevemos por unos momentos nuestra mirada hasta la Trinidad adorable: ¿qué contemplamos? Al Verbo, que, con el Padre, es principio del Espíritu de amor. Como Verbo encarnado, Cristo pasó a ser «el Buen Pastor, que da su vida por las ovejas» (Jn 10,11.15), dándonos «la prueba mayor del amor» (Jn 15,13). Y si Cristo, como enseña expresamente san Pablo, tomó con la naturaleza todas nuestras miserias, excepto el pecado, fue «para constituirse en pontífice compasivo, y saber así mostrarse misericordioso para con la debilidad humana» (Heb 2,17).
San Benito, que estaba saturado del espíritu evangélico, refleja este espíritu de misericordia en toda su Regla. Recordemos con qué bondad quiere que el abad y los oficiales que hacen sus veces traten a los niños (RB 37) y a los ancianos (RB 37), a los monjes delicados de salud (RB 36), a los peregrinos (RB 53) y a los pobres (RB 53); con cuánta humildad y delicadeza ordena que sean recibidos los huéspedes y forasteros (RB 53); qué solicitud por los enfermos (RB 36) en aquellos capítulos consagrados a los miembros doloridos de Cristo; todo ello revela la ternura del gran Patriarca.
Mas, en el capítulo del abad es donde especialmente intima al jefe del monasterio este precepto del amor: «Ame a los hermanos» (RB 64). Sí, el abad ha de amar intensamente a sus monjes con un amor igual para todos» (RB 2); «porque todos somos uno» en Cristo –añade san Benito–, en el cual no hay esclavo ni libre, puesto que todos fuimos igualmente llamados a la misma gracia de adopción y a la participación de la misma herencia celestial».
Con todo; así como Dios se complace más con aquellos que mejor reproducen la imagen de su Divino Hijo –en esto consiste el ideal de nuestra predestinación–, de la misma manera puede el abad «mostrar más amor a los que, con sus buenas obras y su obediencia, se aproximan más a este divino modelo» (RB 2).
Insiste mucho san Benito sobre el amor que el abad debe tener a sus monjes. Sin ambages dice que «ha de procurar ser más amado que temido» (RB 64): es decir, que su gobierno nada tenga de tirano. Este amor del abad ha de extenderse hasta donde sea posible, sin limitación. Leed, si no, el capítulo en que nuestro glorioso Padre trata minuciosamente «de la solicitud que ha de guardar el abad con los que cometen alguna falta» (RB 37), y veréis que el Legislador aduce el ejemplo del Buen Pastor, que deja las noventa y nueve ovejas para ir tras una sola que se había extraviado. (Cfr. Lc 15,4-7)
Mas esta bondad no debe degenerar en debilidad culpable. Jesucristo, tan amable y misericordioso, ¡cómo se irrita contra la maldad! Perdona a la Magdalena y a la adúltera, y ¡con cuánta mansedumbre tolera los defectos de sus discípulos!, pero, ¡qué firmeza ante el vicio, especialmente el orgullo farisaico! (Cfr. Mt 23,13-33)
Asimismo el abad, representante de Cristo, se ha de esforzar, por «arduo y difícil que sea su cometido», en imitar en esto al divino modelo: «ame a los hermanos, mas aborrezca los vicios». Si hay necesidad de corregir a un monje en algo, repréndalo caritativa y fraternalmente. Cierto, un superior excesivamente severo podrá causar estrago en las almas; pero no es menos cierto que decaería en el monasterio la observancia si el abad, benigno en demasía, no corrigiera los abusos o accediera a todo cuanto se le pidiere.
Sin embargo, en todo, sea la caridad la norma de su proceder. Podrá ser que durante cierto tiempo un monje no rinda lo que de él se esperaba ¿Qué hacer entonces? ¿Abandonarlo a sí mismo? Al contrario; espere el abad con gran paciencia la hora de la gracia, y acuérdese, dice nuestro glorioso Padre, del patriarca Jacob, que no fatigaba sus rebaños con jornadas demasiado largas (Gén 33,13; RB 64); no olvide que no todas las almas son llamadas a un grado de perfección idéntico, y condescienda con aquellos cuyos progresos son más lentos y penosos.
Pero, ¿qué hará el abad con los que verdaderamente son de mala voluntad? En este caso, quiere san Benito que use con todo rigor «del hierro de la separación»; no sea, dice, que una oveja enferma inficione todo el rebaño (RB 28). Con todo, mientras no tropiece con una obstinación incorregible, «abunde en misericordia» a imitación de Jesucristo, a fin de que, según lo prometido en las Bienaventuranzas, «alcance igual misericordia»; porque «ha de recordarse de su propia fragilidad» (RB 64).
Procure, finalmente, que tengan perfecto cumplimiento en su gobierno aquellas bellas palabras que nuestro santo Padre trae a propósito del mayordomo fiel: «Que nadie se inquiete en el monasterio, que es casa y familia de Dios» (RB 31). Todos los corazones sencillos y rectos que buscan a Dios y viven de su gracia deben siempre sobreabundar en gozo y, con el gozo, en «la paz que sobrepuja todo sentimiento» (Fil 4,7).