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1. El Abad, representante de Cristo, debe imitarle como pastor

Para comprender el ideal que se formó del jefe del monasterio el santo legislador no basta leer los dos capítulos que tratan ex profeso del abad. [San Benito consagra dos capítulos al abad: en el primero (c. 2) expone las cualidades que debe tener el jefe del monasterio; en el segundo (c. 64), indica cómo debe elegirse, y completa los consejos dados en el cap. 2. En el curso de la Regla habla a menudo del poder abacial]. Menester es tener presente la totalidad de su pensamiento y conocer el espíritu del gran Patriarca, cuales se muestran en el conjunto y en los mil detalles de la Regla y en la misma vida de san Benito. Nuestro bienaventurado padre no podía proponer al abad otro ideal distinto del que contempló él mismo en la oración, que realizó en su propio gobierno y cuyos principios expresó en su código monástico.
Según su costumbre, san Benito comienza su magisterio presentando un principio básico, del cual extraerá después toda su doctrina y servirá para imprimir unidad, cohesión y fecundidad sobrenatural a la buena ordenación de la sociedad que él quiere fundar.
¿Qué principio es éste? Está anunciado en el epígrafe del capítulo: «Creemos que el abad ocupa en el monasterio el lugar de Cristo» (RB 2). He aquí el axioma que sintetiza todo el capítulo que trata del abad; lo demás es su desarrollo y aplicación, San Benito desea que el abad se compenetre de este pensamiento fundamental y se acomode al mismo para que sea norma de su conducta y regla de su vida. «Al abad se le da el nombre de señor y abad, porque se cree que hace las veces de Cristo. Deberá, pues, hacerse digno de tal honor, toda vez que sólo por reverencia y amor a Jesucristo se le tributa» (RB 53).
Si a juicio del santo Patriarca el abad representa a Cristo entre sus monjes, menester es que, en cuanto lo permita la debilidad humana, reproduzca en su vida y gobierno la persona y los actos de Jesucristo.
Ahora bien; en la Iglesia, que es su reino, su sociedad y su familia (tal es el pensamiento de san Pablo; cfr. Ef 2,19), Cristo aparece como pastor y pontífice, príncipe de los pastores y pontífice supremo.
Cristo, como su nombre indica, es Pontífice constituido por el Padre; nos dice el Apóstol que «Cristo, en cuanto hombre, no usurpó el pontificado de las almas, sino que fue llamado por el Padre a esta dignidad» (Heb 5,5-6). Otro tanto se puede decir de su oficio de Pastor: «El Señor –vaticina el profeta Ezequiel– establecerá sobre su pueblo un solo y único pastor para velar por su rebaño» (Ez 34,23). Jesús mismo se apropia esta denominación cuando en la última cena, en aquel sublime coloquio con su Padre, confiesa en voz alta que ha recibido de su Padre el cuidado de las almas: «Tuyos eran y me los encomendaste» (Jn 17,6).
Este doble oficio es el que valió a Jesucristo «la plenitud del poder» (Mt 28,18). Y este poder quiere compartirlo con un determinado número de hombres elegidos por Él según los designios de su eterna providencia, y entre ellos distribuye «la medida de sus dones» (Ef 4,7). San Pablo dice que «a unos constituyó apóstoles, a otros pastores para que trabajen en la edificación del cuerpo místico y cooperen con Cristo en el ministerio y santificación de las almas» (Ef 4,11-12).
Semejante a ésta es la misión del abad y el doble ideal que ha de realizar. Llamado a participar de la dignidad, oficio y gracia del Pontífice universal y supremo Pastor, hallará el abad su grandeza, su perfección y su gozo en proporción del esfuerzo con que lleve a cabo esta comisión sobrenatural.
Esto nos explica por qué san Benito rodea de tantas precauciones la elección del abad, de modo que quede perfectamente garantizada la autenticidad del llamamiento divino (como ocurrió con la elección del apóstol san Matías. cfr. Hch 1,15-26); tal elección se hará «con el temor de Dios» (RB 64); y para que el elegido quede legítimamente revestido de la autoridad de jefe del monasterio, debe ser confirmada por el poder supremo, personificado en el Sumo Pontífice. San Benito especifica también las cualidades que debe tener el candidato y explica a los electores las condiciones que deben buscar en el jefe del monasterio; finalmente determina los principios porque se debe regir el electo y el espíritu con que debe gobernar las almas (RB 64).

A los ojos del gran Patriarca, el abad es ante todo pastor. Como hombre versado en la sagrada Escritura, adopta san Benito este término, como ideal para determinar las relaciones del jefe de la sociedad monástica con los miembros de la misma. Es digno de observarse cómo repetidas veces usa las palabras «pastor», «rebaño», «oveja», no sólo en los capítulos concernientes al abad, sino también en otros (RB 27 y 28). Prueba inequívoca de cuán caro le era este ideal: «Que imite el ejemplo del buen Pastor» (RB 27). Ahora bien: ¿cuál es el primer deber del pastor? «Apacentar el rebaño» (Ez 34,2). Y ¿qué alimentos deberá proporcionarle? Dios lo dice por boca de su Profeta: «Vuestros pastores os apacentarán con la ciencia y la doctrina» (Jer 3,15). No es otra la sentencia de Jesucristo: «No de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). Y san Pablo se hace eco de esta misma sentencia: «El justo vive de la fe» (Heb 10,38; cfr. Rom 1,17; Gál 3,11).
Por esto exige san Benito con tanta insistencia del abad «que conozca perfectamente la doctrina y la ley divina, necesarias para el buen resultado de sus enseñanzas» (RB 2 y 64). ¿Qué quiere significar con esto el santo Patriarca? ¿Por ventura el conocimiento teórico de la Filosofía y Teología? En manera alguna; bien puede uno poseer todos los tesoros de la ciencia humana, aun en materia teológica, y no ser de provecho para las almas. Escuchad cómo san Pablo insiste sobre este particular: «Aun cuando yo hablara todas las lenguas de los hombres y el lenguaje de los ángeles, conociera todas las profecías, penetrase todos los misterios y poseyese todas las ciencias: sin caridad, vengo a ser un metal que suena o címbalo que tañe» (1 Cor 13,1-2). Y, en efecto, hay quienes durante toda la vida se afanan estudiando sin alcanzar jamás el conocimiento útil y benéfico de la verdad (2 Tim 3,7).
La ciencia de que habla san Benito y que exige en el abad, es un conocimiento de Dios y de las cosas santas, sacado de las Escrituras, iluminado por los rayos del Verbo eterno y fecundado por el Espíritu Santo. Y este Espíritu nos enseña que «la ciencia de los santos es la verdadera prudencia» (Prov 9,10). Trátase, pues, de una ciencia de santidad, aprendida en la oración, asimilada y vivida por el que ha de transmitirla, que brota del alma a manera de rayos de luz y calor celestial que iluminan y fecundan los corazones. Tal es «la doctrina de sabiduría» (RB 64) en que ha de sobresalir el abad; «el tesoro del saber, de donde saque las máximas tradicionales y nuevas inspiraciones» (Mt 13,52; RB 64) para dirigir a aquellos que se alistaron en la escuela del divino servicio (RB, pról.). Idea que se renueva en el rito de la bendición abacial, cuando la Iglesia pide a Dios para el electo «el tesoro de la sabiduría, para que sea experto en lo antiguo y en lo nuevo».
Lo mismo en este punto que en todos los demás, Jesucristo, «sabiduría de Dios» (cfr. 1Cor 1,24), se nos ofrece siempre como modelo. «Yo soy la verdad» (Jn 14,6), dijo Jesús: «He venido a este mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). El mismo Padre celestial proclama a Jesús como verdad viviente, cuando dice: «He aquí mi Hijo muy amado: oídle» (Mt 17,5); y verdaderamente, «la doctrina de Jesús no era de Él, sino de Aquel que le envió» (cfr. Jn 8,16).
Acuérdese, pues, el abad de que participa de la dignidad y misión del Príncipe de los pastores; esfuércese en contemplar continuamente en la oración la ley divina que Jesús enseñó, y busque con ahínco unirse a Él en la fe. Únicamente entonces será un faro de verdad, capaz de iluminar con sus purísimos resplandores de celestial doctrina el corazón de sus monjes; porque su principal deber es inculcar esta verdad divina en los espíritus «como una levadura que fecundice todas las acciones» (RB 2).
De aquí se deduce que la doctrina que enseñe ha de ser perfectamente ortodoxa. Al constituir Jesucristo a san Pedro en pastor de las ovejas y de los corderos, le otorgó la indefectibilidad en la fe; al abad, en cambio, no le concede este privilegio; razón es, pues, que cuide sin cesar de asegurarse de la pureza de su doctrina, no sólo para apacentar el rebaño, sino también para defenderlo. En esta materia son enemigos todos los que ofrecen pastos emponzoñados a las ovejas. Por tanto esté muy atento el abad a que el error o las opiniones erróneas no se introduzca en el aprisco. Si san Benito le exige con tanta firmeza que «sea versado en el conocimiento de la ley divina» (RB 64), es para que pueda discernir el error y condenarlo implacablemente.
Oigamos las graves y solemnes amonestaciones del gran Patriarca al abad para que mida la responsabilidad que le incumbe: «El abad jamás podrá enseñar, establecer ni ordenar nada que se aparte de los preceptos divinos. Tendrá presente que en el tremendo juicio se le tomará cuenta rigurosa de su doctrina y de la dirección de sus monjes; que se le demandarán las pérdidas que el Padre de familias comprobare en el rebaño» (RB 2). En la reunión antes de completas, no permitirá que se lean más que las Escrituras canónicas o los escritos de los Padres, recomendados como ortodoxos y «católicos» (RB 9 y 73), y, en el culto divino, se inspirará en la tradición de la Iglesia romana «salmodiando al uso romano» (RB 13).
Se revela, pues, en toda la Regla, esta constante solicitud: el abad, como pastor que es, debe identificarse con Aquél, cuyo mando reemplaza, a fin de guiar el rebaño confiado a sus cuidados a pastos abundantes «hasta la montaña del Señor» (cfr. 1 Re 19,8.).
Terrible responsabilidad, sobre la cual insiste san Benito a menudo con una energía desacostumbrada: «Que el abad–dice– tenga como verdad indudable la cuenta rigurosa que ha de dar a Dios el día del juicio, no solamente de su alma, sino que también de las de aquellos que se le han confiado. Este saludable temor de los juicios de Dios –continúa el santo Legislador– le hará precavido, y el cuidado que ponga en dirigir las ovejas de Cristo será estímulo para él mismo conservarse puro y sin mancilla delante del Señor» (RB 2).
Sólo con esta condición le asegura san Benito «la bienaventuranza eterna, prometida al siervo fiel que distribuyó a tiempo entre los suyos el pan de la doctrina revelada, el alimento de la sabiduría» (RB 64; cfr. Mt 24,47).