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El monje debe buscar a Dios siguiendo a Cristo en la sociedad cenobítica, cuya autoridad reside en el Abad
Buscar a Dios siguiendo las huellas de Cristo; tal es, en pocas palabras, la sublime vocación que san Benito señala a sus hijos. Cuando un seglar desea formar parte de la comunidad, se le hace esta pregunta: «¿Qué pides?» Y la Iglesia pone en sus labios esta respuesta, admirablemente adecuada a la situación: «la misericordia de Dios y el ingreso en vuestra fraterna sociedad» [Ritual monástico].
Toda vocación, aun la simple vocación cristiana, procede de Dios. Nuestro Señor afirma que «nadie puede ir a Él si no es atraído por el Padre» (Jn 6,44). El origen de este llamamiento es el amor de Dios para con nosotros, y un amor de misericordia, dada nuestra condición de míseras criaturas. «Te atraje hacia mí por compasión» [Jer 31,3. Véase, además, Tit 3, 5.7]. Grande es esta vocación: esa primera mirada amorosa de Dios es el primer eslabón de la cadena de gracias que, durante toda nuestra existencia, nos concede el Señor; todas las misericordias divinas parten como de primer principio de esta invitación a compartir, por adopción, la filiación de Jesucristo.
La vocación monástica no hace más que completar y ampliar esta adopción, por una participación más profunda de la gracia de Cristo y una imitación más integral del divino modelo. Pero es también una nueva y extraordinaria misericordia. Jesucristo no obliga a todos los hombres a seguirle tan de cerca; da el consejo, pero «no todos lo comprenden» (Mt 19,11). Ya conocemos el llamamiento dirigido a aquel joven rico: «Si quieres ser perfecto, ven y sígueme» (Mt 19,21; Mc 10,21; Lc 18,22), y no ignoramos tampoco la negativa que recibió el divino Maestro.
Ahora bien: Jesús no había mostrado a esta alma más que la vida ordinaria: «Si quieres obtener la vida eterna, observa los mandamientos» (Mt 19,17). Fue después, al responder el joven con resolución que los observaba desde la adolescencia (Mt 19, 20), cuando quiso mostrarle una vía más elevada que le condujese a un grado de unión más sublime, a una bienaventuranza más perfecta. Estos llamamientos sucesivos y ascendentes no tenían otro origen que el amor: «Lo miró y lo amó» (Mc 10,21). El amor de Dios es lo que nos lleva al claustro, lo que nos incita a servirle en la comunidad monástica, «la sociedad de los hermanos».
El monasterio es, en efecto, la base de una sociedad. Y ¿qué es una sociedad? Una reunión de hombres cuyas voluntades aunadas bajo una autoridad legítima aspiran a un fin determinado. No basta un agrupamiento material para formar una sociedad, tal como se reúne un grupo de curiosos en un lugar público: esto no sería más que una aglomeración ocasional, sin cohesión; es menester, para constituir una sociedad, que estos hombres tengan un idéntico fin al cual todos se dirijan de común acuerdo; este fin es el que da a la sociedad su dirección y su especificación. Mas, como quiera que los hombres son volubles, y surgen con frecuencia entre ellos divergencias, y las libertades individuales deben ser dirigidas, es necesario que haya una autoridad competente que mantenga la unión de los miembros de la sociedad en orden a su fin, y aplique los medios necesarios para lograrlo.
En esto se echa de ver la capital importancia de este último elemento: por la autoridad las voluntades concurren y se aúnan para conseguir su fin. Sin una autoridad suprema, única e incontestable para todos, toda sociedad, por bien organizada que esté, hállase condenada fatalmente a las disensiones y a la ruina: «Todo reino con internas disensiones será derrocado», ha dicho Cristo (Lc 11,17; cfr. Mt 12,25; Mc 3,24). En uno de los capítulos de su Regla lo hace notar san Benito, y en ninguna otra parte vemos al Legislador expresarse con tanta viveza: es un «absurdo» (RB 65), dice, la existencia de otra autoridad de cualquier grado que sea, independiente y por ende rival de la autoridad suprema. Describe en los términos más enérgicos las discordias y todas sus desastrosas consecuencias, y cómo se pasa inevitablemente a los conflictos «y por ellos a la pérdida de las almas» (RB 65).
Hemos indicado el fin primordial que san Benito nos señala: «buscar a Dios» (RB 68), «volver a Dios» (RB, pról.). Hemos mostrado también el medio principal que pone a nuestra disposición: «seguir valerosamente a Jesucristo verdadero Rey» (RB, pról.). Por su fin, tanto como por los medios que emplea, el monasterio constituye una sociedad sobrenatural. Pero antes de estudiarlo desde el punto de vista cenobítico, es menester analizar la autoridad que lo sostiene, y que se concentra en el abad.
Gran analogía existe entre la Iglesia y el monasterio considerados como sociedades. Jesucristo fundó una sociedad para perpetuar entre los hombres su misión redentora y santificadora. Ahora bien: ¿qué medios empleó Él, sabiduría infinita, para constituir esta sociedad? Es de notar que la primera vez que habla de su Iglesia, lo hace para indicarnos su fundamento. Como «sabio arquitecto» (cfr. Prov 9,1), se preocupa ante todo de su cimiento, que es Pedro: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). Jesucristo constituye primeramente el Jefe, la autoridad; hecho esto, el edificio queda establecido.
El gran Patriarca, cuyo genio romano y espíritu cristiano campean en la santa Regla, no sigue otra lógica. Después de un capítulo preliminar, en el cual elimina diversas formas de vida religiosa para quedarse sólo con la cenobítica, trata inmediatamente y en primer término del abad: «Cuál ha de ser el abad» (RB 2), y lo proclama desde el principio jefe del monasterio: «El abad que ha sido juzgado digno de presidir el monasterio». Imita en esto a nuestro Señor, al poner primero los cimientos sobre los cuales descansará el edificio: constituye el jefe, y a detallar sus cualidades y la misión que le incumbe consagra el que sin duda alguna es el más bello capítulo de su Regla.
Digamos algo, siquiera someramente, del ideal que el gran Patriarca se formó del superior de su Monasterio. Al delinearlo, dibujó ciertamente y, dada su humildad, sin proponérselo, su propio retrato, porque, en sentir de san Gregorio, «sólo prescribió lo que había vivido». [Diálog., lib. II, cap. XXXVI]. A semejanza de Jesucristo, cuyas veces hace y a quien representa, consideraremos al abad como pastor y pontífice: veremos luego que debe distinguirse por su discreción e imitar la bondad del Pastor Supremo; de todo lo cual, naturalmente, se desprende la actitud del monje con el abad, que se resume en el amor, ductilidad de espíritu y obediencia de acción.