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2. Es el pontífice supremo que nos une a Dios

No basta conocer el camino; es preciso tener fuerzas para andarlo. Es también a Jesucristo a quien debemos este poder.
Las riquezas que nos proporciona la mediación de Cristo Redentor son inagotables, declara san Pablo (Ef 3,8): y una y otra vez, con expresiones distintas, encarece los múltiples aspectos de esta divina mediación y nos hace entrever sus inapreciables tesoros. Nos recuerda en particular el Apóstol, que Jesucristo nos rescató y reconcilió con su Padre, y creó de nuevo en nosotros la aptitud de dar frutos de justicia. Éramos esclavos del demonio, y Cristo nos libra de aquella servidumbre; éramos enemigos de Dios, y nos reconcilia con el Padre; habíamos sido desposeídos de la herencia celestial, y su Unigénito, constituyéndose nuestro hermano, nos recupera lo que se había perdido. Consideremos unos instantes las diferentes facetas que ofrece la obra mediadora de Jesús; no nos son desconocidas estas verdades, mas siempre será consolador para nuestras almas tornarlas a considerar.
Llegada la «plenitud de los tiempos» (Gál 4,14) establecida por los decretos eternos, Dios envió –dice san Pablo– a su Hijo, nacido de mujer, para libertar a los que vivían bajo el yugo de la ley, «manifestándose entonces la gracia de Dios en la persona del Salvador que venía a redimirnos de toda iniquidad» (Tit 2,11.14).
Esta es la misión peculiar del Verbo encarnado, como se desprende de su mismo nombre: «Le llamarás Jesús, esto es, Salvador, porque librará a su pueblo del pecado» (Lc 1,31). Y por esto san Pedro añade: «No hay otro nombre en el cual podamos salvarnos» (Hch 4,12); es único este nombre, como es universal la Redención que obra.
Y ¿de qué nos libró Jesucristo? Del yugo del pecado. Veamos: en los momentos supremos en que iba a consumar el sacrificio de su cuerpo, Jesús dice: «Ahora el príncipe de este mundo será desplazado de su reino; y cuando sea elevado de la tierra todo lo atraeré a mí» (Jn 12,31-32).
Y en efecto: con su inmolación sangrienta en el monte Calvario nuestro rey destruyó el poder de las tinieblas, y arrancando, dice san Pablo (Col 2,14), de manos del demonio, la sentencia de nuestra eterna esclavitud, quitóla de en medio, clavándola en la cruz. Su muerte cruenta fue el precio de nuestro rescate. ¿Qué cantan los elegidos en el cielo? ¿Qué himno de victoria entona el coro de los redimidos sino éste: «Digno eres, Señor, del honor, alabanza y gloría, porque por tu sangre inmaculada, ¡oh Cordero divino!, somos tu conquista»? (Ap 4,11; 5,9).
Si Jesucristo nos libró de la condenación eterna fue para llevarnos a su Padre y reconciliarnos con Él. Él es el «mediador» por excelencia entre Dios y los hombres; tan excelente que es «único». «Uno solo es el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre» (1 Tim 2,5).
Hijo de Dios y Dios él mismo, disfrutando de todas las prerrogativas de la Divinidad, Jesucristo, Verbo encarnado, puede tratar de igual a igual al Padre. Y así, al derramar su sangre como precio de rescate, pide al Padre que seamos una cosa con Él: «Quiero, oh Padre» (Jn 17,24). El tono absoluto de esta petición denota la unidad de la naturaleza divina, en la cual Jesús, como Verbo, vive con el Padre y el Espíritu común a entrambos.
Pero también es hombre; y la naturaleza humana confiere a Jesús el derecho de ofrecer al Padre las satisfacciones que de consuno exigen el amor y la justicia: «No te agradaron los sacrificios, y me diste un cuerpo, con el cual vengo para hacer tu voluntad» (Heb 10,5-7). El sacrificio de esta víctima divina aplaca a Dios y nos lo hace propicio «restableciendo la paz entre cielo y tierra por medio de la sangre que derramó en la cruz» (Col 1,20). Como mediador, Jesucristo es Pontífice; siendo Dios y Hombre, sirve de puente sobre el abismo abierto por el pecado entre el cielo y la tierra, uniéndonos así a Dios por medio de su Humanidad, «en la cual habita corporalmente la Divinidad» (Col 2,9).
[Séanos permitido citar aquí aquel pasaje hermosísimo del gran papa san Gregorio Magno, biógrafo de san Benito, en el cual fácilmente se descubren reminiscencias del prólogo de la Regla, Volver a Dios. «El Hijo de Dios humanado vino en ayuda del hombre. No quedando, en efecto, al puro hombre camino alguno para volver a Dios, convirtiósele en camino el Hombre-Dios. ¡Cuán lejos estábamos de Aquel que es justo e inmortal, nosotros, mortales e injustos!
«Mas entre el justo e inmortal y nosotros, mortales e injustos, ofrecióse, mediador entre Dios y los hombres, el que era a la vez justo y mortal, que tenia de común con los hombres la mortalidad y con Dios la justicia. Así, pues, ya que nosotros por nuestra bajeza tanto distábamos de las alturas, juntando Él en sí lo bajo con lo alto, su excelsitud con nuestra pequeñez, hízose camino, por el cual pudiéramos volver a Dios» (San Gregorio, Moralia in Job., lib. XXII, c. 31, P. L. 76, col. 237-238)].
Por esto san Pablo afirma que «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo» (2 Cor 5,19); de suerte que nosotros, «que en otro tiempo estábamos alejados de Dios por el pecado, nos acercamos a Él por la sangre de Cristo» (Ef 2,3). Al pie de la cruz, «la justicia aplacada y la paz recuperada se dieron el beso de reconciliación» (Sal 84,11).
Con razón, por tanto, concluye el Apóstol diciendo: en Cristo «por la fe, tenemos segura confianza y acceso libre a Dios» (Ef 3,12). ¿Osaríamos, pues, desconfiar, siendo así que Jesucristo, unigénito del Padre, solidario de nuestras culpas, se convirtió en propiciación por nuestras iniquidades, expiando y cancelando toda nuestra deuda? ¿Temeríamos acercarnos a un Pontífice que, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado, quiso sobrellevar nuestras enfermedades y beber el cáliz de nuestros sufrimientos, para que con la experiencia del dolor pudiera mejor compadecerse de nuestras miserias?
Es tan poderoso este Pontífice y tan eficaz su mediación, que la reconciliación que llevó a cabo es perfecta. Desde el momento en que Jesús paga con su sangre el precio de nuestro rescate, recuperamos el derecho a la herencia celestial. Veamos cómo nuestro Señor se dirige a su Padre al consumar su obra esencialmente mediatriz. ¿Qué dice? ¿Qué reclama cuando delante de su Padre hace valer su cualidad de Hijo de Dios? ¿Cuál es el objeto de aquella sublime plegaria, en la cual se ponen de manifiesto los sentimientos más íntimos de su sagrado Corazón? «Que seamos una cosa con Él». Y ¿dónde se verificará esta unión? En su gloria llena de delicias, en que habita desde la eternidad: «Que vean los resplandores de que me habéis rodeado antes de toda creación» (Jn 17,24).
Dice Tertuliano en una de sus obras: «Nadie es tan Padre como Dios». [«¿A quién debemos considerar como nuestro Padre? A Dios. Nadie, en verdad, puede llamarse tan padre como Él, nadie es tan compasivo» (De la Penitencia, cap. VIII)].
Y nosotros podríamos añadir: «Nadie es tan hermano como Jesucristo». En efecto: san Pablo le llama «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29); y luego continúa: «Cristo no se avergüenza nunca de llamarnos hermanos» (Heb 2,11). Esta misma expresión es la que emplea cuando, después de su triunfante resurrección, dice a la Magdalena: «Ve a mis hermanos» (Jn 20,17). Y ¡qué fraternidad ésta! El Hijo unigénito de Dios toma sobre sí nuestras debilidades, se hace solidario de nuestros pecados, con tal de aparecer semejante a nosotros; y porque el hombre está formado de carne y sangre, quiso Él también revestirse de nuestra naturaleza pecadora, para destruir por su muerte el poderío del que tenía el imperio de la muerte (Heb 11,14-15), y restituirnos de este modo la posesión del reino eterno de la vida, junto a su Padre.
Por tanto, con toda verdad concluye el Apóstol: «vosotros que sois llamados a participar de la vocación celestial, considerad a Jesús, Apóstol y Pontífice de nuestra fe, el cual cumplió fielmente el mandato de aquel que le constituyó sobre su Reino y sobre su Casa; cuyo Reino y Casa somos nosotros si mantenemos incólumes la fe y la esperanza que constituye nuestra gloria» (Heb 1,2.6).
Y ¡qué gloria, cifrar nuestra esperanza en Jesucristo! He aquí que nos es dado llamarle «nuestro hermano mayor»; he aquí que, cual Pontífice misericordioso, es para nosotros un mediador lleno de crédito. ¡Qué expresivo es san Pablo en este punto! El día de la Ascensión, la Humanidad de Jesús se posesiona de manera admirable de esta herencia gloriosa: pero al entrar el Hombre-Dios en los cielos, lo hace «como Precursor nuestro» (Heb 6,20). Allí, a la derecha del Padre, ofrece constantemente por cada uno de nosotros el precio de su Pasión «con una mediación perpetuamente viva y operante» (Heb 7,25).
Por tanto, nuestra confianza debe ser ilimitada. Todas las gracias que hermosean el alma y la fecundizan, desde su llamamiento a la fe cristiana hasta su vocación a la vida monástica, todas las corrientes de agua viva que alegran esta ciudad de Dios, que es el alma religiosa, tienen su manantial inagotable en el Calvario: del Corazón y llagas de Jesús brota el río de la vida.
¡Oh! ¿Podremos contemplar la magnífica obra de nuestro Pontífice soberano sin deshacernos en un perenne hacimiento de gracias? «Me amó –exclama san Pablo –y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20). No dice el Apóstol: «nos amó», aunque ello sea verdad, sino «me amó», porque el amor de Cristo se extiende a todos y cada uno de los hombres. La vida, las humillaciones, los sufrimientos, la Pasión misma de Jesús es algo que me toca a mí directamente. Y ¿hasta qué punto me amó? «Hasta los últimos linderos del amor» (Jn 13,1). ¡Oh dulcísimo Pontífice, que con tu sangre me has abierto las puertas del Santo de los Santos, que sin cesar abogas por mí, loor y gloria a ti por siempre jamás!
Los méritos de Jesús son tan nuestros que, con toda justicia nos los podemos apropiar. Sus satisfacciones son un tesoro de infinito valor, al cual podernos insistentemente acudir para expiar nuestras faltas, reparar nuestras negligencias, socorrer nuestras necesidades, perfeccionar nuestras obras y suplir nuestras deficiencias. «Es importantísimo a nuestra alma –dice el venerable Ludovico Blosio– unir lo que se hace y se sufre a las obras y dolores de Cristo.
Por este medio, sus acciones y las pruebas que soporta, por pobres y miserables que sean en sí mismas, resultan resplandecientes, admirables y muy agradables a Dios, en virtud de la inefable dignidad que les comunican los méritos de Jesucristo, a los cuales están unidas; no de otra manera que la gota de agua derramada en un vino generoso es absorbida por éste, y participa de su gusto y su color. Las buenas obras del que practica esto fielmente son incomparablemente de mayor valor, que las del que se muestra negligente en hacerlo» (Institución espiritual, cap. IX, l. c. t. II).
Por esto no cesaba este gran abad, tan versado en las vías del espíritu, de exhortar a sus monjes a que uniesen sus acciones a las de Cristo, seguros de que por este camino arribarían a la santidad. «Depositad –les decía– todas vuestras obras y ejercicios piadosos en el sacratísimo y dulcísimo Corazón de Jesús, para que los corrija y perfeccione: su más ardiente deseo es purificar nuestros actos defectuosos. Alegraos y estremeceos de gozo pensando que, por pobres que seáis personalmente, poseéis tantas riquezas en vuestro Redentor, el cual ha querido haceros partícipes de sus méritos. En Él encontraréis tesoros infinitos si en vosotros hay humildad y buena voluntad» (Espejo del alma, cap. VII, 5, l. c. t. II). Esto es lo que nuestro Señor mismo comunicó a una monja benedictina, la madre Deleloë, cuya admirable vida interior nos ha sido revelada recientemente: «¿Qué otra cosa puedes ambicionar mejor que tener en ti el verdadero manantial de todo bien, mi divino Corazón?… Todas estas grandezas son tuyas, todos estos tesoros y riquezas son para el corazón que yo he elegido. Toma a tu gusto de estas delicias y riquezas infinitas» (Une mystique inconnue du XVIIe siècle, la Mère Deleloë, por D. Destrée).