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II . En pos de Jesucristo

A causa del pecado, el «buscar a Dios» toma el carácter de «retorno a Dios», el cual se efectúa siguiendo a Jesucristo
Nuestra vida tiene como fin «buscar a Dios»; tal es nuestro destino y nuestra vocación; incomparablemente elevada, ya que todas las criaturas, aun los mismos ángeles, están, por su naturaleza, infinitamente lejos de Dios. Dios es la plenitud del ser y de toda perfección; y la criatura, por perfecta que sea, no es más que un ser sacado de la nada y que posee únicamente una perfección prestada.
Además, como hemos dicho, el fin de la criatura libre es, de suyo, proporcionado a su naturaleza. Siendo limitada, como todo ser creado, es necesariamente limitada la felicidad a la que naturalmente tiene derecho. Pero Dios, con inmensa condescendencia, ha querido admitirnos a participar de su vida íntima en el seno de la adorable Trinidad, a gozar de su propia felicidad divina. Esta felicidad, de un orden infinitamente superior a nuestra naturaleza, constituye nuestro último fin y el fundamento del orden sobrenatural.
A esta felicidad nos llamó universalmente Dios ya desde la formación del primer hombre. Adán, cabeza del linaje humano, fue investido de justicia sobrenatural; su alma, rebosante de gracia e iluminada con divinos resplandores, tendía con fuerza irresistible hacia Dios. Por el don de integridad, sus facultades inferiores se sometían de buen grado a la razón, y ésta, a Dios: en una palabra, reinaba en nuestro primer padre un admirable y estable equilibrio en todas sus potencias y sentidos.
Pecó Adán: se alejó de Dios; y con su apostasía arrastró a toda su descendencia, con la sola excepción de la Virgen Santísima. Todos llevamos el sello de la rebeldía; nacemos «hijos de ira» (Ef 2,3), alejados de Dios y objeto de su aversión. ¿Qué se seguirá de aquí? Que el «buscar a Dios» entraña el carácter de un retorno a Dios, a quien habíamos perdido. Comprendidos todos en la solidaridad original, abandonamos con el pecado a Dios para volvernos hacia la criatura; y la parábola del hijo pródigo no es más que la figura de todo el linaje humano que, habiendo abandonado al Padre celestial, debe volver a Él.
Este carácter de retorno, tan profundamente impreso en la vida cristiana, es el que magistralmente enseña san Benito, desde el comienzo del Prólogo, a todo aquel que acude a las puertas del monasterio: «Escucha, hijo mío: inclina el oído de tu corazón… aprende a «volver» a Aquel de quien te habías apartado». He aquí un fin bien determinado y preciso.
Y ¿por qué vía hemos de «volver a Dios»? Nos importa mucho el saberlo, si no queremos desviarnos de nuestro fin. Nuestra santidad es sobrenatural y está fuera del alcance de nuestras propias fuerzas. Si Dios no nos hubiera levantado a un orden sobrenatural, si no colocara nuestra dicha en su misma gloria, sin duda hubiéramos podido buscarle con las luces de la razón y alcanzar una perfección y felicidad puramente humana con solos los medios naturales. Mas Dios no lo quiso así; elevó al hombre al estado sobrenatural, porque le destinaba a una felicidad que sobrepuja las exigencias y las fuerzas de nuestra naturaleza. Pretender otra cosa no sería más que error y condenación.
Y esto, que es cierto hablando del camino de la salvación en general, lo es también hablando de la perfección, de la santidad, caminos hacia una salvación más elevada; pertenecen a un mismo orden sobrenatural; la mayor perfección de un hombre en el orden puramente natural no tiene por sí sola ningún valor para la vida eterna. No tenemos dos perfecciones ni dos felicidades, una puramente natural y otra sobrenatural, para escoger. Ahora bien: siendo Dios el único autor del orden sobrenatural, sólo Él ha podido, «según su voluntad» (Ef 1,9), señalarnos el camino para llegar a Él; menester es que busquemos a Dios de la manera como quiere ser buscado; de otra suerte jamás le encontraremos.
En esto vemos una de las causas de los pocos progresos en la vida espiritual de tantas almas. Se forjan una santidad a medida de sus antojos; se declaran arquitectos de su perfección, fundamentándola en cimientos baladíes, tan consistentes como sus tornadizas concepciones; esos tales, o desconocen el plan divino sobre nosotros, o no han sabido amoldarse a él. Si adelantan algo en el camino de la perfección, es porque la misericordia de Dios es infinita y su gracia siempre fecunda; pero no volarán por las sendas del Señor, antes cojearán toda la vida. Cuanto más trato a las almas, tanto más me persuado que conocer este plan divino es ya una gracia singular; recurrir a él es fuente de comunicaciones incesantes con la divina gracia, y adaptarse a él constituye la esencia misma de la santidad. Comprender bien los designios de Dios sobre nosotros es de suma importancia, si queremos realizarlos.
Acaso preguntará alguno: «¿Nos ha manifestado Dios su voluntad?» Evidentemente. Dios, dice san Pablo, «nos ha revelado el secreto escondido desde muchos siglos» (Ef 3,9; Col 1,26). Estos secretos, estos designios que encierra el plan divino, san Pablo nos los ha descubierto en cuatro palabras: «Establecerlo todo en Cristo», o mejor, según el texto griego: «Recapitularlo todo en Cristo» (Ef 1,10). Jesucristo, el Verbo, Hijo de Dios e hijo de Adán, por su encarnación, fue constituido en cabeza de los elegidos, para llevar de nuevo al Padre a cuantos creyesen en Él. Dios-Hombre reparará la culpa de Adán, nos restablecerá la adopción divina, nos abrirá de nuevo las puertas del cielo, adonde nos conducirá de nuevo con su gracia. Tal es, en pocas palabras, el plan divino.
Meditemos por algunos momentos este plan de Dios: «penetrémonos bien de su grandeza y profundidad»; «para que seamos llenos de toda la plenitud de la divinidad» (Ef 3,18-19). Dios quiere dárnoslo todo, quiere darse todo entero a todos nosotros; pero sólo se nos da «por medio de Cristo, en Cristo y con Cristo» (Canon de la misa). Este es su secreto sobre nosotros. Contemplémoslo con fe y reverencia, porque excede infinitamente nuestro entender; y también con amor, ya que Él mismo es fruto del amor. «De tal manera nos amó Dios, que nos ha dado a su Hijo» (Jn 3,16), y por Él y en Él todos los bienes.
¿Qué es, pues, Jesucristo para nosotros?
Es camino, Pontífice y fuente de toda gracia. Camino, por su doctrina y ejemplo; Pontífice supremo, que nos mereció con su sacrificio el poder seguir la vía trazada por Él; fuente de la gracia adonde debemos acudir por las fuerzas y auxilios necesarios para perseverar en el camino que lleva «a la montaña santa» (1 Re 19,4).
Escucharemos, primeramente, la purísima palabra del Espíritu Santo, y proseguiremos luego desarrollando, en respetuoso paralelismo, las correspondientes enseñanzas, amaestrados por aquel que, en frase de su primer biógrafo san Gregorio, «estuvo lleno del espíritu de todos los justos» (Diálogos, lib. II, c. 8).