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Nota. Cómo se busca a Dios, según San Bernardo

«Es un bien realmente inapreciable el de buscar a Dios; entre los bienes del alma yo no conozco otro que se le pueda comparar, siendo éste el primero de los dones en los comienzos de la conversión y el último en los progresos de la perfección.
No está vinculado este bien a ninguna virtud particular, pero por su excelencia e importancia no le cede el puesto a ninguna. A la verdad, ¿cómo pudiera estar vinculado a alguna virtud en particular si ninguna le precede? ¿A qué virtud cedería el puesto siendo la culminación de todas las virtudes?
¿A qué virtud puede aspirar aquel que aún no busca a Dios? ¿Y qué término se puede señalar al que lo busca?
Buscad siempre su rostro, dice el Profeta. Yo creo que aun entonces cuando se le encuentra, no se cesa de buscarle, no por el movimiento de los pies, sino de los deseos. Y cuando se ha tenido ya la dicha de hallarle, lejos de apaciguarse esos deseos, se acrecientan todavía más: que la gozosa posesión del objeto apetecido no extingue los deseos, sino que los acucia más y más. Viene a ser como añadir aceite a una lámpara, con lo cual se aviva más y más la llama en lugar de extinguirla.
Así sucede en nuestro caso. El alma se ve colmada de alegría, mas no por esto pone término a sus deseos, ni cesa de buscar con más ardor; pero advertid bien que esa búsqueda incesante no procede de indigencia, ni tampoco los ardientes deseos van acompañados de turbación o ansiedad. Excluye lo primero la presencia del objeto amado; y lo segundo, su perfecta y pacífica posesión» (In cantica, Serm. 86, 1).