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5. Jesucristo, modelo perfecto del que busca a Dios

El mejor modelo para buscar a Dios, principio de nuestra santidad, es Jesucristo.
Pero, dirá alguno: ¿Cómo en esto puede ser Jesucristo nuestro modelo? ¿Cómo pudo Él buscar a Dios, siendo Él mismo Dios? Ciertamente, Jesús es «Dios de Dios, luz que procede de la misma luz increada» (Credo de la misa), Hijo de Dios vivo, igual al Padre. Pero también es hombre, y por su naturaleza humana verdadero hijo de Adán como nosotros; y aunque esta naturaleza humana estuvo unida por manera indivisible a la persona divina del Verbo; aunque gozó siempre las delicias de la visión beatífica, arrastrada constantemente por la corriente divina que necesariamente va del Hijo al Padre, también es verdad que la actividad humana de Cristo, aquella que se deriva de sus facultades humanas como de su fuente inmediata, era soberanamente libre.
En el ejercicio de esa actividad libre es donde podemos contemplar en Jesús lo que llamamos «el buscar a Dios». ¿Cuál es, en efecto, la principal tendencia de la humanidad de Jesús? ¿Cuáles las aspiraciones más íntimas de su alma que resumen su misión y su vida mortal? Nos lo dirá san Pablo, descorriendo el velo que oculta aquel sancta sanctorum. Al entrar en este mundo, el primer acto del alma de Jesús fue un arranque de intensidad infinita hacia su Padre: «Al entrar en el mundo dice: He aquí que vengo, según está escrito de mí al principio del libro, para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Heb 10,5.7).
Vemos a Jesucristo lanzarse como gigante a la carrera en busca de la gloria del Padre. Es ésta su disposición primera; nos lo anuncia en el Evangelio: «No busco mi voluntad, sino la del que me envió» (Jn 5,30). A los judíos, para probarles que viene de Dios, que su doctrina es divina, afirma una y otra vez que «no busca su propia gloria, sino la que lo envió» (Jn 7,18). Y la busca de tal modo que «no cuida de la suya propia» (Jn 7,50). De sus labios brotan siempre estas palabras: «Padre mío»; toda su vida es un eco constante de esta exclamación: Abba, Pater; para Él todo se deduce a buscar la voluntad y promover la gloria del Padre.
Y ¡qué constancia en este buscar! Él mismo nos declara que jamás se apartó de esta línea de conducta: «Hago siempre lo que es agradable a mi Padre» (Jn 8,29). Y al despedirse, en aquel trance supremo de la muerte, nos dice que «ha cumplido toda la misión que el Padre le había encomendado» (Jn 17,4).
Nada fue bastante a detenerle en esta búsqueda. Por ella, siendo de edad de doce años, abandonó a su Madre la Virgen María, para quedarse en Jerusalén, no obstante que nunca hubo un hijo que amara tan dulcemente a su madre, como Jesús a la Virgen: todos los amores filiales son una débil chispa comparados con esta hoguera de amor de Jesús a su Madre. Sin embargo, trátase de hacer la voluntad del Padre, de procurar su gloria, y entonces diríase que no tiene en cuenta para nada el otro amor. No ignora el abismo de angustias y sufrimientos en que va a sumergir el corazón de la Madre durante tres días: mas ante los intereses del Padre no vacila siquiera. «¿No sabíais que yo debo emplearme en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Estas palabras, salidas de los labios de Jesús son las primeras de que nos habla el Evangelio; ellas resumen toda la personalidad y la misión de Cristo.
Y los dolores e ignominias de la Pasión, la misma muerte no entibiaron en nada el celo ardiente del Corazón de Jesús por la gloria de su Padre; al contrario: por buscar en todas las cosas la voluntad del Padre expresada en las Escrituras va amorosamente a abrazarse a la cruz «para que se cumplan las Escrituras» (Mc 14,49). El alma de Jesús se lanzó a los sufrimientos de la Pasión con el ímpetu con que las aguas de un gran río se precipitan en el océano. «Yo he obrado de este modo –dice –para dar cumplimiento a lo que mi Padre me ha mandado» (Jn 14,31).
Jesús, en cuanto Dios, es el término de nuestra «busca»; mas, en cuanto hombre, es el modelo acabado, el ejemplar único que debemos tener siempre a la vista. Con palabras parecidas a las suyas digamos, pues: «El día de mi entrada en el monasterio, dije: Heme aquí, Dios mío; en la Regla, que para mí es el libro de tu voluntad, está escrito que yo «te busque para hacer tu beneplácito, pues a ti, Padre celestial, deseo llegar»».
Y así como Jesucristo se lanzó «a correr su camino» (Sal 18,6), corramos en su seguimiento, puesto que Él mismo es el camino; «Corramos –dice san Benito– mientras la luz nos ilumina con sus rayos», impulsados del deseo santo de arribar a la patria donde espera el Padre; corramos sin detenernos, en la práctica de las buenas obras, pues es condición indispensable para llegar al término: «No se llega si no es corriendo con buenas acciones» (RB, pról.).
Y como Jesucristo no dio fin a su carrera maravillosa sino cuando se vio en los resplandores de su gloria: «y su carrera llega hasta la extremidad de los cielos» (Sal 18,7), así nosotros no cesemos de buscar en pos de Él a Dios, hasta que lleguemos a lo que el gran Patriarca llama, al fin de su Regla, «la cumbre de la virtud» (RB 73), «la cima de la perfección». Llegada aquí el alma, vive habitualmente unida a Dios; desligada de todo lo terreno, y hallado el Dios que buscaba, gusta ya anticipadamente las delicias de la unión inefable que se verifica «en el seno beatífico del Padre».
«Señor, Dios mío, en quien yo puse toda mi esperanza, oye mis súplicas, y no permitas que llegue a tanto mi postración, que deje algún día de buscarte; antes bien, inflamado de un santo amor, ansíe mi alma contemplaros siempre. Dame fuerzas con que buscarte, ya que te dignas hacerte encontradizo, alentándonos con la esperanza de alcanzarte» (San Agustín, De Trinitate, lib. XV, c. 28).