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La ambición de poseer a Dios: tal es la disposición principal que san Benito exige de los que solicitan el ingreso en el monasterio; en ella ve una prueba inequívoca de vocación; pero esta disposición debe extenderse a toda la vida del monje.
El mismo abad debe, en primer lugar, seguir a san Benito, buscar «el reino de Dios» (cfr. Mt 6,33; RB 2) en la caridad, como prescribe Jesucristo: «debe esforzarse ante todo, en establecer este reino en las almas que se le han confiado» (RB 2); y toda la actividad material desplegada en el monasterio, quiere san Benito que vaya encaminada a este fin: «Que en todo sea Dios glorificado» (RB 57). Porque en todas las cosas el amor todo lo dirige a su gloria.
Ponderemos bien estas palabras: «que en todo», las cuales expresan una de las condiciones de nuestra busca de Dios. Para que nuestra busca de Dios sea «verdadera», según exige san Benito, debe ser constante; «que busquemos siempre la faz de Dios». Tal vez haya alguno que objete: a Dios le poseemos desde el bautismo, y siempre que nos acompaña la gracia santificante. Ciertamente. Entonces, ¿a qué buscar a Dios si ya le poseemos?
«Buscar a Dios» es permanecer unidos a Él por la fe, adherirnos a Él como objeto de nuestro amor. Ahora bien: es evidente que esta unión admite una variedad infinita de grados. «Dios está presente en todas partes», dice san Ambrosio, «pero está más próximo a aquellos que le aman, estando en cambio, alejado de los que no le sirven» (San Ambrosio, Comment. in Lc 9, 23). Cuando ya hemos encontrado a Dios podemos continuar aun buscándole, es decir, podemos buscarle más intensamente, acercamos a Él por una fe más ardiente, por una caridad más exquisita, por una fidelidad más exacta en el cumplimiento de su voluntad: he aquí por qué podemos y debemos siempre buscar a Dios, hasta tanto que nos sea dado contemplarlo de una manera inamisible en todo el esplendor de su Majestad, rodeado de luz eterna.
Si no alcanzamos este fin, arrastraremos una vida inútil. San Benito, en el Prólogo, transcribe y comenta las palabras del Salmista: «Dios observa a los hombres y mira si hay entre ellos quien tenga juicio y le busque, pero ellos se desviaron y se han hecho inútiles» (Sal 13,2-3). ¡Qué de gentes, en efecto, no comprenden que es Dios la fuente de todo bien y el fin supremo de toda criatura! Esos son seres inútiles, por cuanto han errado la meta desviándose del camino; no responden a su objeto, a su destino, a su fin: no de otra suerte que el cronómetro que no marcase exactamente, aunque en él tuviéramos un objeto precioso, esmaltado, una joya de valor, resultaría completamente inútil, por no servir para el fin a que se destina. También nosotros nos convertiremos en seres inútiles si no tendemos sin cesar al fin que nos propusimos al venir al monasterio.
¿Y cuál es este fin? Buscar a Dios, referirlo todo a Él como objeto supremo, cifrar en Él nuestra felicidad: todo lo demás es «vanidad de vanidades» (Ecl 1,2). De no obrar en esta forma, somos seres inútiles; de nada nos servirá multiplicar nuestras actividades; aunque causaran la admiración de los profanos, no pasarían de ser, a los ojos de Dios, actividades de un ser inútil, que no cumple las condiciones exigidas por su existencia, que no tiende al fin a que le ha predestinado su vocación. ¡Qué horrible es una vida humana inútil! Y sin embargo, ¡cuánta inutilidad hay a veces en nuestra vida, incluso en la religiosa, por estar ausente Dios de nuestras acciones!
No seamos, pues, de aquellos insensatos de que habla la Escritura, «entretenidos en vanas bagatelas y fugaces divertimientos» (Sab 4,12). Por el contrario, apliquémonos a buscar a Dios en todas las cosas: en los superiores, en los hermanos, en todas las criaturas, en los sucesos todos de la vida, tanto prósperos como adversos.
Busquémosle siempre, para poder siempre aplicar nuestros labios a la fuente de la felicidad; podemos beber siempre en ella sin temor de ver agotadas sus aguas, ya que, en frase de san Agustín, «su abundancia sobrepuja a nuestra necesidad». De ellas tiene dicho el Señor que se convertirán, para el alma fiel, «en un manantial que fluirá hasta la vida eterna» (Jn 4,14).