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IV. Unirse al Verbo con todas las fuerzas

A la virginidad hay que unir la caridad, el amor, que es el lazo de unión. – La virgen debe unirse con todas sus fuerzas al Esposo. –Resultante de esta íntima unión es la fidelidad. –Extraordinaria importancia de esta fidelidad. –Las pequeñas raposas que devastan la viña de la esposa. –Bendiciones que esta fidelidad logra.
No es suficiente guardar la virginidad de alma y cuerpo para ser admitido a las bodas del Esposo. ¿No nos dice nuestro Señor mismo que de las diez vírgenes cinco no fueron admitidas en la sala del banquete nupcial? Y, sin embargo, eran vírgenes. ¿Qué les faltaba? El aceite con que mantener encendidas las lámparas.
Según la interpretación preferida de los Santos Padres de la Iglesia, el aceite simboliza aquí la caridad. Faltaba, pues, la caridad a las vírgenes necias; he aquí la única razón porque fueron excluidas; razón, por otra parte, de una fuerza invencible. ¿No es la caridad, en efecto, el don perfecto que supera todos los demás y sin el cual éstos nada valen? Oigamos a San Pablo: «Aunque yo hablase todas las lenguas, sin la caridad no sería más que un bronce que suena y una campana que tañe; podría gozar del don de la profecía, conocer todos los misterios, saber todas las ciencias, poseer la fe hasta el punto de trasladar las montañas; sin la caridad, soy nada. Y si distribuyo todos mis bienes entre los pobres, si entrego mi cuerpo al verdugo sin la caridad, todo esto no me sirve de nada: nihil mihi prodest (1 Cor 13,1-3).
Si todos estos dones extraordinarios y estas excelsas obras nada son sin la caridad, lo propio sucederá con la virginidad desprovista de amor; por excelente que sea en sí misma, carece de todo valor a los ojos del Esposo, y permanece cerrada la puerta del festín: «En verdad os digo: No os conozco»: Nescio vos (Mt 25,12)
La caridad, el amor es, pues, tan esencial como posible en el alma que quiere ser admitida a la condición de esposa; este es el lazo de la unión. Este amor se traduce en los diferentes actos enumerados por San Bernardo: «unirse al Verbo, vivir para Él, dejarse guiar por Él». Estos son los imperiosos deberes que lleva anejos la excelsa dignidad de esposa; que representan, también, otros tantos grados de la ascensión que lleva a una unión cada día más perfecta e incesantemente fecunda.*
* «Este Esposo inmortal que vuestra virginidad os prepara, tiene dos cualidades maravillosas; por la pureza de su ser, está infinitamente separada de todo; por un efecto de su bondad, es infinitamente comunicativo… La virginidad cristiana consiste en una santa separación y en una casta unión. Esta separación constituye su pureza; esta casta y divina unión es el motivo de las delicias espirituales que la gracia hace abundar en las almas verdaderamente virginales (Bossuet, Sermón sobre la virginidad).
Para gozar de la dignidad de esposa debe el alma «unirse con todas sus fuerzas al Verbo»: Votis omnibus Verbo adhaerere; ha de poder declarar con absoluta verdad como el Salmista: Mi mayor bien es unirme a Dios»; Mihi autem adhaerere Deo bonum est (Ps 72,28). Si el hombre debe abandonar su padre y su madre para unirse a su esposa, la esposa a su vez, debe abandonarlo todo para unirse a Él». Et adhaerebit uxori suae (Gen 2,24; Mt 19,5).
¿Qué significa «unirse estrechamente al esposo? Que la esposa debe seguirle en todo y por todo, hacer propios los pensamientos de Él; favorecer sus intereses, compartir sus trabajos, asociarse a su destino. Una sola palabra compendia todos estos deberes: la fidelidad.
El Apóstol nos hace entender esta verdad, y la Iglesia, en su Pontifical de la consagración de las vírgenes, expresa muchas veces el mismo pensamiento. (Si [Christo] fideliter servieris, in perpetuum coroneris; –propositum teneas–; fidem integram, fidelitatemque sinceram teneat, etc.). ¿No se trata, en efecto, de una promesa que hay que hacer y de un contrato que hay que cumplir? ¿Y qué promesa ha formulado el alma religiosa? ¿Qué contrato ha firmado la virgen? Sus votos. He aquí por qué la fidelidad a los votos reviste tan extraordinaria importancia en la vida de un alma consagrada a Dios. Toda transgresión a estas solemnes promesas es un obstáculo para su vida de unión con el Esposo.
«Con todas nuestras fuerzas», votis omnibus, debemos, mediante esta fidelidad, robustecer nuestra «unión con el Verbo», esposo de nuestra alma. Fidelidad que debe ser universal: por parte del Esposo, debe abrazar todo cuanto afecte a su persona, a sus derechos, a sus intereses, a su gloria; por parte del alma debe extenderse a todas las facultades, ennoblecer todos los actos, afirmarse hasta el postrer suspiro. Nada debe omitirse en el empeño de alcanzar esta fidelidad, nada debe tampoco disminuirla o entibiarla. La constancia y la confianza absoluta han de ser sus cualidades indispensables: el alma debe permanecer estrechamente unida al Esposo, no sólo mientras goza de la presencia sensible del Amado, sino en los días obscuros, cuando, creyéndose abandonada del Esposo, anda desolada por todas partes, «buscando a quien ama y no lo sabe encontrar»: In lectulo meo per noctes quaesivi quem diligit anima mea et non inveni (Ct. 3,1), «lo llama y no le responde»: Vocavi et non respondit mihi (Ct. 5,6).
Esta fidelidad permanente, firme y constante, de todos los momentos, y en las mínimas cosas, es de importancia suma; de ella dependen la perfección y la fecundidad de la unión. ¡Oh, cómo agrada al Verbo esta fidelidad de la esposa al Esposo cuando es observada aun en los más mínimos detalles! De ella ha dicho Él en el Cantar de los Cantares: «Me has herido el corazón, esposa mía, me lo has herido con un cabello de tu cuello»: in uno crine colli tui (Ct. 4,9).
También es conocido el texto del propio Cantar de los Cantares: «Prende todas las raposillas que devastan las viñas porque nuestra viña está en flor»: Capite vobis vulpes parvulas, quae demoliuntur vineas; nam vinea nostra floruit (Ct. 2,15). Son palabras de la esposa que, rebosando de amor, más que en sí, piensa en el peligro que corre la viña plantada por el Amado, y que éste ha confiado a sus cuidados. Estas raposillas la tienen intranquila; son raposas pequeñas, parvulae; apenas se las distingue con la vista; pero sabe la esposa que son ellas las que arrasan la viña del Esposo, que ella considera también como propia –«nuestra viña» dice–. ¿Qué hay de extraño, pues, que se preocupe de las raposillas?
Pero ¿cuál es esta viña y cuáles son estos perjudiciales animalejos? La viña es la propia alma consagrada al Señor que es quien la ha plantado. Mejor dicho; «nosotros somos los sarmientos» de esta viña divina, que es Él mismo: «Ego sum vitis, vos palmites» (Jn. 15,5). Vástagos escogidos, ¿por ventura no os ha amado con amor de predilección? ¿No os ha elegido entre otros muchos, «prae consortibus tuis» (Ps 44,8), para atraernos a la íntima unión con Él? Bien pudo proclamar el Señor, hablando de vosotros: «He aquí mi viña predilecta», vinea mea electa (Cf. Is 5,2); con mi sangre la he comprado, la he rodeado de cercas que la defienden, en su centro he abierto un pozo de agua viva para fecundar la tierra que produce –los sacramentos, manantial perenne de luz y de gracia– «¿Qué más pudiera yo hacer y no lo hice?» Quid est quod debui ultra facere vineae et non feci ei ? ... (Is 5,4).
De esta viña, pues, con tanto amor cultivada, con justicia reclama Jesucristo frutos copiosos, «frutos cuya abundancia glorifique al Padre»: In hoc clarificatus est Pater meus ut fructum plurimum afferatis (Jn. 15,8). La única preocupación de Jesús es la gloría de su Padre. Justamente espera que las almas escogidas por esposas suyas participen de su celo por la gloria del Padre celestial y sean, por consiguiente, ricas en buenas obras y frutos de santidad.
¿Cómo es posible que almas privilegiadas, objeto por parte de Dios de los más delicados agasajos, sigan vegetando sin llegar jamás a aquel grado de unión íntima con el Esposo, que las haría grandemente fecundas? ¿Qué impide a la viña dar frutos abundantes que regocijen el corazón del Esposo, su dueño, sino las devastaciones causadas en ella por aquellas vulpes parvulaes? Zorrillas son, zorras en apariencia pequeñas, pero capaces por su astucia de los mayores estragos. De hecho, sus devastaciones son siempre enormes; esa es la razón por qué las teme tanto la esposa. ¿Qué significan, pues, estos animales que saquean la viña en flor e impiden que produzca los frutos que esperaba el Amado?
¿Son acaso nuestras imperfecciones de cuerpo y de alma? No, por cierto; todos los Santos han experimentado esas debilidades y esos defectos: el peso de la carne, la lucha contra el espíritu, son patrimonio heredado de la naturaleza caída resultando del pecado, de la herencia, del temperamento, de la educación. El Esposo quiere unirse al alma débil que tropieza, que desfallece por sorpresa, porque Él es la Misericordia y el Amor infinitos y lejos de alejarlo de nosotros, nuestra natural miseria lo atrae, pues ha venido para curarnos.
Pero lo que no es menos cierto, es que el Señor no se dará nunca íntimamente a un alma infiel. He aquí lo que arrasa la viña: las infidelidades. Estas faltas pueden ser y son materialmente pequeñas, parvulae; pero son temibles cuando se convierten en habituales y deliberadas. Admitir negligencias en los ejercicios de piedad; romper el silencio sin necesidad, desobedecer voluntaria y fríamente a un precepto, por mínimo que sea, de la regla; bajo pretexto de amplitud de miras, pasar por encima de los usos establecidos, aunque sean los más ordinarios y banales; perder el tiempo en trivialidades; detenerse en imprudentes ensueños; faltar conscientemente a la caridad; criticar las órdenes y disposiciones de los superiores; tantos actos que violan la fidelidad y debilitan la vida de unión.
Y si estas debilidades se repiten, se renuevan y pasan a ser una costumbre, ¿qué sucede? No se aprovecha sino medianamente de la abundancia de gracias concedidas, la intimidad con Cristo se disminuye, la acción del Espíritu Santo se hace más rara, los progresos. casi nulos, y la vida interior se ve comprometida: además, ¿cómo se podría gozar de la intimidad de Nuestro Señor, experimentar los efectos particulares de su amor, si se falta al Amor todo el día?
La virgen que no cierra, resuelta y constantemente, la puerta de la viña a estos «zorritos», no es una verdadera esposa, pues sus infidelidades hieren profundamente al Esposo. ¿No podríamos aplicar a esta alma, las palabras con que Dios se queja del pueblo de Israel, comparándolo con una viña a la cual le ha prodigado todos sus cuidados y que no ha respondido a sus agasajos divinos: «Esperaba que mi viña me diera uvas y he encontrado agraces»: Expectavi ut facere uvas, et fecit labruscas? (Is 5,4). La intimidad misma hace más grandes los pequeños choques, que adquieren con frecuencia, por razón de esa misma intimidad, el carácter de verdaderas ofensas.
Es necesario por esto que la virgen tenga para servir al Esposo y para seguirlo, toda la delicadeza de su fidelidad: esta fidelidad se traducirá más eficazmente en la constancia en evitar hasta las más pequeñas faltas que puedan disgustar al Verbo.
Mostrémonos, pues, inmensamente generosos en guardar nuestra fidelidad. Esta fidelidad puede costar, y costará a la naturaleza: el Esposo no retrocedió delante de la Cruz, cuando su Padre le señaló la pasión como el medio de rescatar nuestras almas, y de pagar las joyas con que quería adornarlas por toda la eternidad. Y ¿podemos unirnos a un Esposo crucificado sin aceptar nuestra parte de renunciamiento e inmolación? Todo debe ser común entre el Esposo y la esposa, y el alma que quiera gozar de las delicias de la unión con Cristo sin participar de su vida de abnegación y de sufrimiento, no será digna de tan alta vocación.
Además, se cerrará ella misma la puerta a muchas gracias, pues la fidelidad es frecuentemente la razón que inclina a Dios a hacernos partícipes de sus larguezas. Si muchas almas consagradas no llegan al alto grado de unión a que el Esposo las llama, es porque sin cesar han contrariado en ellas la acción de su Espíritu (Cf. Santa Teresa, Vida, cap. XV).
Así pues, si advertimos en nuestra vida alguna infidelidad que nos impida ser íntegramente del Verbo, tomemos la resolución de acabar con ella; pongámonos a los pies del Señor y digámosle:
«Señor mío Jesús, te amo, y deseo demostrarte este amor y glorificar a tu Padre contigo. Te prometo vigilar para que nada venga a arrasar tu viña y devastar en ella la obra de tu amor. Desde la eternidad has envuelto esta viña en una mirada de infinita predilección; la has plantado en el día de mi bautismo; la has escogido entre tantas otras para que te pertenezca de especial manera por la consagración virginal; la has lavado frecuentemente con tu sangre preciosa; la has alimentado cada día con tu carne adorable; por amor a Ti quiero que no encuentres en mí sino frutos abundantes que regocijen tu corazón y glorifiquen a tu Padre».
Y no nos dejemos amilanar por el recuerdo de nuestras pasadas infidelidades ni por el pensamiento de nuestros desfallecimientos todavía posibles: aquéllas, cuando escapan a nuestra naturaleza, se concilian perfectamente con la buena voluntad, y en cuanto a los otros, que se conviertan en ocasión de humilde compunción y de generoso ardor.
Además, poco a poco, como dice San Benito, a medida que se avanza con fidelidad en las buenas obras –processu conversationis (S. Regla. Prólogo)– el alma se inunda de luz, el corazón se ensancha bajo la acción perceptible del Espíritu de Amor, y el alma «corre en el camino con inefable dulzura de dilección». La caridad fortalece la unión, los vínculos se estrechan, la unión al Verbo viene a ser más estable, más firme, más alegre, hasta convertirse en inquebrantable. El alma experimenta entonces algo de la verdad de las magníficas palabras del Apóstol: «¿Quién me separará del amor de Cristo, mi esposo?, ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿el hambre?, ¿la indigencia?, ¿el peligro?, ¿la persecución?, ¿la espada? (Rom. 8,35).
No, nada es capaz de separar a la virgen fiel de su Amado, a quien, como la esposa del Cantar, puede repetirse sin cesar: «Atráeme a ti; he aquí que vengo atraída por el olor de tus perfumes», Trahe me, post te curremus in odorem unguentorum tuorum (Cant. 1,2); y también: «Colócame como signo indeleble en tu Corazón, pues mi amor y mi fidelidad son fuertes como la muerte; ningún torrente desbordado ha sido capaz de anegarlos» Aquae multae non potuerunt extinguere caritatem nec flumina obruent illam (Cant. 1,3). «Ni la muerte con sus horrores, ni la vida con sus seducciones, ni los ángeles, ni las más fuertes potencias, ni lo presente, ni lo venidero, ni criatura alguna pueden separarla» (Cf. Rom 8,38-39) de su Señor y Esposo. Desde aquí abajo se puede decir de ella «que sigue fielmente al Cordero a donde quiera que vaya»: Quocumque ierit (Apoc 14,4) Es que, en efecto, «aquel que se une perfectamente al Señor no hace sino un espíritu con Él»: Qui adhaeret Domino unus Spiritus est (1 Cor. 4,17).
¡Oh condición bienaventurada la del alma fiel! ¡Oh estado envidiable el de la virgen siempre atenta a los menores signos de la venida del Esposo!... Encontrándola lista con su lámpara encendida, el Esposo «la introducirá con Él, en la sala del festín nupcial» para embriagarla de las delicias espirituales qué ninguna lengua puede contar y ninguna pluma describir: Intravit cum eo ad nuptias ... (Cf. Mt. 25,10)