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Expresa como pocos la intimidad con Dios. Ante la elección fundamental («Tú eres mi bien»), todas las demás opciones («dioses y señores de la tierra») palidecen. El creyente experimenta tal plenitud en Dios («me encanta mi heredad»), tal seguridad («siempre presente… no vacilaré»), tal gozo («se me alegra el corazón»), que hasta el límite de la muerte queda roto («no me entregarás a la muerte») y se abre a una «alegría perpetua» en la presencia del Señor.
Hch 2,25-23 y 13,35 aplican este salmo a la resurrección de Cristo. A Él el Padre no le ha ahorrado pasar por la muerte y la sepultura, pero sí le ha liberado de la corrupción mediante la resurrección que el salmo intuía (por eso su carne ha descansado «serena» en la tumba: v.10). Nadie como Cristo ha elegido al Padre como su único bien, como su lote y heredad, nadie como Él ha experimentado la seguridad de su presencia (v.8). Los vv.9-11 expresan este gozo de Cristo, gozo sereno y esperanzado antes de la muerte, gozo exultante, desbordante y perpetuo después de la resurrección: este es el estado actual de Cristo.
Los vv.5-6 parecen referir este salmo a los levitas, que en el reparto de la tierra no recibían ningún lote, sino que el Señor mismo era su lote y su heredad. Esto hace el salmo especialmente aplicable al sacerdote ya todo consagrado: renunciando a toda heredad terrena, tiene al Señor como único lote, y esto le hace dichoso y feliz; con Pedro puede decir: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mc 10,28). Cristo basta y sacia, ya en este mundo: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
Pero también todo creyente puede decir con verdad: «Tú eres mi bien», mi único bien, ante quien todo se vuelve crepuscular y que no cambiaría por nada. Con Pablo puede renovar su opción por Cristo: «las cosas que para mí eran ganancia, sigo considerándolas, a causa de Cristo, una pérdida, por la enorme ventaja del conocimiento de Jesucristo, mi Señor, por quien sufrí la pérdida de todo y todo lo considero basura a fin de llegar a Cristo» (Fil 3,7-8). Él es el Tesoro que hemos encontrado por pura gracia y que nos hace capaces de renunciar con alegría a todo lo demás (Mt 13,44). La unión y la intimidad experimentadas en este mundo («hasta de noche me instruye internamente»: v.7) son una pregustación del cielo, cuando la presencia del Señor «cara a cara» nos colmará de un gozo totalmente saciativo y de una alegría eterna e inacabable (v.11).