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Catequesis 106-110

106. El matrimonio como alianza de personas (19-I-83/23-I-83)

1. Los textos de los Profetas tienen gran importancia para comprender el matrimonio como alianza de personas (a imagen de la Alianza de Yavé con Israel) y, en particular, para comprender la alianza sacramental del hombre y de la mujer en la dimensión del signo. El «lenguaje del cuerpo» entra -como ya hemos considerado anteriormente- en la estructura integral del signo sacramental, cuyo principal sujeto es el hombre, varón y mujer. Las palabras del consentimiento conyugal constituyen este signo, porque en ellas halla expresión el significado nupcial del cuerpo en su masculinidad y femineidad. Este significado se expresa, sobre todo, por las palabras: «Yo te recibo... como esposa... esposo». Por lo demás, con estas palabras se confirma la «verdad» esencial del lenguaje del cuerpo y queda excluida también (al menos indirectamente, implicite) la «no-verdad» esencial, la falsedad del lenguaje del cuerpo. Efectivamente, el cuerpo dice la verdad por medio del amor, la fidelidad, la honestidad conyugal, así como la no verdad, o sea, la falsedad, se expresa por medio de todo lo que es negación del amor, de la fidelidad, de la honestidad conyugal. Se puede decir, pues, que, en el momento de pronunciar las palabras del consentimiento matrimonial, los nuevos esposos se sitúan en la línea del mismo «profetismo del cuerpo», cuyo portavoz fueron los antiguos Profetas. El «lenguaje del cuerpo», expresado por boca de los ministros del matrimonio como sacramento de la Iglesia, instituye el mismo signo visible de la Alianza y de la gracia que -remontándose en su origen al misterio de la creación- se alimenta continuamente con la fuerza de la «redención del cuerpo», ofrecida por Cristo a la Iglesia.

2. Según los textos proféticos, el cuerpo humano habla un «lenguaje», del que no es el autor. Su autor es el hombre que, como varón y mujer, esposo y esposa, relee correctamente el significado de este «lenguaje». Relee, pues, el significado nupcial del cuerpo como integralmente grabado en la estructura de la masculinidad o femineidad del sujeto personal. Una relectura correcta «en la verdad» es condición indispensable para proclamar esta verdad, o sea, para instituir el signo visible del matrimonio como sacramento. Los esposos proclaman precisamente este «lenguaje del cuerpo», releído en la verdad, como contenido y principio de su nueva vida en Cristo y en la Iglesia. Sobre la base del «profetismo del cuerpo», los ministros del sacramento del matrimonio realizan un acto de carácter profético. Confirman de este modo su participación en la misión profética de la Iglesia, recibida de Cristo. «Profeta» es aquel que expresa con palabras humanas la verdad que proviene de Dios, aquel que profiere esta verdad en lugar de Dios, en su nombre y, en cierto sentido, con su autoridad.

3. Todo esto se refiere a los nuevos esposos, que, como ministros del sacramento del matrimonio, instituyen con las palabras del consentimiento conyugal el signo visible, proclamando el «lenguaje del cuerpo», releído en la verdad, como contenido y principio de su nueva vida en Cristo y en la Iglesia. Esta proclamación «profética» tiene un carácter completo. El consentimiento conyugal es, al mismo tiempo, anuncio y causa del hecho de que, de ahora en adelante, ambos serán ante la Iglesia y la sociedad marido y mujer. (Entenderemos este anuncio como «indicación» en el sentido ordinario del término). Sin embargo, el consentimiento conyugal tiene sobre todo el carácter de una recíproca profesión de los nuevos esposos, hecha ante Dios. Basta detenerse con atención en el texto, para convencerse de que esa proclamación profética del lenguaje del cuerpo, releído en la verdad, está inmediata y directamente dirigida del «yo» al «tú»: del hombre a la mujer y de ella a él. Precisamente tienen puesto central en el consentimiento conyugal las palabras que indican el sujeto personal, los pronombres «yo» y «a ti». El «lenguaje del cuerpo», releído en la verdad de su significado nupcial, constituye, mediante las palabras de los nuevos esposos, la unión-comunión de las personas. Si el consentimiento conyugal tiene carácter profético, si es la proclamación de la verdad que proviene de Dios y, en cierto sentido, la enunciación de esta verdad en el nombre de Dios, esto se realiza sobre todo en la dimensión de la comunión interpersonal, y sólo indirectamente «ante» los otros y «por» los otros.

4. En el fondo de las palabras pronunciadas por los ministros del sacramento del matrimonio, está el perenne «lenguaje del cuerpo», al que Dios «dio comienzo» al crear al hombre como varón y mujer: lenguaje que ha sido renovado por Cristo. Este perenne «lenguaje del cuerpo» lleva en sí toda la riqueza y profundidad del misterio: primero de la creación y de la redención (la liturgia del sacramento del matrimonio ofrece un rico contexto de ello). Al releer de este modo «el lenguaje del cuerpo», los esposos no sólo incluyen en las palabras del consentimiento conyugal la plenitud subjetiva de la profesión, indispensable para realizar el signo propio de este sacramento, sino que llegan también, en cierto sentido, a las fuentes mismas de las que ese signo toma cada vez su elocuencia profética y su fuerza sacramental. No es lícito olvidar que «el lenguaje del cuerpo», antes de ser pronunciado por los labios de los esposos, ministros del matrimonio como sacramento de la Iglesia, ha sido pronunciado por la palabra del Dios vivo, comenzando por el libro del Génesis, a través de los Profetas de la Antigua Alianza, hasta el autor de la Carta a los Efesios.

5. Empleamos aquí varias veces la expresión «lenguaje del cuerpo» refiriéndonos a los textos proféticos. En estos textos, como ya hemos dicho, el cuerpo humano habla un «lenguaje», del que no es autor en el sentido propio del término. El autor es el hombre -varón y mujer- que relee el verdadero sentido de ese «lenguaje», poniendo de relieve el significado nupcial del cuerpo como grabado integralmente en la estructura misma de la masculinidad y femineidad del sujeto personal. Esta relectura «en la verdad» del lenguaje del cuerpo confiere, ya de por sí, un carácter profético a las palabras del consentimiento conyugal, por medio de las cuales, el hombre y la mujer realizan el signo visible del matrimonio como sacramento de la Iglesia. Sin embargo, estas palabras contienen algo más que una siempre relectura en la verdad de ese lenguaje, del que habla la femineidad y la masculinidad de los nuevos esposos en su relación recíproca: «Yo te recibo como mi esposa - como mi esposo». En las palabras están incluidos: el propósito, la decisión y la opción. Los dos esposos deciden actuar en conformidad con el lenguaje del cuerpo, releído en la verdad. Si el hombre, varón y mujer, es el autor de ese lenguaje, lo es, sobre todo, en cuanto quiere conferir, y efectivamente confiere a su comportamiento y a sus acciones el significado conforme con la elocuencia releída de la verdad de la masculinidad y de la feminidad en la recíproca relación conyugal.

6. En el ámbito el hombre es artífice de las acciones que tienen, de por sí, significados definidos. Es, pues, artífice de las acciones y, a la vez, autor de su significado. La suma de estos significados constituye, en cierto sentido, el conjunto del «lenguaje del cuerpo», con el que los esposos deciden hablar entre sí como ministros del sacramento del matrimonio. El signo que ellos realizan con las palabras del consentimiento conyugal no es un mero signo inmediato y pasajero, sino un signo de perspectiva que reproduce un efecto duradero, esto es, el vínculo conyugal, único e indisoluble («Todos los días de mi vida», es decir, hasta la muerte). En esta perspectiva deben llenar ese signo del múltiple contenido que ofrece la comunión conyugal y familiar de las personas, y también del contenido que, nacido «del lenguaje del cuerpo», es continuamente releído en la verdad. De este modo, la «verdad» esencial del signo permanecerá orgánicamente vinculada al ethos de la conducta conyugal. En esta verdad del signo y, consiguientemente, en el ethos de la conducta conyugal, se inserta con gran perspectiva el significado procreador del cuerpo, es decir, la paternidad y la maternidad, de las que ya hemos tratado. A la pregunta: «¿Estáis dispuestos a recibir de Dios, responsable y amorosamente, los hijos y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?», el hombre y la mujer respondan: «Sí, estamos dispuestos».

Y por ahora dejamos para otros capítulos profundizaciones ulteriores del tema.

107. El signo del matrimonio como sacramento de la Iglesia (26-I-83/30-I-83)

1. El signo del matrimonio como sacramento de la Iglesia se constituye cada vez según esa dimensión que le es propia desde el «principio», y al mismo tiempo se constituye sobre el fundamento del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia, como la expresión única e irrepetible de la alianza entre «este» hombre y «esta» mujer, que son ministros del matrimonio como sacramento de su vocación y de su vida. Al decir que el signo del matrimonio como sacramento de la Iglesia se constituye sobre la base del «lenguaje del cuerpo», nos servimos de la analogía (analogía attibutionis), que hemos tratado de esclarecer ya anteriormente. Es obvio que el cuerpo, como tal, no «habla», sino que habla el hombre, releyendo lo que exige ser expresado precisamente, basándose en el «cuerpo», en la masculinidad o femineidad del sujeto personal, más aún, basándose en lo que el hombre puede expresar únicamente por medio del cuerpo.

En este sentido, el hombre -varón o mujer- no sólo habla con el lenguaje del cuerpo, sino que en cierto sentido permite al cuerpo hablar «por él» y «de parte de él»: diría en su nombre y con su autoridad personal. De este modo, también el concepto de «profetismo del cuerpo», parece tener fundamento: el «profeta», efectivamente, es aquel que habla «por» y «de parte de»: en nombre y con la autoridad de una persona.

2. Los nuevos esposos son conscientes de esto cuando, al contraer matrimonio, realizan su signo visible. En la perspectiva de la vida en común y de la vocación conyugal, ese signo inicial, signo originario del matrimonio como sacramento de la Iglesia, será colmado continuamente por el «profetismo del cuerpo». Los cuerpos de los esposos hablarán «por» y «de parte de» cada uno de ellos, hablarán en el nombre y con la autoridad de la persona, de cada una de las personas, entablando el diálogo conyugal, propio de su vocación y basado en el lenguaje del cuerpo, releído a su tiempo oportuna y continuamente, ¡y es necesario que sea releído en la verdad! Los cónyuges están llamados a construir su vida y su convivencia como «comunión de las personas» sobre la base de ese lenguaje. Puesto que al lenguaje corresponde un conjunto de significados, los esposos -a través de su conducta y comportamiento, a través de sus acciones y expresiones («expresiones de ternura»: cf. Gaudium et spes, 49)- están llamados a convertirse en los autores de estos significados del «lenguaje del cuerpo», por el cual, en consecuencia, se construyen y profundizan continuamente el amor, la fidelidad, la honestidad conyugal y esa unión que permanece indisoluble hasta la muerte.

3. El signo del matrimonio como sacramento de la Iglesia se forma cabalmente por esos significados, de los que son autores los esposos. Todos estos significados dan comienzo y, en cierto sentido, quedan «programados» de modo sintético en el consentimiento matrimonial, a fin de construir luego -de modo más analítico, día tras días- el mismo signo, identificándose con él en la dimensión de toda la vida. Hay un vínculo orgánico entre el releer en la verdad el significado integral del «lenguaje del cuerpo» y el consiguiente empleo de ese lenguaje en la vida conyugal. En este último ámbito el ser humano -varón y mujer- es el autor de los significados del «lenguaje del cuerpo». Esto implica que tal lenguaje, del que él es autor, corresponda a la verdad que ha sido releída. Basándonos en la tradición bíblica, hablamos aquí del «profetismo del cuerpo». Si el ser humano -varón y mujer- en el matrimonio (e indirectamente también en todos los sectores de la convivencia mutua) confiere a su comportamiento un significado conforme a la verdad fundamental del lenguaje del cuerpo, entonces también él mismo «está en la verdad». En el caso contrario, comete mentira y falsifica el lenguaje del cuerpo.

4. Si nos situamos en la línea de perspectiva del consentimiento matrimonial que -como ya hemos dicho- ofrece a los esposos una participación especial en la misión profética de la Iglesia, transmitida por Cristo mismo, podemos servirnos, a este propósito, también de la distinción bíblica entre profetas «verdaderos» y profetas «falsos». A través del matrimonio como sacramento de la Iglesia, el hombre y la mujer están llamados de modo explícito a dar -sirviéndose correctamente del «lenguaje del cuerpo»- el testimonio del amor nupcial y procreador, testimonio digno de «verdaderos profetas». En esto consiste el significado justo y la grandeza del consentimiento matrimonial en el sacramento de la Iglesia.

5. La problemática del signo sacramental del matrimonio tiene carácter profundamente antropológico. La formamos basándonos en la antropología teológica y en particular sobre lo que, desde el comienzo de las presentes consideraciones precedentes, que se refieren al análisis de las palabras-clave de Cristo (decimos «palabras-clave» porque nos abren -como la llave- cada una de las dimensiones de la antropología teológica, especialmente de la teología del cuerpo). Al formar sobre esta base el análisis del signo sacramental del matrimonio, del cual -incluso después del pecado original- siempre son partícipes el hombre y la mujer, como «hombre histórico», debemos recordar constantemente el hecho de que el hombre «histórico», varón y mujer, es, al mismo tiempo, el «hombre de la concupiscencia»; como tal, cada hombre y cada mujer entran en la historia de la salvación y están implicados en ella mediante el sacramento, que es signo visible de la alianza y de la gracia.

Por lo cual, en el contexto de las presentes reflexiones sobre la estructura sacramental del signo del matrimonio, debemos tener en cuenta no sólo lo que Cristo dijo sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio, haciendo referencia al «principio», sino también (y todavía más) lo que expresó en el sermón de la montaña, cuando apeló al «corazón humano».

6. Y ahora, otra idea.

La primera lectura sacada del libro de Nehemías nos recuerda la veneración con que el Pueblo de Dios escuchaba las palabras de la Sagrada Escritura, mientras las leía el sacerdote Esdras el día «consagrado a Dios»: «Esdras abrió el libro a vista del pueblo... y cuando lo abrió el pueblo entero se puso en pie. Esdras pronunció la bendición del Señor Dios grande y el pueblo entero alzando las manos respondió ‘Amén, amén’» (Neh 8, 5-6).

El Evangelio de San Lucas nos habla del episodio en que Jesús en la sinagoga de Nazaret, al principio de su actividad mesiánica, lee un pasaje del Profeta Isaías que precisamente se refería a EL.

Sea esto para nosotros una indicación de cómo debemos leer la Palabra divina, con qué predisposición debemos escucharla y cómo la hemos de aplicar a nosotros mismos: «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida» (cf. Jn 6, 23).

Si las recibimos con el corazón dispuestos a que lleguen a ser vida de nuestras almas, se cumplirá en nosotros lo que expresa con tanto entusiasmo el Salmo de la liturgia de hoy:

«La ley del Señor es perfecta / y es descanso del alma; / el precepto del Señor es fiel / e instruye al ignorante. / Los mandatos del Señor son rectos / y alegran el corazón; / la norma del Señor es límpida / y da luz a los ojos» (Sal 19 [18], 8-9).

Así sea, amados hermanos y hermanas, en cada uno de nosotros. La escucha de la Palabra de Dios nos alegre el corazón y guíe nuestra conducta en el año del Señor 1983 y durante toda nuestra vida. Amén.

108. La veracidad en «el lenguaje del cuerpo» (9-II-83/13-II-83)

1. Dijimos ya que en el contexto de las presentes reflexiones sobre la estructura del matrimonio como signo sacramental, debemos tener en cuenta no sólo lo que Cristo declaró sobre la unidad e indisolubilidad, haciendo referencia al «principio», sino también (y aún más) lo que dijo en el sermón de la montaña, cuando apeló al «corazón humano». Aludiendo al mandamiento «No adulterarás», Cristo habló de «adulterio en el corazón»: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 28).

Así, pues, al afirmar que el signo sacramental del matrimonio -signo de la alianza conyugal del hombre y de la mujer- se forma basándose en el «lenguaje del cuerpo» una vez releído en la verdad (y releído continuamente), nos damos cuenta de que el que relee este «lenguaje» y luego lo expresa, en desacuerdo con las exigencias propias del matrimonio como pacto y sacramento, es natural y moralmente el hombre de la concupiscencia: varón y mujer, entendidos ambos como el «hombre de la concupiscencia». Los Profetas del Antiguo Testamento tienen ante los ojos ciertamente a este hombre cuando, sirviéndose de una analogía, censuran el «adulterio de Israel y de Judá». El análisis de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña nos lleva a comprender más profundamente el «adulterio» mismo. Y a la vez nos lleva a la convicción de aquel el «corazón» humano no es tanto «acusado y condenado» por Cristo a causa de la concupiscencia (concupiscentia carnis), cuanto, ante todo, «llamado». Aquí se da una decisiva divergencia entre la antropología (o la hemenéutica antropológica) del Evangelio y algunos influyentes representantes de la hermenéutica contemporánea del hombre (los llamados maestros de la sospecha).

2. Pasando al terreno de nuestro análisis presente, podemos constatar que, aunque el hombre, a pesar del signo sacramental del matrimonio, a pesar del consentimiento matrimonial y de su realización, permanezca siendo naturalmente el «hombre de la concupiscencia», sin embargo es, a la vez, el hombre de la «llamada». Es «llamado» a través del misterio de la redención del cuerpo, misterio divino, que es simultáneamente -en Cristo y por Cristo en cada hombre- realidad humana. Además, ese misterio comporta un determinado ethos que por esencia es «humano», y al que ya hemos llamado antes ethos de la redención.

3. A la luz de las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña, a la luz de todo el Evangelio y de la Nueva Alianza, la triple concupiscencia (y en particular la concupiscencia de la carne) no destruye la capacidad de releer en la verdad el «lenguaje del cuerpo» -y de releerlo continuamente de un modo más maduro y pleno-, en virtud del cual se constituye el signo sacramental tanto en su primer momento litúrgico, como, luego, en la dimensión de toda la vida. A esta luz hay que constatar que, si la concupiscencia de por sí engendra múltiples «errores» al releer el «lenguaje del cuerpo» y juntamente con esto engendra incluso el «pecado», el mal moral, contrario a la virtud de la castidad (tanto conyugal como extraconyugal), sin embargo, en el ámbito del ethos de la redención queda siempre la posibilidad de pasar del «error» a la «verdad», como también la posibilidad de retorno, o sea, de conversión, del pecado a la castidad, como expresión de una vida según el Espíritu (cf. Gál 5, 16).

4. De este modo, en la óptica evangélica y cristiana del problema, el hombre «histórico» (después del pecado original), basándose en el «lenguaje del cuerpo» releído en la verdad, es capaz -como varón y mujer- de constituir el signo sacramental del amor, de la fidelidad y de la honestidad conyugal, y esto como signo duradero: «Serte fiel siempre en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad y amarte y respetarte todos los días de mi vida». Esto significa que el hombre es, de modo real, autor de los significados por medio de los cuales, después de haber releído en la verdad el «lenguaje del cuerpo», es incluso capaz de formar en la verdad ese lenguaje en la comunión conyugal y familiar de las personas. Es capaz de ello también como «hombre de la concupiscencia», al ser «llamado» a la vez por la realidad de la redención de Cristo (simul lapsus et redemptus).

5. Mediante la dimensión del signo, propia del matrimonio como sacramento, se confirma la específica antropología teológica, la específica hermenéutica del hombre, que en este caso podría llamarse también «hermenéutica del sacramento», porque permite comprender al hombre basándose en el análisis del signo sacramental. El hombre -varón y mujer- como ministro del sacramento, autor (co-autor) del signo sacramental, es sujeto consciente y capaz de autodeterminación. Sólo sobre esta base puede ser el autor del «lenguaje del cuerpo», puede ser también autor (co-autor) del matrimonio como signo: signo de la divina creación y «redención del cuerpo». El hecho de que el hombre (el varón y la mujer) es el hombre de la concupiscencia, no prejuzga que sea capaz de releer el lenguaje del cuerpo en la verdad. Es el «hombre de la concupiscencia», pero al mismo tiempo es capaz de discernir la verdad de la falsedad en el lenguaje del cuerpo y puede ser autor de los significados verdaderos (o falsos) de ese lenguaje.

6. Es el hombre de la concupiscencia, pero no está completamente determinado por la libido (en el sentido en que frecuentemente se usa este término). Esa determinación significaría que el conjunto de los comportamientos del hombre, incluso también, por ejemplo, la opción por la continencia a causa de motivos religiosos, sólo se explicaría a través de las específicas transformaciones de esta «libido». En tal caso -dentro del ámbito del lenguaje del cuerpo-, el hombre estaría condenado, en cierto sentido, a falsificaciones esenciales: sería solamente el que expresa una específica determinación de parte de la «libido», pero no expresaría la verdad (o la falsedad) del amor nupcial y de la comunión de las personas, aun cuando pensase manifestarla. En consecuencia, estaría condenado, pues, a sospechar de sí mismo y de los otros, respecto a la verdad del lenguaje del cuerpo. A causa de la concupiscencia de la carne podría solamente ser «acusado», pero no podría ser verdaderamente «llamado».

La «hermenéutica del sacramento» nos permite sacar la conclusión de que el hombre es siempre esencialmente «llamado» y no sólo «acusado», y esto precisamente en cuanto «hombre de la concupiscencia» .

109. El amor conyugal en el Cantar de los Cantares (23-V-84/27-V-84)

1. Durante el Año Santo suspendí el desarrollo del tema referente al amor humano en el plan divino. Quisiera concluir ahora esta materia con algunas consideraciones, sobre todo acerca de la enseñanza de la Humanæ vitæ, anteponiendo algunas reflexiones sobre el «Cantar de los Cantares» y el libro de Tobías. Efectivamente, me parece que todo lo que trato de exponer en los próximos capítulos constituye el coronamiento de cuanto he explicado.

El tema del amor nupcial, que une al hombre y a la mujer, conecta, en cierto sentido, esta parte de la Biblia con toda la tradición de la «gran analogía» que, a través de los escritos de los Profetas, confluyó en el Nuevo Testamento y, particularmente, en la Carta a los Efesios (cf. Ef 5, 21-23), cuya explicación interrumpí al comienzo del Año Santo.

Este amor ha sido objeto de numerosos estudios exegéticos, comentarios e hipótesis. Respecto a su contenido, en apariencia «profano», las posiciones han sido diversas: mientras por un lado se desaconsejaba frecuentemente su lectura, por otra ha sido la fuente en la que se han inspirado los mayores escritores místicos, y los versículos del «Cantar de los Cantares» han sido insertados en la liturgia de la Iglesia (1).

Efectivamente, aunque el análisis del texto de este libro nos obligue a colocar su contenido fuera del ámbito de la gran analogía profética, sin embargo, no se puede separar de la realidad del sacramento primordial. No es posible releerlo más que en la línea de lo que está escrito en los primeros capítulos del Génesis, como testimonio del «principio», de ese «principio» al que se refirió Cristo en su conversación decisiva con los fariseos (cf. Mt 19, 4) (2). El «Cantar de los Cantares» está ciertamente en la línea de ese sacramento donde, a través del «lenguaje del cuerpo», se constituye el signo visible de la participación del hombre y de la mujer en la alianza de la gracia y del amor, que Dios ofrece al hombre. El «Cantar de los Cantares» muestra la riqueza de este «lenguaje», cuya primera expresión está ya en el Génesis 2, 23-25.

2. Ya los primeros versículos del «Cantar» nos introducen inmediatamente en la atmósfera de todo el «poema», donde el esposo y la esposa parecen moverse en el círculo trazado por la irradiación del amor. Las palabras de los esposos, sus movimientos, sus gestos, corresponden a la moción interior de los corazones. Sólo bajo el prisma de esta moción se puede comprender el «lenguaje del cuerpo», con el que se realiza el descubrimiento al que dio expresión el primer hombre ante la que había sido creada como «ayuda semejante a él» (cf. Gén 2, 20 y 23), y que había sido tomada, como dice el texto bíblico, de una de sus «costillas» (la «costilla» parece indicar también el corazón).

Este descubrimiento -analizado ya a base del Génesis 2- adquiere en el «Cantar de los Cantares» toda la riqueza del lenguaje del amor humano. Lo que en el capítulo 2 del Génesis (vv. 23-25) se expresó apenas con unas pocas palabras, sencillas y esenciales, aquí se desarrolla como un amplio diálogo, o mejor, un dúo, en el que se entrelazan las palabras del esposo con las de la esposa y se completan mutuamente. Las primeras palabras del hombre en el Génesis, cap. 2, 23, a la vista de la mujer creada por Dios, manifiestan el estupor y la admiración, más aún, el sentido de fascinación. Y semejante fascinación -que es estupor y admiración- fluye de manera más amplia en los versículos del «Cantar de los Cantares». Fluye en onda plácida y homogénea desde el principio hasta el fin del poema.

3. Incluso un análisis somero del texto del «Cantar de los Cantares» permite darse cuenta de que se expresa en esa fascinación recíproca el «lenguaje del cuerpo». Tanto el punto de partida como el de llegada de esta fascinación -recíproca estupor y admiración- son efectivamente la femineidad de la esposa y la masculinidad del esposo en la experiencia directa de su visibilidad. Las palabras de amor que ambos pronuncian se centran, pues, en el «cuerpo», no sólo porque constituye por si mismo la fuente de la recíproca fascinación, sino también y sobre todo porque en él se detiene directa e inmediatamente la atracción hacia la otra persona, hacia el otro «yo» -femenino o masculino- que engendra el amor con el impulso interior del corazón.

El amor, además, desencadena una experiencia particular de la belleza, que se centra sobre lo que es visible, pero que envuelve simultáneamente a toda la persona. La experiencia de la belleza engendra la complacencia, que es recíproca.

«Tú, la más bella de las mujeres...» (Cant 1, 8), dice el esposo, y hacen eco las palabras de la esposa: «Tengo la tez morena, pero hermosa, muchachas de Jerusalén» (Cant 1, 5). Las palabras del encanto masculino se repiten continuamente, retornan en los cinco cánticos del poema. Y encuentran eco en las expresiones semejantes de la esposa.

4. Se trata de metáforas que hoy pueden sorprendernos. Muchas de ellas están tomadas de la vida de los pastores; y otras parecen indicar el estado regio del esposo (3). El análisis de ese lenguaje poético se deja a los expertos. El hecho mismo de utilizar la metáfora demuestra cómo, en nuestro caso, el «lenguaje del cuerpo» busca apoyo y confirmación en todo el mundo visible. Se trata, sin duda, de un «lenguaje» que se relee simultáneamente con el corazón y con los ojos del esposo, en el acto de especial concentración sobre todo el «yo» femenino de la esposa. Este «yo» le habla a través de cada rasgo femenino, suscitando ese estado de ánimo que puede definirse como fascinación, encanto. Este «yo» femenino se expresa casi sin palabras; sin embargo, el «lenguaje del cuerpo» expresado sin palabras halla eco rico en las palabras del esposo, en su hablar lleno de transportes poéticos y de metáforas, que dan testimonio de la experiencia de la belleza, de un amor de complacencia. Si las metáforas del «Cantar» buscan por esta belleza una analogía con las diversas cosas del mundo visible (con este mundo, que es el «mundo propio» del esposo), al mismo tiempo, parecen indicar la insuficiencia de cada una de ellas en particular. «Toda eres hermosa, amada mía; y no hay en ti defecto» (Cant 4, 7): con esta expresión termina el esposo su canto, dejando todas las metáforas, para volver a la única, a través de la cual «el lenguaje del cuerpo» parece expresar lo que es más propio de la feminidad y el todo de la persona.

Continuaremos el análisis del «Cantar de los Cantares» en los próximos capítulos.

(1) «Al Cantar hay que tomarlo, pues, sencillamente por lo que es de modo manifiesto: un canto de amor humano». Esta frase de J. Winandy, o.s.b., expresa la convicción de exegetas cada vez más numerosos a Winandy, Le Cantique des Cantiques. Poème d’amour mué en écrit de Sagesse, Maredsous 1960, pág. 26).

M. Dubarle añade: «La exégesis católica, que ha insistido a veces en el sentido obvio de los textos bíblicos en pasajes de gran importancia dogmática, no debería abandonarlo a la ligera, cuando se trata del Cantar». Refiriéndose a la frase de G. Gerleman, Dubarle continúa: «El Cantar celebra el amor del hombre y de la mujer sin mezclar elemento alguno mitológico, sino considerándolo sencillamente en su nivel y en su carácter específico. Está en él implicitamente, sin existencia didáctica, lo equivalente a la fe yahvista (ya que las fuerzas sexuales no se ponían bajo el patronato de las divinidades extranjeras y no se atribuían a Yahvé mismo, que aparecía como trascendiendo este ámbito). El poema estaba, pues, en armonía tácita con las convicciones fundamentales de la fe de Israel.

«La misma actitud abierta, objetiva, no expresamente religiosa en relación con la belleza física y el amor sexual se vuelve a encontrar en alguna reproducción del documento yahvista. Estas diversas semejanzas demuestran que el pequeño libro no está tan aislado en el conjunto de la literatura bíblica, como a veces se ha afirmado» (A. M. Dubarle, «Le Cantique des Cantiques dans l’exégèse récente» in: Aux grands carrefours de la Révélation et de l’exégèse de l’Ancien Testament, Recherches bibliques VIII, Louvain 1967, págs. 149, 151.

(2) Esto no excluye evidentemente la posibilidad de hablar de un «sinificado más pleno» en el Cantar de los Cantares.

Cf., por ejemplo: «los amantes en el éxtasis del amor dan la impresión de ocupar y llenar todo el libro, como protagonistas únicos... Por esto, Pablo, al leer las palabras del Génesis «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos un solo ser» (Ef 5, 31), no niega el sentido real e inmediato de las palabras que se refieren al matrimonio humano; pero añade a este sentido primero, uno más profundo con una referencia inmediata: ‘Lo aplico a Cristo y su Iglesia’, cantando qué ‘gran misterio es éste’ (Ef 5, 32)...

Algunos lectores del Cantar de los Cantares se han lanzado a ver inmediatamente en sus versos un amor desencarnado. Han olvidado a los amantes, o los han petrificado en ficciones, en claves intelectuales... han multiplicado las menudas correlaciones alegóricas en cada frase, palabra o imagen... No es ése el camino. Quien crea en el amor humano de los novios, quien tenga que pedir perdón del cuerpo, no tiene derecho a remontarse... En cambio, afirmado el amor humano es posible descubrir en él la revelación de Dios» (L. Alonso-Schökel, «Cantico del Cantici Introduzione»: en: La Bibbia, Parola di Dio scritta per noi. Testo ufficiale della CEI, vol. II, Torino 1980, Marietti, págs. 425-427).

(3) Para explicar la inclusión de un canto de amor en el canon bíblico, los exegetas judaicos, ya desde los primeros siglos d.C., han visto en el Cantar de los Cantares una alegoría del amor de Yahvé hacia Israel, o una alegoría de la historia del pueblo elegido, donde se manifiesta este amor, y en el Medioevo la alegoría de la Sabiduría Divina y del hombre que la buscaba.

La exégesis cristiana, desde los primeros Padres, hac~a extensiva esta idea a Cristo y a la Iglesia (cf. Hipólito y Origenes), o al alma individual del cristiano (cf. San Gregorio de Nisa) o María (cf. San Ambrosio) y también a su Inmaculada Concepción (cf. Ricardo de San Victor). San Bernardo ha visto en el Cantar de los Cantares un diálogo de la Palabra de Dios con el alma, y esto llevó al concepto de San Juan de Cruz sobre los desposorios místicos.

La única excepción, en esta larga tradición, fue Teodoro de Mopsuestia, en el siglo IV, el cual vio en el «Cantar de los Cantares» un poema que canta el amor humano de Salomón por la hija del Faraón.

En cambio, Lutero refirió la alegoría de Salomón y a su reino. En los últimos siglos han aparecido nuevas hipótesis. Por ejemplo, se ha considerado el «Cantar de los Cantares» como un drama de la fidelidad mantenida por una esposa hacia un pastor, a pesar de todas las tentaciones, o como una colección de cantos interpretados durante los ritos populares de las bodas o mítico-rituales que reflejaban el culto de Adonis-Tamuz. Incluso se ha visto en el Cantar la descripción de un sueño, remitiéndose tanto a las ideas antiguas sobre el significado de los sueños, como también al psicoanálisis.

En el siglo XX se ha vuelto a las más antiguas tradiciones alegóricas (cf. Bea), viendo de nuevo en el Cantar de los Cantares la historia de Israel (cf. Jouon, Ricciotti), y un midrash desarrollado (como lo llama Robert en su comentario, que constituye una «suma» de la interpretación del Cantar).

Sin embargo, a la vez, se ha comenzado a leer el libro en su significado más evidente, como un poema exultantes del natural amor humano (cf. Rowley Young, Laurin).

El primero que demostró cómo este significado se vincula con el contexto bíblico del cap. 2 del Génesis, fue Karl Barth. Dubarle parte de la premisa de que un fiel y feliz amor humano revela al hombre los atributos del amor divino, y Van de Oudenrijn ve en el «Cantar de los Cantares» el anticipo del sentido típico que aparece en la Carta a los Efesios 5, 23. Murphy, excluyendo toda explicación alegórica y metafórica, pone de relieve que el amor humano, creado y bendecido por Dios, puede ser tema de un libro bíblico inspirado.

D. Lys constata que el contenido del «Cantar de los Cantares» es, al mismo tiempo, sexual y sacral. Cuando se prescinde de la segunda característica, se llega a tratar al Cantar como una composición erótica puramente laica, y cuando se ignora la primera, se cae en el alegorismo. Solamente poniendo juntos estos dos aspectos, se puede leer el libro de modo justo.

Al lado de las obras de los autores antes citados, y especialmente por lo que se refiere a un esbozo de la historia de la exégesis del Cantar de los Cantares, cf. H. H. Rowley, «The interpretation of the Song of Songs» en: The Servanto of the Lord and other Essays on the Old Testament, London 1952/Lutterworth/, págs. 191-233; A. M. Dubarle, «Le Cantique des Cantiques dans l’exégese de l’Ancien Testament», Recherches Bibliques VIII. Louvain 1967, Desclée de Brouwer, págs. 139-151; D. Lys, Le plus beau chant de la création Commentaire du Cantique des Cantiques, Lectio divina 51, París 1968, Du Cerf, págs. 31-35; M. H. Pope, Song of Songs, The Anchor Bible, Garden City N. Y., 1977, Doubleday, págs. 113-234.

110. El amor masculino y femenino en el Cantar (30-V-84/3-VI-84)

1. Reanudamos nuestros análisis del «Cantar de los Cantares», con el fin de comprender de manera más adecuada y exhaustiva el signo sacramental del matrimonio, tal como lo manifiesta el lenguaje del cuerpo, que es un lenguaje singular de amor engendrado por el corazón.

El esposo, en cierto momento, al expresar una particular experiencia de valores, que irradia sobre todo lo que está en relación con la persona amada, dice:

«Me has enamorado, hermana y novia mía, / me has enamorado con una sola de tus miradas, / con una vuelta de tu collar./ ¡Que bellos tus amores, hermana y novia mía...» (Cant 4, 9-10).

De estas palabras emerge que es de importancia esencial para la teología del cuerpo -y en este caso para la teología del signo sacramental del matrimonio- saber qué es el «tú» femenino para el «yo» masculino y viceversa.

El esposo del Cantar de los Cantares exclama: «¡Toda eres hermosa, amada (amiga) mía» (Cant 4, 7), y la llama «hermana mía, novia (esposa)» (Cant 4, 9). No la llama con su nombre propio, sino que usa expresiones que dicen más.

Bajo cierto aspecto, respecto al apelativo de «amada», el de «hermana» utilizado para la esposa parece ser más elocuente y arraigado en el conjunto del Cantar, que manifiesta cómo el amor revela al otro.

2. El término «amada» indica lo que siempre es esencial para el amor, que pone el segundo «yo» al lado del propio «yo». La «amistad» -el amor de amistad (amor amicitiæ)- significa en el «Cantar» un particular acercamiento sentido y experimentado como fuerza interiormente unificante. El hecho de que en este acercamiento el «yo» femenino se revele para el esposo como «hermana» -y que precisamente como hermana sea esposa- tiene una elocuencia particular. La expresión «hermana» habla de la unión en la humanidad y, a la vez, de la diversidad y originalidad femenina de la misma con relación no sólo al sexo, sino al mismo modo de «ser persona», que quiere decir tanto «ser sujeto» como «estar en relación». El término «hermana» parece expresar, del modo más sencillo, la subjetividad del «yo» femenino en la relación personal con el hombre, estos es, en su apertura hacia los otros, que son entendidos y percibidos como hermanos. La «hermana», en cierto sentido, ayuda al hombre a definirse y concebirse de este modo, constituyendo para él una especie de desafío en esta dirección.

3. El esposo del Cantar acepta el desafío y busca el pasado común como si él y su mujer descendiesen del círculo de la misma familia, como si desde la infancia estuvieran unidos por los recuerdos del hogar común. De este modo se siente recíprocamente cercanos como hermano y hermana, que deben su existencia a la misma madre. De lo que se deduce un específico sentido de pertenencia común. El hecho de que se sientan hermano y hermana les permite vivir con seguridad la recíproca cercanía y manifestarla, encontrando apoyo en esto y sin tener el juicio inicuo de los otros hombres.

Las palabras del esposo, mediante el apelativo «hermana», tienden a reproducir, diría, la historia de la femineidad de la persona amada, la ven todavía en el tiempo de la infancia y abrazan todo su «yo», alma y cuerpo, con una ternura desinteresada. De aquí nace esa paz de la que habla la esposa. Se trata de la «paz del cuerpo», que en apariencia se asemeja al sueño («no vayáis a molestar, no despertéis al amor hasta que él quiera»). Esta es sobre todo la paz del encuentro en la humanidad como imagen de Dios, y el encuentro por medio de un don recíproco y desinteresado («Yo seré para él mensajera de paz», Cant 8, 10).

4. En relación con la trama precedente, que podría llamarse trama «fraterna», surge en el amoroso dúo del Cantar de los Cantares otra trama, digamos: otro substrato del contenido. Podemos examinarla partiendo de ciertas locuciones que parecen tener un significado clave en el poema. Esta trama jamás surge explícitamente, sino a través de toda la composición y se manifiesta expresamente sólo en algunos pasajes. He aquí que habla el esposo:

«Eres jardín cerrado, hermana y novia mía; / eres jardín cerrado, fuente sellada» (Cant 4, 12).

Las metáforas que acabamos de leer: «jardín cerrado, fuente sellada» revelan la presencia de otra visión del mismo «yo» femenino, dueño del propio misterio. Se puede decir que ambas metáforas expresan la dignidad personal de la mujer que, en cuanto sujeto espiritual se posee y puede decidir no sólo de la profundidad metafísica, sino también de la verdad esencial y de la autenticidad del don de sí, que tiende a la unión de la que habla el libro del Génesis.

El lenguaje de las metáforas -lenguaje poético- en este ámbito parece ser particularmente apropiado y preciso. La «hermana-esposa» es para el hombre dueña de su misterio como «jardín cerrado» y «fuente sellada». El «lenguaje del cuerpo», releído en la verdad va junto con el descubrimiento de la inviolabilidad interior de la persona. Al mismo tiempo, precisamente este descubrimiento expresa la auténtica profundidad de la recíproca pertenencia de los esposos conscientes de pertenecerse mutuamente, de estar destinados el uno a la otra: «Mi amado es mío y yo soy suya» (Cant 2, 16; cf. 6, 3).

Esta conciencia de la recíproca pertenencia resuena sobre todo en boca de la esposa. En cierto sentido, ella responde con tales palabras a las del esposo con las que él ha reconocido dueña del propio misterio. Cuando la esposa dice: «Mi amado es mío», quiere decir, al mismo tiempo: es aquel a quien me entrego yo misma, y por esto dice: «y yo soy suya» (Cant 2, 16). Los adjetivos: «mío» y «mía» afirman aquí toda la profundidad de esa entrega, que corresponde a la verdad interior de la persona.

Corresponde además al significado nupcial de la femineidad en relación con el «yo» masculino, esto es, al «lenguaje del cuerpo» releído en la verdad de la dignidad personal.

El esposo pronuncia esta verdad con las metáforas del «jardín cerrado» y de la «fuente sellada». La esposa le responde con las palabras del don, es decir, de la entrega de sí misma. Como dueña de la propia opción dice: «Yo soy de mi amado». El Cantar de los Cantares pone de relieve sutilmente la verdad interior de esta respuesta. La libertad del don es respuesta a la conciencia profunda del don expresada por las palabras del esposo. Mediante esta verdad y libertad se construye el amor, del que hay que afirmar que es amor auténtico.