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Catequesis 101-105

101. El matrimonio, «ethos» de la redención del cuerpo (24-XI-82/28-XI-82)

1. Hemos analizado la Carta a los Efesios y, sobre todo, el pasaje del capítulo 5, 22-23, desde el punto de vista de la sacramentalidad del matrimonio. Examinemos ahora el mismo texto desde la óptica de las palabras del Evangelio.

Las palabras de Cristo dirigidas a los fariseos (cf. Mt 19) se refieren al matrimonio como sacramento, o sea, a la revelación primordial del querer y actuar salvífico de Dios «al principio», en el misterio mismo de la creación. En virtud de este querer y actuar salvífico de Dios, el hombre y la mujer, al unirse entre sí de manera que se hacen «una sola carne» (Gén 2, 24), estaban destinados, a la vez, a estar unidos «en la verdad y en la caridad» como hijos de Dios (cf. Gaudium et spes, 24), hijos adoptivos en el Hijo Primogénito, amado desde la eternidad. A esta unidad y a esta comunión de personas, a semejanza de la unión de las Personas divinas (cf. Gaudium et spes 24), están dedicadas las palabras de Cristo, que se refieren al matrimonio como sacramento primordial y, al mismo tiempo, confirman ese sacramento sobre la base del misterio de la redención. Efectivamente, la originaria «unidad en el cuerpo» del hombre y de la mujer no cesa de forjar la historia del hombre en la tierra, aunque haya perdido la limpidez del sacramento, del signo de la salvación, que poseía «al principio».

2. Si Cristo ante sus interlocutores, en el Evangelio de Mateo y Marcos (cf. Mt 19; Mc 10), confirma el matrimonio como sacramento instituido por el Creador «al principio» -si en conformidad con esto, exige su indisolubilidad-, con esto mismo abre el matrimonio a la acción salvífica de Dios, a las fuerzas que brotan «de la redención del cuerpo» y que ayudan a superar las consecuencias del pecado y a construir la unidad del hombre y de la mujer según el designio eterno del Creador. La acción salvífica que se deriva del misterio de la redención asume la originaria acción santificante de Dios en el misterio mismo de la creación.

3. Las palabras del Evangelio de Mateo (cf. Mt 19, 3-9 y Mc 10, 2-12), tienen, al mismo tiempo, una elocuencia ética muy expresiva. Estas palabras confirman -basándose en el misterio de la redención- el sacramento primordial y, a la vez, establecen un ethos adecuado, al que ya en nuestras reflexiones anteriores hemos llamado «ethos de la redención». El ethos evangélico y cristiano, en su esencia teológica, es el ethos de la redención. Ciertamente, podemos hallar para ese ethos una interpretación racional, una interpretación filosófica de carácter personalista; sin embargo, en su esencia teológica, es un ethos de la redención, más aún: un ethos de la redención del cuerpo. La redención se convierte, a la vez, en la base para comprender la dignidad particular del cuerpo humano, enraizada en la dignidad personal del hombre y de la mujer. La razón de esta dignidad está precisamente en la raíz de la indisolubilidad de la alianza conyugal.

4. Cristo hace referencia al carácter indisoluble del matrimonio como sacramento primordial y, al confirmar este sacramento sobre la base del misterio de la redención, saca de ello, al mismo tiempo, las conclusiones de naturaleza ética: «El que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera con aquélla, y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10, 11 s.; cf. Mt 19, 9). Se puede afirmar que de este modo la redención se le da al hombre como gracia de la nueva alianza con Dios en Cristo, y a la vez se le asigna como ethos: como forma de la moral correspondiente a la acción de Dios en el misterio de la redención. Si el matrimonio como sacramento es un signo eficaz de la acción salvífica de Dios «desde el principio», a la vez -a la luz de las palabras de Cristo que estamos meditando-, este sacramento constituye también una exhortación dirigida al hombre, varón y mujer, a fin de que participen concienzudamente en la redención del cuerpo.

5. La dimensión ética de la redención del cuerpo se delinea de modo especialmente profundo, cuando meditamos sobre las palabras que pronunció Cristo en el sermón de la montaña con relación al mandamiento «No adulterarás». «Habéis oído que fue dicho No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Hemos dedicado un amplio comentario a esta frase lapidaria de Cristo, con la convicción de que tiene un significado fundamental para toda la teología del cuerpo, sobre todo en la dimensión del hombre «histórico». Y, aunque estas palabras no se refieren directa e inmediatamente al matrimonio como sacramento, sin embargo, es imposible separarlas de todo el sustrato sacramental, en que, por lo que se refiere al pacto conyugal, está colocada la existencia del hombre como varón y mujer: tanto en el contenido originario del misterio de la creación, como también, luego, en el contexto del misterio de la redención. Este sustrato sacramental se refiere siempre a las personas concretas, penetra en lo que es el hombre y la mujer (o mejor, en quién es el hombre y la mujer) en la propia dignidad heredada a pesar del pecado y «asignada» de nuevo continuamente como tarea al hombre mediante la realidad de la redención.

6. Cristo, que en el sermón de la montaña da la propia interpretación del mandamiento «No adulterarás» -interpretación constituitiva del nuevo ethos- con las mismas lapidarias palabras asigna como tarea a cada hombre la dignidad de cada mujer; y simultáneamente (aunque del texto sólo se deduce esto de modo indirecto) asigna también a cada mujer la dignidad de cada hombre (1). Finalmente, asigna a cada uno -tanto al hombre como a la mujer- la propia dignidad: en cierto sentido, el «sacrum», de la persona y esto en consideración de su feminidad o masculinidad, en consideración del «cuerpo». No resulta difícil poner de relieve que las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña se refieren al ethos. Al mismo tiempo, no resulta difícil afirmar, después de una reflexión profunda, que estas palabras brotan de la profundidad misma de la redención del cuerpo. Aun cuando no se refieran directamente al matrimonio como sacramento, no es difícil constatar que alcanzan su propio pleno significado en relación con el sacramento: tanto el primordial, que está vinculado al misterio de la creación, como el otro en el que el hombre «histórico», después del pecado y a causa de su estado pecaminoso hereditario, debe volver a encontrar la dignidad y la santidad de la unión conyugal «en el cuerpo», basándose en el misterio de la redención.

7. En el sermón de la montaña -como también en la conversación con los fariseos acerca de la indisolubilidad del matrimonio- Cristo habla desde lo profundo de ese misterio divino. Y, a la vez, se adentra en la profundidad misma del misterio humano. Por esto apela al «corazón», a ese «lugar íntimo», donde combaten en el hombre el bien y el mal, el pecado y la justicia, la concupiscencia y la santidad. Hablando de la concupiscencia (de la mirada concupiscente: cf. Mt 5, 28), Cristo hace conscientes a sus oyentes de que cada uno lleva en si, juntamente con el misterio del pecado, la dimensión interior «del hombre de la concupiscencia» (que es triple: «concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida», 1 Jn 2, 16). Precisamente a este hombre de la concupiscencia se le da en el matrimonio el sacramento de la redención como gracia y signo de la alianza con Dios, y se le asigna como ethos. Y simultáneamente, en relación con el matrimonio como sacramento, le es asignado como ethos a cada hombre, varón y mujer; se le asigna a su «corazón», a su conciencia, a sus miradas y a su comportamiento. El matrimonio -según las palabras de Cristo (cf. Mt 19, 4)- es sacramento desde «el principio» mismo y, a la vez, basándose en el estado pecaminoso «histórico» del hombre, es sacramento que surge del misterio de la «redención del cuerpo».

(1) El texto de San Marcos, que habla de la indisolubilidad del matrimonio, afirma claramente que también la mujer se convierte en sujeto de adulterio, cuando repudia al marido y se casa con otro (cf. Mc 10, 12).

102. Matrimonio sacramental y la vida según el Espíritu (1-XII-82/5-XII-82)

1. Hemos analizado la Carta a los Efesios, y sobre todo el pasaje del capítulo 5, 22-33, en la perspectiva de la sacramentalidad del matrimonio. Ahora trataremos de considerar, una vez más, el mismo texto a la luz de las palabras del Evangelio y de las Cartas paulinas a los Corintios y a los Romanos.

El matrimonio -como sacramento que nace del misterio de la redención y que renace, en cierto modo del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia- es una expresión eficaz de la potencia salvífica de Dios, que realiza su designio eterno incluso después del pecado y a pesar de la triple concupiscencia, oculta en el corazón de cada hombre, varón y mujer. Como expresión sacramental de esa potencia salvífica, el matrimonio es también una exhortación a dominar la concupiscencia (tal como de ella habla Cristo en el sermón de la montaña). Fruto de este dominio es la unidad e indisolubilidad del matrimonio, y además el sermón de la montaña). Fruto de ese dominio es la unidad e indisolubilidad del matrimonio, y además el profundo sentido de la dignidad de la mujer en el corazón del hombre (como también de la dignidad del hombre en el corazón de la mujer), tanto en la convivencia conyugal, como en cualquier otro ámbito de las relaciones recíprocas.

2. La verdad, según la cual, el matrimonio, como sacramento de la redención, es concedido «al hombre de la concupiscencia», como gracia y a la vez como ethos, encuentra particular expresión también en la enseñanza de San Pablo, especialmente en el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios. El Apóstol, comparando el matrimonio con la virginidad (o sea, con la «continencia por el reino de los cielos») y declarándose por la «superioridad» de la virginidad, constata igualmente que «cada uno tiene de Dios su propio don: éste, uno, aquel, otro» (1 Cor 7, 7). En virtud del misterio de la redención, corresponde, pues, al matrimonio un «don» particular, o sea, la gracia. En el mismo contexto el Apóstol, a dar consejos a sus destinatarios, recomienda el matrimonio «por el peligro de la incontinencia» (ib., 7, 2), y, luego, recomienda a los esposos que «el marido otorgue lo que es debido a la mujer, e igualmente la mujer al marido» (ib., 7, 3). Y continúa así: «Mejor es casarse que abrasarse» (ib., 7, 9).

3. Basándose en estas fórmulas paulinas, se ha formado la opinión de que el matrimonio constituye un específico remedium concupiscentiæ. Sin embargo, San Pablo, que, como hemos podido constatar, enseña explícitamente que el matrimonio corresponde un «don» particular y que en el misterio de la redención el matrimonio es concedido al hombre y a la mujer como gracia, expresa en sus palabras, sugestivas y a la vez paradójicas, sencillamente el pensamiento de que el matrimonio es asignado a los esposos como ethos. En las palabras paulinas «Mejor es casarse que abrasarse», el verbo «abrasarse» significa el desorden de las pasiones, proviniente de la misma concupiscencia de la carne (de manera análoga presenta la concupiscencia el Sirácida en el Antiguo Testamento: cf. Sir 23, 17). En cambio, el «matrimonio» significa el orden ético, introducido conscientemente en este ámbito. Se puede decir que el matrimonio es lugar de encuentro del eros con el ethos y de su recíproca compenetración en el «corazón» del hombre y de la mujer, como también en todas sus relaciones recíprocas.

4. Esta verdad -es decir, que el matrimonio, como sacramento que brota del misterio de la redención, es concedido al hombre «histórico» como gracia y a la vez como ethos- determina además el carácter del matrimonio como uno de los sacramentos de la Iglesia. Como sacramento de la Iglesia, el matrimonio tiene índole de indisolubilidad. Como sacramento de la Iglesia, es también palabra del Espíritu, que exhorta al hombre y a la mujer a modelar toda su convivencia sacando fuerza del misterio de la «redención del cuerpo». De este modo, ellos están llamados a la castidad como al estado de vida «según el Espíritu» que les es propio (cf. Rom 8, 4-5; Gál 5, 25). La redención del cuerpo significa, en este caso, también esa «esperanza» que, en la dimensión del matrimonio, puede ser definida esperanza de cada día, esperanza de la temporalidad. En virtud de esta esperanza es dominada la concupiscencia de la carne como fuente de la tendencia a una satisfacción egoísta y la misma «carne», en la alianza sacramental de la masculinidad y feminidad, se convierte en el «sustrato» específico de una comunión duradera e indisoluble de las personas (communio personarum) de manera digna de las personas.

5. Los que, como esposos, según el eterno designio divino se unen de manera que, en cierto sentido, se hacen «una sola carne», están llamados también, a su vez, mediante el sacramento, a una vida «según el Espíritu», capaz de corresponder al «don» recibido en el sacramento. En virtud de ese «don», llevando como esposos una vida «según el Espíritu», con capaces de volver a descubrir la gratificación particular de la que han sido hechos participes. En la medida en que la «concupiscencia» ofusca el horizonte de la visual interior, quita a los corazones la limpidez de deseos y aspiraciones, del mismo modo la vida «según el Espíritu» (o sea, la gracia del sacramento del matrimonio) permite al hombre y a la mujer volver a encontrar la verdadera libertad del don, unida a la conciencia del sentido nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad.

6. La vida «según el Espíritu» se manifiesta, pues, también en la «unión» recíproca (cf. Gén 4, 1), por medio de la cual los esposos, al convertirse en «una sola carne», someten su feminidad y masculinidad a la bendición de la procreación: «Conoció Adán a su mujer, que concibió y parió..., diciendo: He alcanzado de Yahvé un varón» (Gén 4, 1). La «vida según el Espíritu» se manifiesta también en la conciencia de la gratificación, a la que corresponde la dignidad de los mismos esposos en calidad de padres, esto es, se manifiesta en la conciencia profunda de la santidad de la vida (sacrum), a la que los dos han dado origen, participando -como padres-, en las fuerzas del misterio de la creación. A la luz de la esperanza, que está vinculada con el misterio de la redención del cuerpo (cf. Rom 8, 19-23), esta nueva vida humana, el hombre nuevo concebido y nacido de la unión conyugal de su padre y de su madre, se abre a las «primicias del Espíritu» (ib., 8, 23) «para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (ib., 8, 21). Y si «la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto» (ib 8, 22), una esperanza especial acompaña a los dolores de la madre que va a dar a luz, esto es, la esperanza de la «manifestación de los hijos de Dios» (ib., 8, 19), la esperanza de la que todo recién nacido que viene al mundo trae consigo un destello.

7. Esta esperanza que está «en el mundo», impregnando -como enseña San Pablo- toda la creación, al mismo tiempo, no es «del mundo». Más aún: debe combatir en el corazón humano con lo que es «del mundo», con lo que hay «en el mundo». «Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo» (1 Jn 2, 16). El matrimonio, como sacramento primordial y a la vez como sacramento que brota en el misterio de la redención del cuerpo del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia, «viene del Padre». No procede «del mundo», sino «del Padre». En consecuencia, también el matrimonio, como sacramento, constituye la base de la esperanza para la persona, esto es, para el hombre y para la mujer, para los padres y para los hijos, para las generaciones humanas. Efectivamente, por una parte, «pasa el mundo y también sus concupiscencias», por otra parte, «el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (ib., 2, 17). Con el matrimonio, como sacramento, está vinculado el origen del hombre en el mundo, y en él está también grabado su porvenir, y esto no sólo en las dimensiones históricas, sino también en las escatológicas.

8. A esto se refieren las palabras en las que Cristo se remite a la resurrección de los cuerpos, palabras que traen los tres sinópticos (cf. Mt 22, 23-32; Mc 12, 18-27; Lc 20, 34-39). «Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo»: así dice Mateo y de modo parecido Marcos; y Lucas: «Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos, ni tomarán mujeres ni maridos, porque ya no pueden morir y son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, hijos de la resurrección» (Lc 20, 34-36). Estos textos ya han sido sometidos anteriormente a un análisis detallado.

9. Cristo afirma que el matrimonio -sacramento del origen del hombre en el mundo visible temporal- no pertenece a la realidad escatológica del «mundo futuro». Sin embargo, el hombre, llamado a participar de este futuro escatológico mediante la resurrección del cuerpo, es el mismo hombre, varón y mujer, cuyo origen en el mundo visible temporal está unido al matrimonio como sacramento primordial del misterio mismo de la creación. Más aún, cada hombre, llamado a participar de la realidad de la resurrección futura, trae al mundo esta vocación, por el hecho de que en el mundo visible temporal tienen su origen por obra del matrimonio de sus padres. Así, pues, las palabras de Cristo, que excluyen el matrimonio de la realidad del «mundo futuro», al mismo tiempo desvelan indirectamente el significado de este sacramento para la participación de los hombres, hijos e hijas, en la resurrección futura.

10. El matrimonio, que es sacramento primordial -renacido, en cierto sentido, del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia- no pertenece a la «redención del cuerpo» en la dimensión de la esperanza escatológica (cf. Rom 8, 23). El mismo matrimonio, concedido al hombre como gracia, como «don», destinado por Dios precisamente a los esposos, y a la vez asignado a ellos, con las palabras de Cristo, como ethos, ese matrimonio sacramental se cumple y se realiza en la perspectiva de la esperanza escatológica. Tiene un significado esencial para la «redención del cuerpo» en la dimensión de esta esperanza. De hecho, proviene del Padre y a El se debe su origen en el mundo. Y si este «mundo pasa», y si con el pasan también la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida, que proceden «del mundo», el matrimonio como sacramento sirve inmutablemente para que el hombre, varón y mujer, dominando la concupiscencia, cumpla la voluntad del Padre. Y «el que hace la voluntad de Dios, permanece para siempre». (1 Jn 2, 17).

11. En este sentido, el matrimonio, como sacramento, lleva consigo también el germen del futuro escatológico del hombre, esto es, la perspectiva de la «redención del cuerpo» en la dimensión de la esperanza escatológica, a la que corresponden las palabras de Cristo acerca de la resurrección: «En la resurrección... ni se casarán ni se darán en casamiento» (Mt 22, 30): sin embargo, también lo que, «siendo hijos de la resurrección... son semejantes a los ángeles y... son hijos de Dios» (Lc 20, 36), deben su propio origen en el mundo visible temporal al matrimonio y a la procreación del hombre y de la mujer. El matrimonio, como sacramento del «principio» humano, como sacramento de la temporalidad del hombre histórico, realiza de este modo un servicio insustituible respecto a su futuro extra-temporal, respecto al misterio de la «redención del cuerpo» en la dimensión de la esperanza escatológica.

103. El matrimonio sacramento y la significación esponsal y redentora del amor (15-XII-/19-XII-82)

1. El autor de la Carta a los Efesios, como ya hemos visto, hablar de un «gran misterio», unido al sacramento primordial mediante la continuidad del plan salvífico de Dios. También él se remite al «principio», como había dicho Cristo en la conversación con los fariseos (cf. Mt 19, 8), citando las mismas palabras: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer; y serán los dos una sola carne» (Gén 2, 24). Ese «misterio grande» es, sobre todo, el misterio de la unión de Cristo con la Iglesia, que el Apóstol presenta a semejanza de la unidad de los esposos: «Lo aplico a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5, 32). Nos encontramos en el ámbito de la gran analogía, donde el matrimonio como sacramento, por un lado, es presupuesto y, por otro, descubierto de nuevo. Se presupone como sacramento del «principio» humano, unido al misterio de la creación. En cambio, es descubierto de nuevo como fruto del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia, vinculado con el misterio de la redención.

2. El autor de la Carta a los Efesios, dirigiéndose a los esposos, les exhorta a plasmar su relación recíproca sobre el modelo de la unión nupcial de Cristo y de la Iglesia. Se puede decir que -presuponiendo la sacramentalidad del matrimonio en su significado primordial- les manda aprender de nuevo este sacramento a base de la unión nupcial de Cristo y de la Iglesia: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla...» (Ef 5, 25-26). Esta invitación dirigida por el Apóstol a los esposos cristianos, tiene su plena motivación en cuanto ellos, mediante el matrimonio como sacramento, participan en el amor salvífico de Cristo, que se expresa, al mismo tiempo, como amor nupcial de El a la Iglesia. A la luz de la Carta a los Efesios -precisamente por medio de la participación en este amor salvífico de Cristo- se confirma y a la vez se renueva el matrimonio como sacramento del «principio» humano, es decir, sacramento en el que el hombre y la mujer, llamados a hacerse «una sola carne», participan en el amor creador de Dios mismo. Y participan en él tanto por el hecho de que, creados a imagen de Dios, han sido llamados en virtud de esta imagen a una particular unión (communio personarum), como porque esta unión ha sido bendecida desde el principio con la bendición de la fecundidad (cf. Gén 1, 28).

3. Toda esta originaria y estable estructura del matrimonio como sacramento del misterio de la creación -según el «clásico» texto de la Carta a los Efesios (Ef 5, 21.22) se renueva en el misterio de la redención, ya que ese misterio asume el aspecto de la gratificación nupcial de la Iglesia por parte de Cristo. Esa originaria y estable forma del matrimonio se renueva cuando los esposos lo reciben como sacramento de la Iglesia, beneficiándose de la nueva profundidad de la gratificación del hombre por parte de Dios, que se ha revelado y abierto con el misterio de la redención, porque «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a ella, para santificarla...» (Ef 5, 25-26). Se renueva esa originaria y estable imagen del matrimonio como sacramento, cuando los esposos cristianos -conscientes de la auténtica profundidad de la «redención del cuerpo» se unen «en el temor de Cristo» (Ef 5, 21).

4. La imagen paulina del matrimonio, asociada al «misterio grande» de Cristo y de la Iglesia, aproxima la dimensión redentora del amor a la dimensión nupcial. En cierto sentido, une estas dos dimensiones en una sola. Cristo se ha convertido en Esposo de la Iglesia, ha desposado a la Iglesia como a su Esposa, porque «se entregó por ella» (Ef 5, 25). Por medio del matrimonio como sacramento (como uno de los sacramentos de la Iglesia) estas dos dimensiones del amor, la nupcial y la redentora, juntamente con la gracia del sacramento, penetran en la vida de los esposos. El significado nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad, que se manifestó por vez primera en el misterio de la creación sobre el fondo de la inocencia orginaria del hombre, se une en la imagen de la Carta a los Efesios con el significado redentor, y de este modo queda confirmado y en cierto sentido «nuevamente creado».

5. Esto es importante con relación al matrimonio, a la vocación cristiana de los maridos y de las mujeres. El texto de la Carta a los Efesios (5, 21-33) se dirige directamente a ellos y les habla sobre todo a ellos. Sin embargo, esa vinculación del significado nupcial del cuerpo con su significado «redentor» es igualmente esencial y válido para la hermenéutica del hombre en general; para el problema fundamental de su comprensión y de la autocomprensión de su ser en el mundo. Es obvio que no podemos excluir de este problema el interrogatorio sobre el sentido de ser cuerpo, sobre el sentido de ser, en cuanto cuerpo, hombre y mujer. Estos interrogantes se plantearon por primera vez en relación con el análisis del «principio» humano, en el contexto del libro del Génesis. En cierto sentido, fue ese contexto quien exigió que se plantearan. Del mismo modo lo exige el texto «clásico» de la Carta a los Efesios. Y si el «misterio grande» de la unión de Cristo con la Iglesia nos obliga a vincular el significado nupcial del cuerpo con su significado redentor, en esta vinculación encuentran los esposos la respuesta al interrogante sobre el sentido de «ser cuerpo», y no sólo ellos, aunque sobre todo a ellos se dirija este texto de la Carta del Apóstol.

6. La imagen paulina del «misterio grande» de Cristo y de la Iglesia habla indirectamente también de la «continencia por el reino de los cielos», en la que ambas dimensiones del amor, nupcial y redentor, se unen recíprocamente de un modo diverso que en el matrimonial, según proporciones diversas. ¿Acaso no es el amor nupcial, con el que Cristo «amó a la Iglesia», su Esposa, «y se entregó por ella», de idéntico modo la más plena encarnación del ideal de la «continencia por el reino de los cielos» (cf. Mt 19, 12)? ¿No encuentran su propio apoyo en ella todos los que -hombres y mujeres- al elegir el mismo ideal, desean vincular la dimensión nupcial del amor con la dimensión redentora, según el modelo de Cristo mismo? Quieren confirmar con su vida que el significado nupcial del cuerpo -de su masculinidad o feminidad-, grabado profundamente en la estructura esencial de la persona humana, se ha abierto de un modo nuevo, por parte de Cristo y con el ejemplo de su vida, a la esperanza unida a la redención del cuerpo. Así, pues, la gracia del misterio de la redención fructifica también -más aún, fructifica de modo especial- con la vocación a la continencia «por el reino de los cielos».

7. El texto de la Carta a los Efesios (5, 22-33) no habla de ellos explícitamente. Ese texto se dirige a los esposos y está construido según la imagen del matrimonio, que por medio de la analogía explica la unión de Cristo con la Iglesia: unión en el amor redentor y nupcial, al mismo tiempo. Precisamente este amor que, como expresión viva y vivificante del misterio de la redención, ¿no supera acaso el círculo de los destinatarios de la Carta, circunscritos por la analogía del matrimonio? ¿No abarca a todo hombre y, en cierto sentido, a toda la creación, como denota el texto paulino sobre la «redención del cuerpo» en la Carta a los Romanos (cf. Rom 8, 23)? El «sacrammentum magnum» en este sentido es incluso un nuevo sacramento del hombre en Cristo y en la Iglesia: sacramento «del hombre y del mundo», del mismo modo que la creación del hombre, varón y mujer, a imagen de Dios, fue el originario sacramento del hombre y del mundo. En este nuevo sacramento de la redención está incluido orgánicamente el matrimonio, igual que estuvo incluido en el sacramento originario de la creación.

8. El hombre, que «desde el principio» es varón y mujer, debe buscar el sentido de su existencia y el sentido de su humanidad, llegando hasta el misterio de la creación a través de la realidad de la redención. Ahí se encuentra también la respuesta esencial al interrogante sobre el significado del cuerpo humano, sobre el significado de la masculinidad y feminidad de la persona humana. La unión de Cristo con la Iglesia nos permite entender de qué modo el significado nupcial del cuerpo se completa con el significado redentor, y esto en los diversos caminos de la vida y en las distintas situaciones: no sólo en el matrimonio o en la «continencia» (o sea, virginidad o celibato), sino también, por ejemplo, en el multiforme sufrimiento humano, más aún: en el mismo nacimiento y muerte del hombre. A través del «misterio grande», de que trata la Carta a los Efesios, a través de la nueva alianza de Cristo con la Iglesia, el matrimonio queda incluido de nuevo en ese «sacramento del hombre» que abraza al universo, en el sacramento del hombre y del mundo, que gracias a las fuerzas de la «redención del Cuerpo» se modela según el amor nupcial de Cristo y de la Iglesia hasta la medida del cumplimiento definitivo en el reino del Padre.

El matrimonio como sacramento sigue siendo una parte viva y vivificante de este proceso salvífico.

104. El «lenguaje del cuerpo» en la comunión del matrimonio sacramental (5-I-83/9-I-83)

1. «Yo, ... te quiero a ti, ..., como esposa»; «yo, ... te quiero a ti, ..., como esposo»: estas palabras están en el centro de la liturgia del matrimonio como sacramento de la Iglesia. Estas palabras las pronuncian los novios insertándolas en la siguiente fórmula del consentimiento: «...prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y honrarte todos los días de mi vida». Con estas palabras los novios contraen matrimonio y al mismo tiempo lo reciben como sacramento, del cual ambos son ministros. Ambos, hombre y mujer, administran el sacramento. Lo hacen ante los testigos. Testigo cualificado es el sacerdote, que al mismo tiempo bendice el matrimonio y preside toda la liturgia del sacramento. Testigos, en cierto sentido, son además todos los participantes en el rito de la boda, y en «forma oficial» algunos de ellos (normalmente dos), llamados expresamente. Ellos deben testimoniar que el matrimonio se contrae ante Dios y lo confirma la Iglesia. En el orden normal de las cosas, el matrimonio sacramental es un acto público, por medio del cual dos persona un hombre y una mujer, se convierten ante la sociedad de la iglesia en marido y mujer, es decir, en sujeto actual de la vocación y de la vida matrimonial.

2. El matrimonio como sacramento se contrae mediante la palabra, que es signo sacramental en razón de su contenido: «Te quiero a ti como esposa -como esposo- y prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y honrarte todos los días de mi vida». Sin embargo, esta palabra sacramental es de por sí solo el signo de la celebración del matrimonio. Y la celebración del matrimonio se distingue de su consumación hasta el punto de que, sin esta consumación, el matrimonio no está todavía constituido en su plena realidad. La constatación de que un matrimonio se ha contraído jurídicamente, pero no se ha consumado (ratum - non consummatum), corresponde a la constatación de que no se ha constituido plenamente como matrimonio. En efecto, las palabras mismas «Te quiero a ti como esposa -esposo-» se refieren no sólo a una realidad determinada, sino que puede realizarse sólo a través de la cópula conyugal. Esta realidad (la cópula conyugal) por lo demás viene definida desde el principio por institución del Creador: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gén 2, 24).

3. Así pues, de las palabras con las que el hombre y la mujer expresan su disponibilidad a llegar a ser «una sola carne», según la eterna verdad establecida en el misterio de la creación, pasamos a la realidad que corresponde a estas palabras. Uno y otro elemento es importante respecto a la estructura del signo sacramental, al que conviene dedicar el resto de las presentes consideraciones. Puesto que el sacramento es el signo mediante el cual se expresa y al mismo tiempo se actúa la realidad salvífica de la gracia y de la alianza, hay que considerarlo ahora bajo el aspecto del signo, mientras que las reflexiones anteriores se han dedicado a la realidad de la gracia y de la alianza.

El matrimonio, como sacramento de la Iglesia, se contrae mediante las palabras de los ministros, es decir, de los nuevos esposos: palabras que significan e indican, en el orden intencional, lo que (o mejor: quien) ambos han decidido ser, de ahora en adelante, el uno para el otro y el uno con el otro. Las palabras de los nuevos esposos toman parte de la estructura integral del signo sacramental, no sólo por lo que significan, sino, en cierto sentido, también con lo que ellas significan y determinan. El signo sacramental se constituye en el orden intencional, en cuanto que se constituye contemporáneamente en el orden real.

4. Por consiguiente, el signo del sacramento del matrimonio se constituye mediante las palabras de los nuevos esposos, en cuanto que a ellas corresponde la «realidad» que ellas mismas constituyen. Los dos, como hombre y mujer, al ser ministros del sacramento en el momento de contraer matrimonio, constituyen al mismo tiempo el pleno y real signo visible del sacramento mismo. Las palabras que ellos pronuncian no constituirían de por sí el signo sacramental del matrimonio, si no correspondiesen a ellas la subjetividad humana del novio y de la novia y al mismo tiempo la conciencia del cuerpo, ligada a la masculinidad y a la femineidad del esposo y de la esposa. Aquí hay que traer de nuevo a la mente toda la serie de análisis relativos al libro del Génesis. (cf. Gén 1; 2), hechos anteriormente. La estructura del signo sacramental sigue siendo ciertamente en su esencia la misma que «en principio». La determina, en cierto sentido, «el lenguaje del cuerpo», en cuanto que el hombre y la mujer, que mediante el matrimonio deben llegar a ser una sola carne, expresan en este signo el don recíproco de la masculinidad y de la femineidad, como fundamento de la unión conyugal de las personas.

5. El signo del sacramento del matrimonio se constituye por el hecho de que las palabras pronunciadas por los nuevos esposos adquieren el mismo «lenguaje del cuerpo» que al «principio», y en todo caso le dan una expresión concreta e irrepetible. Le dan una expresión intencional en el plano del intelecto y de la voluntad, de la conciencia y del corazón. Las palabras «Yo te quiero a ti como esposa - como esposo» llevan en sí precisamente ese perenne, y cada vez único e irrepetible, «lenguaje del cuerpo» y al mismo tiempo lo colocan en el contexto de la comunión de las personas: «Prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y honrarte todos los días de mi vida». De este modo, el «lenguaje del cuerpo» perenne y cada vez nuevo, es no sólo el «substrato» sino, en cierto sentido, el contenido constitutivo de la comunión de las personas. Las personas -hombre y mujer- se convierten de por sí en un don recíproco. Llegan a ser ese don en su masculinidad y femineidad, descubriendo el significado esponsalicio del cuerpo y refiriéndolo recíprocamente a sí mismo de modo irreversible: para toda la vida.

6. Así el sacramento del matrimonio como signo permite comprender las palabras de los nuevos esposos, palabras que confieren un aspecto nuevo a su vida en la dimensión estrictamente personal (e interpersonal: communio personarum), basándose en el «lenguaje del cuerpo». La administración del sacramento consiste en esto: que en el momento de contraer matrimonio el hombre y la mujer, con las palabras adecuadas y en la relectura del perenne «lenguaje del cuerpo», forman un signo, un signo irrepetible, que tiene también un significado de cara al futuro: «todos los días de mi vida», es decir, hasta la muerte. Este es signo visible y eficaz de la alianza con Dios en Cristo, esto es, de la gracia, que en dicho signo debe llegar a ser parte de ellos, como «propio don» (según la expresión de la primera Carta a los Corintios, 7).

7. Al formular la cuestión en categorías sociojurídicas, se puede decir que entre los nuevos esposos se ha estipulado un pacto conyugal de contenido bien determinado. Se puede decir además que, como consecuencia de este pacto, ellos se convierten en esposos de modo socialmente reconocido, y que de esta manera se ha constituido en su germen la familia como célula social fundamental. Este modo de entender está obviamente en consonancia con la realidad humana del matrimonio, más aún, es fundamental también en el sentido religioso y religioso-moral. Sin embargo, desde el punto de vista de la teología del sacramento, la clave para comprender el matrimonio sigue siendo la realidad del signo, con el que el matrimonio se constituye sobre el fundamento de la alianza del hombre con Dios en Cristo y en la Iglesia: se constituye en el orden sobrenatural del vínculo sagrado que exige la gracia. En este orden el matrimonio es un signo visible y eficaz. Originado en el misterio de la creación, tiene su nuevo origen en el misterio de la redención, sirviendo a la «unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad» (Gaudium et spes, 24). La liturgia del sacramento del matrimonio da forma a ese signo: directamente, durante el rito sacramental, sobre la base del conjunto de sus elocuentes expresiones; indiretamente, a lo largo de toda la vida. El hombre y la mujer, como cónyuges, llevan este signo toda la vida y siguen siendo ese signo hasta la muerte.

105. La significación esponsal del cuerpo y la condición esponsal de la Alianza (12-I-83/16-I-83)

1. Analizamos ahora la sacramentalidad del matrimonio bajo el aspecto del signo.

Cuando afirmamos que en la estructura del matrimonio como signo sacramental, entra esencialmente también el «lenguaje del cuerpo», hacemos referencia a la larga tradición bíblica. Esta tiene su origen en el libro del Génesis (sobre todo 2, 23-25) y culmina definitivamente en la Carta a los Efesios (cf. Ef 5, 2123). Los Profetas del Antiguo Testamento han tenido un papel esencial en la formación de esta tradición. Al analizar los textos de Oseas, Ezequiel Deutero-Isaías, y de otros Profetas, nos hemos encontrado en el camino de esa gran analogía, cuya expresión última es la proclamación de la Nueva Alianza bajo la forma de un desposorio entre Cristo y la Iglesia (cf. ib). Basándose en esta larga tradición, es posible hablar de un específico «profetismo del cuerpo», tanto por el hecho de que encontramos esta analogía sobre todo en los Profetas, como mirando al contenido mismo de ella. Aquí el «profetismo del cuerpo» significa precisamente el «lenguaje del cuerpo».

2. La analogía parece tener dos estratos. En el estrato primero y fundamental, los Profetas presentan la comparación de la Alianza establecida entre Dios e Israel, como un matrimonio (lo que nos permitirá también comprender el matrimonio mismo como una alianza entre marido y mujer) (1). En este caso la Alianza nace de la iniciativa de Dios, Señor de Israel. El hecho de que, como Creador y Señor, El establece alianza primero con Abraham y luego con Moisés, atestigua ya una elección particular. Y por esto, los Profetas, presuponiendo todo el contenido jurídico-moral de la Alianza, profundizan más, revelando una dimensión de ella incomparablemente más honda de la del simple «pacto». Dios, al elegir a Israel, se ha unido con su pueblo mediante el amor y la gracia. Se ha ligado con vínculo particular, profundamente personal, y por esto Israel, aunque es un pueblo, es presentado en esta visión profética de la Alianza como «esposa» o «mujer», en cierto sentido, pues, como persona:

«...Tu marido es tu Hacedor; / Yavé de los ejércitos es su nombre, / y tu Redentor es el Santo Israel /, que es el Dios del mundo todo... / Dice tu Dios... / No se apartará de ti mi amor / ni mi alianza de paz vacilará» (Is 54, 5. 6. 10).

3. Yavé es el Señor de Israel, pero se convirtió también en su Esposo. Los libros del Antiguo Testamento dan testimonio de la completa originalidad del «dominio» de Yavé sobre su pueblo. A los otros aspectos del dominio de Yavé, Señor de la Alianza y Padre de Israel, se añade uno nuevo revelado por los Profetas, esto es, la dimensión estupenda de este «dominio», que es la dimensión nupcial. De este modo, lo absoluto del dominio resulta lo absoluto del amor. Con relación a este absoluto, la ruptura de la Alianza significa no sólo la infracción del «pacto» vinculada con la autoridad del supremo Legislador, sino la infidelidad y la traición: se trata de un golpe que incluso traspasa su corazón de Padre, de Esposo y de Señor.

4. Si en la analogía utilizada por los Profetas, se puede hablar de estratos, éste es, en cierto sentido, el estrato primero y fundamental. Puesto que la Alianza de Yavé con Israel tiene el carácter de vínculo nupcial a semejanza del pacto conyugal, ese primer estrato de su analogía revela el segundo, que es precisamente el «lenguaje del cuerpo». En primer lugar, pensamos en el lenguaje en sentido objetivo: los Profetas comparan la Alianza con el matrimonio, se remiten al sacramento primordial de que habla el Génesis 2, 24 donde el hombre y la mujer se hacen, por libre opción, «una sola carne». Sin embargo, es característico del modo de expresarse los Profetas, el hecho de que, suponiendo el «lenguaje del cuerpo» en sentido objetivo, pasan simultáneamente a su significado subjetivo, o sea, por decirlo así, le permiten al cuerpo mismo hablar. En los textos proféticos de la Alianza, basándose en la analogía de la unión nupcial de los esposos, «habla» el cuerpo mismo; habla con su masculinidad o femineidad, habla con el misterioso lenguaje del don personal, habla, finalmente -y esto sucede con mayor frecuencia-, tanto con el lenguaje de la fidelidad, es decir, del amor, como con el de la infidelidad conyugal, esto es, con el del «adulterio».

5. Es sabido que fueron los diversos pecados del pueblo elegido -y sobre todo las frecuentes infidelidades relacionadas con el culto al Dios uno, esto es, las varias formas de idolatría- los que ofrecieron a los Profetas la oportunidad para las enunciaciones dichas. El Profeta del «adulterio» de Israel ha venido a ser de modo especial Oseas, que lo estigmatiza no sólo con las palabras, sino en cierto sentido también con hechos de significado simbólico: «Ve y toma por mujer a una prostituta y engendra hijos de prostitución, pues que se prostituye la tierra, apartándose de Yavé» (Os 1, 2). Oseas pone de relieve todo el esplendor de la Alianza, de ese desposorio, en el que Yavé se manifiesta Esposo-cónyuge sensible, afectuoso, dispuesto a perdonar, y a la vez exigente y severo. El «adulterio» y la «prostitución» de Israel constituyen un evidente contraste con el vínculo nupcial, sobre el que está basada la Alianza, lo mismo que, análogamente, el matrimonio del hombre con la mujer.

6. Ezequiel estigmatiza de manera análoga la idolatría, valiéndose del símbolo del adulterio de Jerusalén (cf. Ez 16) y, en otro pasaje, de Jerusalén y de Samaría (cf. Ez 23): «Pasé yo junto a ti y te miré. Era tu tiempo el tiempo del amor...; me ligué a ti con juramento e hice alianza contigo, dice el Señor Yavé, y fuiste mía» (Ez 16, 8). «Pero te envaneciste de tu hermosura y de tu nombrandía y te diste al vicio, ofreciendo tu desnudez a cuantos pasaban, entregándose a ellos» (Ez 16, 15).

7. En los textos proféticos al cuerpo humano habla un «lenguaje» del que no es el autor. Su autor es el hombre en cuanto varón o mujer, en cuanto esposo o esposa, el hombre con su vocación perenne a la comunión de las personas. Sin embargo, el hombre no es capaz, en cierto sentido, de expresar sin el cuerpo este lenguaje singular de su existencia personal y de su vocación. Ha sido constituido desde «el principio» de tal modo, que las palabras más profundas de espíritu: palabras de amor, de donación, de fidelidad, exigen un adecuado «lenguaje del cuerpo». Y sin él no pueden ser expresadas plenamente. Sabemos por el Evangelio que esto se refiere tanto al matrimonio como a la continencia «por el reino de los cielos».

8. Los Profetas, como portavoces inspirados de la Alianza de Yavé con Israel, tratan precisamente, mediante este «lenguaje del cuerpo»; de expresar tanto la profundidad nupcial de dicha Alianza, como todo lo que la contradice. Elogian la fidelidad, estigmatizan, en cambio, la infidelidad como «adulterio»; hablan, pues, según categorías éticas, contraponiendo recíprocamente el bien y el mal moral. La contraposición del bien y del mal es esencial para el ethos. Los textos proféticos tienen en este campo un significado esencial, como hemos visto ya en nuestras reflexiones precedentes. Pero parece que el «lenguaje del cuerpo» según los Profetas, no es únicamente un lenguaje del ethos, un elogio de la fidelidad y de la pureza, sino una condena del «adulterio» y de la «prostitución». Efectivamente, para todo lenguaje, como expresión del conocimiento, las categorías de la verdad y de la no-verdad (o sea, de lo falso) son esenciales. En los textos de los Profetas que descubren la analogía de la Alianza de Yavé con Israel en el matrimonio, el cuerpo dice la verdad mediante la fideliad y el amor conyugal, y, cuando comete «adulterio», dice la mentira, comete la falsedad.

9. No se trata aquí de sustituir las diferenciaciones éticas con las lógicas. Si los textos proféticos señalan la fidelidad conyugal y la castidad como «verdad», y el adulterio, en cambio, o la prostitución, como no-verdad, como «falsedad» del lenguaje del cuerpo, eso sucede porque en el primer caso, el sujeto (= Israel como esposa) está concorde con el significado nupcial que corresponde al cuerpo humano (a causa de su masculinidad o femineidad) en la estructura integral de la persona; en cambio, en el segundo caso, el mismo sujeto está en contradicción y colisión con este significado.

Podemos decir, pues, que lo esencial para el matrimonio, como sacramento, es el «lenguaje del cuerpo», releído en la verdad. Precisamente mediante él se constituye, en efecto, el signo sacramental.

(1) Cf. Prov 2, 17; Mal 2, 14.