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51. Tensión entre carne y espíritu en el corazón del hombre (17-XII-80/21-XII-80)
1. «La carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a las de la carne». Queremos profundizar hoy en estas palabras de San Pablo tomadas de la Carta a los Gálatas (5, 17), con las que la semana pasada terminamos nuestras reflexiones sobre el tema del justo significado de la pureza. Pablo piensa en la tensión que existe en el interior del hombre, precisamente en su «corazón». No se trata aquí solamente del cuerpo (la materia) y del espíritu (el alma), como de dos componentes antropológicos esencialmente diversos, que constituyen desde el «principio» la esencia misma del hombre. Pero se presupone esa disposición de fuerzas que se forman en el hombre con el pecado original y de las que participan todo hombre «histórico». En esta disposición, que se forma en el interior del hombre, el cuerpo se contrapone al espíritu y fácilmente domina sobre él (1). La terminología paulina, sin embargo, significa algo más: aquí el predominio de la «carne» parece coincidir casi con la que, según la terminología de San Juan, es la triple concupiscencia que «viene del mundo». La «carne», en el lenguaje de las Cartas de San Pablo (2), indica no sólo al hombre «exterior», sino también al hombre «interiormente» sometido al mundo (3), en cierto sentido, cerrado en el ámbito de esos valores que sólo pertenecen al mundo y de esos fines que es capaz de imponer al hombre: valores, por tanto, a los que el hombre, en cuanto «carne», es precisamente sensible. Así el lenguaje de Pablo parece enlazarse con los contenidos esenciales de Juan, y el lenguaje de ambos denota lo que se define por diversos términos de la ética y de la antropología contemporáneas, como por ejemplo: «autarquía humanística», «secularismo» o también, con un significado general, «sensualismo». El hombre que vive «según la carne» es el hombre dispuesto solamente a lo que viene «del mundo»: es el hombre de los «sentidos» el hombre de la triple concupiscencia. Lo confirman sus acciones, como diremos dentro de poco.
2. Este hombre vive casi en el polo opuesto respecto a lo que «quiere el Espíritu». El Espíritu de Dios quiere una realidad diversa de la que quiere la carne, desea una realidad diversa de la que desea la carne y esto ya en el interior del hombre, ya en la fuente interior de las aspiraciones y de las acciones del hombre, «de manera que no hagáis lo que queréis» (Gál 5, 17).
Pablo expresa esto de modo todavía más explícito, al escribir en otro lugar del mal que hace, aunque no lo quiera, y de la imposibilidad -o más bien, de la posibilidad limitada- de realizar el bien que «quiere» (cf. Rom 7, 19). Sin entrar en los problemas de una exégesis pormenorizada de este texto, se podría decir que la tensión entre la «carne» y el «espíritu» es ante todo, inmanente, aun cuando no se reduce a este nivel. Se manifiesta en su corazón como «combate» entre el bien y el mal. Ese deseo, del que habla Cristo en el sermón de la montaña (cf. Mt 5, 27-28), aunque sea un acto «interior» sigue siendo ciertamente -según el lenguaje paulino- una manifestación de la vida «según la carne». Al mismo tiempo, ese deseo nos permite comprobar cómo en el interior del hombre la vida «según la carne» se opone a la vida «según el espíritu», y cómo esta última, en la situación actual del hombre, dado su estado pecaminoso hereditario, está constantemente expuesta a la debilidad e insuficiencia de la primera, a la que cede con frecuencia, si no se refuerza en el interior para hacer precisamente lo «que quiere el Espíritu». Podemos deducir de ello que las palabras de Pablo, que tratan de la vida «según la carne» y «según el espíritu», son al mismo tiempo una síntesis y un programa; y es preciso entenderlas en esta clave.
3. Encontramos la misma contraposición de la vida «según la carne» y la vida «según el Espíritu» en la Carta a los Romanos. También aquí (como por lo demás en la Carta a los Gálatas) esa contraposición se coloca en el contexto de la doctrina paulina acerca de la justificación mediante la fe, es decir, mediante la potencia de Cristo mismo que obra en el interior del hombre por medio del Espíritu Santo. En este contexto Pablo lleva esa contraposición a sus últimas consecuencias, cuando escribe: «Los que son según la carne sienten las cosas carnales, los que son según el Espíritu sienten las cosas espirituales. Porque el apetito de la carne es muerte, pero el apetito del Espíritu es vida y paz. Por lo cual el apetito de la carne es enemistad con Dios y no se sujeta ni puede sujetarse a la ley de Dios. Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios; pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros. Pero si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, este no es de Cristo. Mas si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia» (Rom 8, 5-10).
4. Se ven con claridad los horizontes que Pablo delinea en este texto: el se remonta al «principio», es decir, en este caso, al primer pecado del que tomó origen la vida «según la carne» y que creó en el hombre la herencia de una predisposición a vivir únicamente semejante vida, juntamente con la herencia de la muerte. Al mismo tiempo Pablo presenta la victoria final sobre el pecado y sobre la muerte, de lo que es signo y anuncio la resurrección de Cristo: «El que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu, que habita en vosotros» (Rom 8, 11). Y en esta perspectiva escatológica, San Pablo pone de relieve la «justificación» en Cristo, destinada ya al hombre «histórico», a todo hombre de «ayer, de hoy y de mañana» de la historia del mundo y también de la historia de la salvación: justificación que es esencial para el hombre interior, y está destinada precisamente a ese «corazón» al que Cristo se ha referido, hablando de la «pureza» y de la «impureza» en sentido moral. Esta «justificación» por la fe no constituye simplemente una dimensión del plan divino de la salvación y de la santificación del hombre sino que es, según San Pablo, una auténtica fuerza que actúa en el hombre y que se revela y afirma en sus acciones.
5. He aquí de nuevo las palabras de la Carta a los Gálatas: «Ahora bien; las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lasciva, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, rencillas, disensiones, divisiones, envidias, homicidios, embriagueces, orgías y otras como éstas...» (5, 19-21). «Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza... (5, 22-23). En la doctrina paulina, la vida «según la carne» se opone a la vida «según el Espíritu», no sólo en el interior del hombre, en su «corazón», sino, como se ve, encuentra un amplio y diferenciado campo para traducirse en obras. Pablo habla, por un lado, de las «obras» que nacen de la «carne» -se podría decir: de las obras en las que se manifiesta el hombre que vive «según la carne»- y, por otro, habla del «fruto del Espíritu», esto es, de las acciones (4), de los modos de comportarse, de las virtudes, en las que se manifiesta el hombre que vive «según el Espíritu». Mientras en el primer caso nos encontramos con el hombre abandonado a la triple concupiscencia, de la que dice Juan que viene «del mundo», en el segundo caso nos hallamos frente a lo que ya antes hemos llamado el ethos de la redención. Ahora sólo estamos en disposición de esclarecer plenamente la naturaleza y la estructura de ese ethos. Se manifiesta y se afirma a través de lo que en el hombre en todo su «obrar», en las acciones y en el comportamiento, es fruto del dominio sobre la triple concupiscencia: de la carne, de los ojos, y de la soberbia de la vida (de todo eso de lo que puede ser justamente «acusado» el corazón humano y de lo que pueden ser continuamente «sospechosos» el hombre y su interioridad).
6. Si el dominio en la esfera del ethos se manifiesta y se realiza como «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de si» -así leemos en la Carta a los Gálatas-, entonces detrás de cada una de estas realizaciones, de estos comportamientos, de estas virtudes morales, hay una opción específica, es decir, un esfuerzo de la voluntad fruto del espíritu humano penetrado por el Espíritu de Dios, que se manifiesta en la elección del bien. Hablando con lenguaje de Pablo: «El Espíritu tiene tendencias contrarias a la carne» (Gál 5, 17), y en estos «deseos» suyos se demuestra más fuerte que la «carne» y que los deseos que engendra la triple concupiscencia. En esta lucha entre el bien y el mal, el hombre se demuestra más fuerte gracias a la potencia del Espíritu Santo que, actuando dentro del espíritu humano, hace realmente que sus deseos fructifiquen en bien. Por tanto, éstas son no sólo -y no tanto- «obras» del hombre, cuanto «fruto», esto es, efecto de la acción del «Espíritu» en el hombre. Y por esto Pablo habla del «fruto del Espíritu» entendiendo esta palabra con mayúscula.
Sin penetrar en las estructuras de la interioridad humana mediante sutiles diferenciaciones que nos suministra la teología sistemática (especialmente a partir de Tomás de Aquino), nos limitamos a la exposición sintética de la doctrina bíblica, que nos permite comprender, de manera esencial y suficiente, la distinción y contraposición de la «carne» y del «Espíritu».
Hemos observado que entre los frutos del Espíritu el Apóstol pone también el «dominio de sí». Es necesario no olvidarlo, porque en las reflexiones ulteriores reanudaremos este tema para tratarlo de modo más detallado.
(1) «Paul never, like the Greeks, identified ‘sinful flesh’ with the physical body...
Flesh, then, in Paul is not to be identified with sex or with the physical body. It is closer to the Hebrew thought of the physical personality - the self including physical and psychical elements as vehicle of the outward life and te lower levels of experience.
It is man in his humanness with all the limitations, moral weakness, vulnerability, creatureliness and mortality, which being human implies...
Man is vulnerable both to evil and to God; he is a vehicle, a channel, a dwellingplace, a temple, A battlefield (Paul uses each metaphor) for good and evil.
Which shall possess, Indwell, master him - whether sin, evil, the sprit that now worketh in the children of disobedience, or Christ, the «Holy Spirit, faith grace - it is for each man to choose.
That he can so choose, brings to view the other side of Paul’s conception ot human spirito (R.E.O. White, Biblical Ethics, Exeter 1979, Paternoster Press, páginas 135-138).
(2) La interpretación de la palabra griega sarx «carne» en las Cartas de Pablo depende del contexto de la Carta. En la Carta a los Gálatas, por ejemplo, se pueden especificar, al menos, dos significados distintos de sarx.
Al escribir a los Gálatas, Pablo combatía contra dos peligros que amenazaban a la joven comunidad cristiana.
Por una parte, los convertidos del Judaísmo intentaban convencer a los convertidos del paganismo para que aceptaran la circuncisión, que era obligatoria en el Judaísmo. Pablo les echa en cara que «se glorian de la carne», esto es, de poner la esperanza en la circuncisión de la carne. «Carne» en este contexto (Gál 3, 1-5, 12; 6, 12-18) significa, pues, «circuncisión», como símbolo de una nueva sumisión a las leyes del judaísmo.
El segúndo peligro, en la joven iglesia gálata, provenía del influjo de los «Pneumáticos», los cuales entendían la obra del Espíritu Santo más bien como divinización del hombre, que como potencia operante en sentido ético. Esto los llevaba a infravalorar los principios morales. Al escribirles, Pablo llama «carne» a todo lo que acerca el hombre al objeto de su concupiscencia y le halaga con la promesa seductora de una vida aparentemente más plena (cf. Gál 5, 13; 6, 10).
La sarx, pues, «se gloría» igualmente de la ley como de su infracción, y en ambos casos promete lo que no puede mantener.
Pablo distingue explicitamente entre el objeto de la acción y la sarx. El centro de la decisión no está en la «carne»: «Andad en el Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne» (Gál 5, 16). El hombre cae en la esclavitud de la carne cuando se confía a la «carne» y a lo que ella promete (en el sentido de la «ley» o de la infracción de la ley).
(Cf. F. Mussner, Der Galaterbrief, Herders Theolog Kommentar zum NT, IX, Freiburg 1974, Herder, p. 367; R. Jewett, Paul’s Anthropological Terms, A Study of Their Use in Conflict Settings, Arbeiten zur Geschichte des antiken Judentums und des Urchristentums, X, Leiden 1971, Brill, pp. 95-106).
(3) Pablo subraya en sus Cartas el carácter dramático de lo que se desarrolla en el mundo. Puesto que los hombres, por su culpa, han olvidado a Dios, «por esto los entregó Dios a los deseos de su corazón, a la impureza» (Rom 1, 24), de la que proviene también todo el desorden moral que deforma, tanto la vida sexual (ib., 1, 24-27), como el funcionamiento de la vida social y económica (ib., 1, 29-32) e incluso cultural; efectivamente, «conociendo la sentencia de Dios, que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen» (ib., 1, 32).
Desde el momento en que, a causa de un solo hombre entró el pecado en el mundo (ib., 5, 12), «el Dios de este mundo cegó su inteligencia incredula para que no brille en ellos la luz del Evangelio, de la gloria de Cristo» (2 Cor 4, 4)- y por esto también «la ira de Dios se manifiesta desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los hombres, de los que en su injusticia aprisionan la verdad con la injusticia» (Rom 1, 18).
Por esto «el continuo anhelar de las criaturas ansia la manifestación de los hijos de Dios con la esperanza de que también ellas serán liberadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (ib., 8, 19-21), esa libertad para la que «Cristo nos ha hecho libres (Gál 5, 1).
El concepto de «mundo» en San Juan tiene diversos significados: en su Carta primera, el mundo es el lugar donde se manifiesta la triple concupiscencia (1 Jn 2, 13-16) y donde los falsos profetas y los adversarios de Cristo tratan de seducir a los fieles pero los cristianos vencen al mundo gracias a su fe (ib., 5, 4); efectivamente, el mundo pasa junto con sus concupiscencias, y el que realiza la voluntad de Dios vive eternamente (cf. ib., 2, 17).
(Cf. P Grelot, «Monde», in: Dictionnaire de Spiritualité, Asaétique et mystique doctrine et histoire, fascicules 68-69), Beauchesne, p. 1.628 ss. Además: J. Mateos J. Barreto, Vocabulario teológico del Evangelio de Juan, Madrid 1980, Edic. Cristiandad, págs. 211-215).
(4) Los exégetas hacen observar que, aunque, a veces, para Pablo el concepto de «fruto» se aplica también a las «obras de la carne» (por ejemplo, «Rom 6, 21; 7, 5), sin embargo «el fruto del Espíritu» jamás se llama obra».
En efecto para Pablo «las obras» son los actos propios del hombre (o aquello en lo que Israel pone, sin razón, la esperanza), de los que el responderá ante Dios.
Pablo evita también el término «virtud», arete; se encuentra una sola vez, con sentido muy general, en Flp 4, 8. En el mundo griego esta palabra tenía un significado demasiado antropocéntrico; especialmente los estoicos ponían de relieve la autosuficiencia o autarquía de la virtud.
En cambio, el término «fruto del Espíritu» subraya la acción de Dios en el hombre. Este «fruto» crece en él como el don de una vida, cuyo único autor es Dios; el hombre puede, a lo sumo, favorecer las condiciones adecuadas para que el fruto pueda crecer y madurar.
El fruto del Espíritu, en forma singular, corresponde de algún modo a la «justicia» del Antiguo Testamento, que abarca el conjunto de la vida conforme a la vcluntad de Dios; corresponde también, en cierto sentido, a la «virtud» de los estoicos, que era indivisible. Lo vemos, por ejemplo, en Ef 5, 9. 11: «El fruto de la luz es todo bondad, justicia y verdad... no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas...».
Sin embargo, «el fruto del Espíritu» es diferente, tanto de la «justicia» como de la «virtud», porque él (en todas sus manifestaciones y diferenciaciones que se ven en los catalogos de las virtudes) contiene el efecto de la acción del Espíritu, que en la Iglesia es fundamento y realización de la vida del cristiano.
(Cf. H. Schlier, Der Brief an die Galater, Meyer’s Kommentar Göttingen 1971 Vandenhoeck-Ruprecht, pp. 255-264; O. Bauernfeind, arete In: Theological Dictionary of the New Testament, ed. G. Kittel G. Bromley, vol. 1, Grand Rapids 19789, Eerdmans, p. 460; W. Tatarkiewicz, Historia Filozofii, t. 1, Warszawa 1970, PWN, pp. 121 E. Kamlah, Die Form der katalogischen Paränese im Neuen Testament, Wissen-schaftliche Untersuchungen zum Neuen Testament, 7, Tübingen 1964, Mhr, p. 14.)
52. La vida según el Espíritu (7-I-81/11-I-81)
1. ¿Qué significa la afirmación: «La carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu y el espíritu tendencias contrarias a las de la carne»? (Gál 5, 17). Esta pregunta parece importante, más aún, fundamental en el contexto de nuestras reflexiones sobre la pureza de corazón, de la que habla el Evangelio. Sin embargo, el autor de la Carta a los Gálatas abre ante nosotros, a este respecto, horizontes todavía más amplios. En esta contraposición de la «carne» al Espíritu (Espíritu de Dios), y de la vida «según la carne» a la vida «según el Espíritu», está contenida la teología paulina acerca de la justificación, esto es, la expresión de la fe en el realismo antropológico y ético de la redención realizada por Cristo, a la que Pablo, en el contexto que ya conocemos, llama también «redención del cuerpo». Según la Carta a los Romanos 8, 23, la «redención del cuerpo» tiene también una dimensión «cósmica» (que se refiere a toda la creación), pero en el centro de ella está el hombre: el hombre constituido en la unidad personal del espíritu y del cuerpo. Y precisamente en este hombre, en su «corazón», y consiguientemente en todo su comportamiento, fructifica la redención de Cristo, gracias a esas fuerzas del Espíritu que realizan la «justificación», esto es, hacen realmente que la justicia «abunde» en el hombre, como se inculca en el Sermón de la montaña: Mt 5, 20, es decir, que abunden en la medida que Dios mismo ha querido y que El espera.
2. Resulta significativo que Pablo, al hablar de las «obras de la carne» (cf. Gál 5, 11-21), menciona no sólo «fornicación, impureza, lascivia..., embriagueces, orgías» -por lo tanto, todo lo que, según un modo objetivo de entender, reviste el carácter de los «pecados carnales» y del placer sexual ligado con la carne-, sino que nombra también otros pecados, a los que no estaríamos inclinados a atribuir un carácter también «carnal» y «sensual»: «idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias...» (Gál 5, 20-21). De acuerdo con nuestras categorías antropológicas (y éticas) nos sentiríamos propensos, más bien a llamar a todas las obras enunciadas aquí «pecados del espíritu» humano, antes que pecados de la «carne». No sin motivo habremos podido entrever en ellas más bien los efectos de la «concupiscencia de los ojos» o de la «soberbia de la vida», que no los efectos de la «concupiscencia de la carne». Sin embargo, Pablo las califica como «obras de la carne». Esto se entiende exclusivamente sobre el fondo de ese significado más amplio (en cierto sentido metonímico), que en las Cartas paulinas asume el término «carne», contrapuesto sólo y no tanto al «espíritu» humano, cuanto al Espíritu Santo que actúa en el alma (en el espíritu) del hombre.
3. Existe, pues, una significativa analogía entre lo que Pablo define como «obras de la carne» y las palabras con las que Cristo explica a sus discípulos lo que antes había dicho a los fariseos acerca de la «pureza» ritual (cf. Mt 15, 2-20). Según las palabras de Cristo, la verdadera «pureza» (como también la «impureza») en sentido moral esta en el «corazón» y proviene «del corazón» humano. Se definen como obras impuras, en el mismo sentido no sólo los «adulterios» y las «fornicaciones», por lo tanto los «pecados de la carne» en sentido estricto, sino también los «malos deseos, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias». Cristo como ya hemos podido comprobar, se sirve del significado, tanto general como específico de la «impureza», (y, por lo tanto, indirectamente también de la «pureza»). San Pablo se expresa de manera análoga: las obras «de la carne» en el texto paulino se entienden tanto en el sentido general como en el específico. Todos los pecados son expresión de la «vida» según la carne, que se contrapone a la «vida según el Espíritu». Lo que, conforme a nuestro convencionalismo lingüístico (por lo demás, parcialmente justificado), se considera como «pecado de la carne», en el elenco paulino es una de las muchas manifestaciones (o especie) de lo que él denomina «obras de la carne», y, en este sentido, uno de los síntomas, es decir, de las obras de la vida «según la carne» y no «según el Espíritu».
4. Las palabras de Pablo a los Romanos: «Así, pues, hermanos, no somos deudores a la carne para vivir segun la carne, que si vivís según la carne, moriréis; más si con el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis» (Rom 8, 12-13), nos introducen de nuevo en la rica y diferenciada esfera de los significados, que los términos «cuerpo» y «espíritu» tienen para él. Sin embargo, el significado definitivo de ese enunciado es parenético, exhortativo, por lo tanto, válido para el ethos evangélico. Pablo, cuando habla de la necesidad de hacer morir a las obras del cuerpo con la ayuda del Espíritu, expresa precisamente aquello de lo que Cristo hablo en el sermón de la montaña, haciendo una llamada al corazón humano y exhortándolo al dominio de los deseos, también de los que se expresan con la «mirada» del hombre dirigida hacia la mujer, a fin de satisfacer la concupiscencia de la carne. Esta superación, o sea, como escribe Pablo, el «hacer morir las obras del cuerpo con la ayuda del «espíritu», es condición indispensable de la «vida según el Espíritu», esto es, de la «vida» que es antítesis de la «muerte», de las que se habla en el mismo contexto. La vida «según la carne», en efecto, tiene como fruto la «muerte», es decir, lleva consigo como efecto la «muerte» del Espíritu.
Por lo tanto, el término «muerte» no significa solo muerte corporal, sino también el pecado, al que la teología moral llamará mortal. En las Cartas a los Romanos y a los Gálatas el Apóstol amplía continuamente el horizonte del «pecado-muerte», tanto hacia el «principio» de la historia del hombre, como hacia el final. Y por esto, después de haber enumerado las multiformes «obras de la carne», afirma que «quienes las hacen no heredarán el reino de Dios» (Gál 5, 21). En otro lugar escribirá con idéntica firmeza: «Habéis de saber que ningún fornicario o impuro, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios» (Ef 5, 5). También en este caso, las obras que impiden tener «parte en el reino de Cristo y de Dios», esto es, las «obras de la carne», se enumeran como ejemplo y con valor general, aunque aquí ocupen el primer lugar los pecados contra la «pureza» en el sentido específico (cf. Ef 5, 3-7).
5. Para completar el cuadro de la contraposición entre el «cuerpo» y el «fruto del Espíritu», es necesario observar que en todo lo que es manifestación de la vida y del comportamiento según el Espíritu, Pablo ve al mismo tiempo la manifestación de esa libertad, con la que Cristo «nos ha liberado» (Gál 5, 1). Escribe precisamente así: «Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad. Porque toda la ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5, 13-14). Como ya hemos puesto de relieve anteriormente, la contraposición «cuerpo-Espíritu», vida «según la carne», vida «según el Espíritu», penetra profundamente toda la doctrina paulina sobre la justificación. El Apóstol de las gentes proclama, con excepcional fuerza de convicción, que la justificación del hombre se realiza en Cristo y por Cristo. El hombre consigue la justificación en la «fe actuada por la caridad» (Gál 5, 6), y no sólo mediante la observancia de cada una de las prescripciones de la ley veterotestamentaria (en particular de la circuncisión»). La justificación, pues, viene «del Espíritu» (de Dios) y no «de la carne». Por esto, exhorta a los destinatarios de su Carta a liberarse de la errónea concepción «carnal» de la justificación, para seguir la verdadera, esto es, la «espiritual». En este sentido los exhorta a considerarse libres de la ley, y aún más, a ser libres con la libertad, por la cual Cristo «nos ha hecho libres».
Así pues, siguiendo el pensamiento del Apóstol, nos conviene considerar y, sobre todo, realizar la pureza evangélica, es decir, la pureza de corazón, según la medida de esa libertad con la que Cristo «nos ha hecho libres».
53. La pureza de corazón evangélica (14-I-81/18-I-81)
1. San Pablo escribe en la Carta a los Gálatas: «Vosotros, hermanos habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad. Porque toda la ley se resume en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5, 13-14). La semana pasada nos hemos detenido ya a reflexionar sobre estas palabras; sin embargo, nos volvemos a ocupar de ellas hoy, en relación al tema principal de nuestras reflexiones.
Aunque el pasaje citado se refiera ante todo al tema de la justificación sin embargo, el Apóstol tiende aquí explícitamente a hacer comprender la dimensión ética de la contraposición «cuerpo-espíritu» esto es, entre la vida según la carne y la vida según el Espíritu. Más aún, precisamente aquí toca el punto esencial, descubriendo casi las mismas raíces antropológicas del ethos evangélico. Efectivamente si «toda la ley» (ley moral del Antiguo Testamento) «halla su plenitud» en el mandamiento de la caridad, la dimensión del nuevo ethos evangélico no es más que una llamada dirigida a la libertad humana, una llamada a su realización plena y, en cierto sentido, a la mas plena «utilización» de la potencialidad del espíritu humano.
2. Podría parecer que Pablo contraponga solamente la libertad a la ley y la ley a la libertad. Sin embargo, un análisis profundo del texto demuestra que San Pablo, en la Carta a los Gálatas, subraya ante todo la subordinación ética de la libertad a ese elemento en el que se cumple toda la ley, o sea, al amor, que es el contenido del mandamiento más grande del Evangelio. «Cristo nos ha liberado para que seamos libres», precisamente en el sentido en que El nos ha manifestado la subordinación ética (y teológica) de la libertad a la caridad y que ha unido la libertad con el mandamiento del amor. Entender así la vocación a la libertad («Vosotros... hermanos, habéis sido llamados a la libertad», Gál 5, 13), significa configurar el ethos, en el que se realiza la vida «según el Espíritu». Efectivamente, hay también el peligro de entender la libertad de modo erróneo, y Pablo lo señala con claridad, al escribir en el mismo contexto: «Pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad» (ib.)
3. En otras palabras: Pablo nos pone en guardia contra la posibilidad de hacer mal uso de la libertad, un uso que contraste con la liberación del espíritu humano realizada por Cristo y que contradiga a esa libertad con la que «Cristo nos ha liberado». En efecto, Cristo ha realizado y manifestado la libertad que encuentra la plenitud en la caridad, la libertad, gracias a la cual, estamos «los unos al servicio de los otros»; en otras palabras: la libertad que se convierte en fuente de «obras» nuevas y de «vida» según el Espíritu. La antítesis y, de algún modo, la negación de este uso de la libertad tiene lugar cuando se convierte para el hombre en «un pretexto para vivir según la carne». La libertad viene a ser entonces una fuente de «obras» y de «vida» según la carne. Deja de ser la libertad auténtica, para la cual «Cristo nos ha liberado», y se convierte en «un pretexto para vivir según la carne», fuente (o bien instrumento) de un «yugo» específico por parte de la soberbia de la vida, de la concupiscencia de los ojos y de la concupiscencia de la carne. Quien de este modo vive «según la carne», esto es, se sujeta -aunque de modo no del todo consciente, más sin embargo, efectivo- a la triple concupiscencia, y en particular a la concupiscencia de la carne, deja de ser capaz de esa libertad para la que «Cristo nos ha liberado»; deja también de ser idóneo para el verdadero don de si, que es fruto y expresión de esta libertad. Además, deja de ser capaz de ese don que está orgánicamente ligado con el significado esponsalicio del cuerpo humano, del que hemos tratado en los precedentes análisis del libro del Génesis (cf. Gén 2, 23-25).
4. De este modo, la doctrina paulina acerca de la pureza, doctrina en la que encontramos el eco fiel y auténtico del sermón de la montaña, nos permite ver la «pureza de corazón» evangélica y cristiana en una perspectiva más amplia, y sobre todo nos permite unirla con la caridad en la que toda «la ley encuentra su plenitud». Pablo, de modo análogo a Cristo, conoce un doble significado de la «pureza» (y de la «impureza»): un sentido genérico y otro específico. En el primer caso, es «puro» todo lo que es moralmente bueno; en cambio, es «impuro» lo que es moralmente malo. Lo afirman con claridad las palabras de Cristo según Mateo 15, 18-20, citadas anteriormente. En los enunciados de Pablo acerca de las «obras de la carne», que contrapone al «fruto del Espíritu», encontramos la base para un modo análogo de entender este problema. Entre las «obras de la carne», Pablo coloca lo que es moralmente malo, mientras que todo bien moral está unido con la vida «según el Espíritu». Así, una de las manifestaciones de la vida «según el Espíritu» es el comportamiento conforme a esa virtud, a la que Pablo, en la Carta a los Gálatas, parece definir más bien indirectamente, pero de la que habla de modo directo en la primera Carta a los Tesalonicenses.
5. En los pasajes de la Carta a los Gálatas, que ya hemos sometido anteriormente a análisis detallado, el Apóstol enumera en el primer lugar, entre las «obras de la carne»: «fornicación, impureza, libertinaje»; sin embargo, a continuación, cuando contrapone a estas obras el «fruto del Espíritu», no habla directamente de la «pureza», sino que solamente nombra el «dominio de sí», la enkráteia. Este «dominio» se puede reconocer como virtud que se refiere a la continencia en el ámbito de todos los deseos de los sentidos, sobre todo en la esfera sexual; por lo tanto, está en contraposición con la «fornicación, con la impureza, con el libertinaje», y también con la «embriaguez», con las «orgías». Se podría admitir, pues, que el paulino «dominio de sí» contiene lo que se expresa con el término «continencia» o «templanza», que corresponde al término latino temperantia. En este caso, nos hallamos frente al conocido sistema de las virtudes, que la teología posterior, especialmente la escolástica, tomará prestado, en cierto sentido, de la ética de Aristóteles. Sin embargo, Pablo ciertamente no se sirve, en su texto, de este sistema. Dado que por «pureza» se debe entender el justo modo de tratar la esfera sexual, según el estado personal (y no necesariamente una abstención absoluta de la vida sexual), entonces indudablemente esta «pureza» está comprendida en el concepto paulino de «dominio» o enkráteia. Por esto, en el ámbito del texto paulino encontramos sólo una mención genérica e indirecta de la pureza, en tanto en cuanto el autor contrapone a estas «obras de la carne» como «fornicación, impureza, libertinaje», el «fruto del Espíritu», es decir, obras nuevas, en las que se manifiesta «la vida según el Espíritu». Se puede deducir que una de estas obras nuevas es precisamente la «pureza»: es decir, la que se contrapone a la «impureza» y también a la «fornicación» y al «libertinaje».
6. Pero ya en la primera Carta a los Tesalonicenses, Pablo escribe sobre este tema de modo explícito e inequívoco. Allí leemos «La voluntad de Dios es vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa mantener el propio cuerpo (1) en santidad y honor, no como objeto de pasión libidinosa, como los gentiles, que no conocen a Dios (1 Tes 4, 3-5). Y luego: «Que no nos llamó Dios a la impureza, sino a la santidad. Por tanto, quien estos preceptos desprecia, no desprecia al hombre, sino a Dios, que os dio su Espíritu Santo» (1 Tes 4, 7-8). Aunque también en este texto nos dé que hacer el significado genérico de la «pureza» identificada en este caso con la «santificación» (en cuanto que se nombra a la «impureza» como antítesis de la «santificación»), sin embargo, todo el contexto indica claramente de qué «pureza» o de qué «impureza» se trata, esto es, en qué consiste lo que Pablo llama aquí «impureza», y de que modo la «pureza» contribuye a la «santificación» del hombre.
Y, por esto, en las reflexiones sucesivas, convendrá volver de nuevo sobre el texto de la primera Carta a los Tesalonicenses, que acabamos de citar.
(1) Sin entrar en las discusiones detalladas de los exegetas, sin embargo, es necesario señalar que la expresión griega tò heatoû skeûos puede referirse también a la mujer (cf. 1 Pe 3, 7).
54. El respeto al cuerpo según San Pablo (28-I-81/1-II-81)
1. Escribe San Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses: «...Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación; que os abstengáis de la fornificación; que cada uno sepa mantener su propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso, como los gentiles que no conocen a Dios» (1 Tes 4, 3-5). Y después de algunos versículos, continua: «Que no os llamó Dios a la impureza, sino a la santidad. Por tanto, quien estos preceptos desprecia, no desprecia al hombre, sino a Dios, que os dio su Espíritu Santo» (ib., 4, 7-8). A estas frases del Apóstol hicimos referencia durante nuestro encuentro del pasado 14 de enero. Sin embargo, hoy volvemos sobre ellas porque son particularmente importantes para el tema de nuestras meditaciones.
2. La pureza, de la que habla Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5. 7-8), se manifiesta en el hecho de que el hombre «sepa mantener el propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso». En esta formulación cada palabra tiene un significado particular y, por lo tanto, merece un comentario adecuado.
En primer lugar, la pureza es una «capacidad», o sea en el lenguaje tradicional de la antropología y de la ética: una actitud. Y en este sentido, es virtud. Si esta capacidad es decir, virtud. Lleva a abstenerse «de la impureza», esto sucede porque el hombre que la posee sabe «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso. Se trata aquí de una capacidad práctica, que hace al hombre apto para actuar de un modo determinado y, al mismo tiempo, para no actuar del modo contrario. La pureza, para ser esta capacidad o actitud, obviamente debe estar arraigada en la voluntad, en el fundamento mismo del querer y del actuar consciente del hombre. Tomás de Aquino, en su doctrina sobre las virtudes, ve de modo aun más directo el objeto de la pureza en la facultad del deseo sensible, al que él llama appetitus concupiscibilis. Precisamente esta facultad debe ser particularmente «dominada», ordenada y hecha capaz de actuar de modo conforme a la virtud, a fin de que la «pureza» pueda atribuírsele al hombre. Según esta concepción, la pureza consiste, ante todo, en contener los impulsos del deseo sensible, que tiene como objeto lo que en el hombre es corporal y sexual. La pureza es una variante de la virtud de la templanza.
3. El texto de la primera Carta a los Tesalonicenses (4; 3-5) demuestra que la virtud de la pureza, en la concepción de Pablo, consiste también en el dominio y en la superación de «pasiones libidinosas»; esto quiere decir que pertenece necesariamente a su naturaleza la capacidad de contener los impulsos del deseo sensible, es decir, la virtud de la templanza. Pero, a la vez, el mismo texto paulino dirige nuestra atención hacia otra función de la virtud de la pureza, hacia otra dimensión suya -podría decirse- más positiva que negativa. La finalidad, pues, de la pureza, que el autor de la Carta parece poner de relieve, sobre todo, es no sólo (y no tanto) la abstención de la «impureza» y de lo que a ella conduce, por lo tanto, la abstención de «pasiones libidinosas», sino, al mismo tiempo, el mantenimiento del propio cuerpo e, indirectamente, también del de los otros con «santidad y respeto».
Estas dos funciones, la «abstención» y el «mantenimiento» están estrechamente ligadas y son recíprocamente dependientes. Porque, en efecto, no se puede «mantener el cuerpo con santidad y respeto», si falta esa abstención «de la impureza», y de lo que a ella conduce, en consecuencia se puede admitir que el mantenimiento del cuerpo (propio e, indirectamente, de los demás) «en santidad y respeto» confiere adecuado significado y valor a esa abstención. Esta, de suyo, requiere la superación de algo que hay en el hombre y que nace espontáneamente en él como inclinación, como atractivo y también como valor que actúa, sobre todo, en el ámbito de los sentidos, pero muy frecuentemente no sin repercusiones sobre otras dimensiones de la subjetividad humana, y particularmente sobre la dimensión afectivo-emotiva.
4. Considerando todo esto, parece que la imagen paulina de la virtud de la pureza-imagen que emerge de la confrontación tan elocuente de la función de la «abstención» (esto es, de la templanza) con la del «mantenimiento del cuerpo con santidad y respeto»- es profundamente justa, completa y adecuada. Quizá debemos esta plenitud no a otra cosa sino al hecho de que Pablo considera la pureza no sólo como capacidad (esto es, actitud) de las facultades subjetivas del hombre, sino, al mismo tiempo, como una manifestación concreta de la vida «según el Espíritu», en la cual la capacidad humana está interiormente fecundada y enriquecida por lo que Pablo, en la Carta a los Gálatas 5, 22, llama «fruto del Espíritu». El respeto que nace en el hombre hacia todo lo que es corpóreo y sexual, tanto en sí, como en todo otro hombre, varón y mujer, se manifiesta como la fuerza más esencial para mantener el cuerpo «en santidad». Para comprender la doctrina paulina sobre la pureza, es necesario entrar a fondo en el significado del término «respeto», entendido aquí, obviamente, como fuerza de carácter espiritual. Precisamente esta fuerza interior es la que confiere plena dimensión a la pureza como virtud, es decir, como capacidad de actuar en todo ese campo en el que el hombre descubre, en su interior mismo, los múltiples impulsos de «pasiones libidinosas», y a veces, por varios motivos, se rinde a ellos.
5. Para entender mejor el pensamiento del autor de la primera Carta a los Tesalonicenses, es oportuno tener presente además otro texto, que encontramos en la primera Carta a los Corintios. Pablo expone allí su gran doctrina eclesiológica, según la cual, la Iglesia es Cuerpo de Cristo; aprovecha la ocasión para formular la argumentación siguiente acerca del cuerpo humano: «...Dios ha dispuesto los miembros en el cuerpo, cada uno de ellos como ha querido» (1 Cor 12, 18); y más adelante: «Aún hay más: los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios; y a los que parecen más viles los rodeamos de mayor honor, y a los que tenemos por indecentes, los tratamos con mayor decencia, mientras que los que de suyo son decentes no necesitan de mas. Ahora bien: Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros» (ib., 12, 22-25).
6. Aunque el tema propio del texto en cuestión sea la teología de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, sin embargo en torno a este pasaje, se puede decir que Pablo, mediante su gran analogía eclesiológica (que se repite en otras Cartas, y que tomaremos a su tiempo), contribuye, a la vez, a profundizar en la teología del cuerpo. Mientras en la primera Carta a los Tesalonicenses escribe acerca del mantenimiento del cuerpo «en santidad y respeto», en el pasaje que acabamos de citar de la primera Carta a los Corintios quiere mostrar a este cuerpo humano precisamente como digno de respeto; se podría decir también que quiere enseñar a los destinatarios de su Carta la justa concepción del cuerpo humano.
Por eso, esta descripción paulina del cuerpo humano en la primera Carta a los Corintios, parece estar estrechamente ligada a las recomendaciones de la primera Carta a los Tesalonicenses: «Que cada uno sepa mantener el propio cuerpo en santidad y respeto» (1 Tes 4, 4). Este es un hilo importante, quizá el esencial, de la doctrina paulina sobre la pureza.
55. La pureza del corazón según San Pablo (14-II-81/8-II-81)
1. En nuestras consideraciones del capítulo anterior sobre la pureza, según la enseñanza de San Pablo, hemos llamado la atención sobre el texto de la primera Carta a los Corintios. El Apóstol presenta allí a la Iglesia como Cuerpo de Cristo, y esto le ofrece la oportunidad de hacer el siguiente razonamiento acerca del cuerpo humano: «...Dios ha dispuesto los miembros en el cuerpo, cada uno de ellos como ha querido... Aún más: los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más necesarios; y a los que parecen más viles los rodeamos de mayor respeto, y a los que tenemos por menos decentes los tratamos con mayor decencia, mientras que los que de suyo son decentes no necesitan de más. Ahora bien: Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisioco en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros» (1 Cor 12, 18. 22-25).
2. La «descripción» paulina del cuerpo humano corresponde a la realidad que lo constituye: se trata, pues, de una descripción «realista». En el realismo de esta descripción se entreteje, al mismo tiempo, un sutilísimo hilo de valuación que le confiere un valor profundamente evangélico, cristiano. Ciertamente, es posible «describir» el cuerpo humano, expresar su verdad con la objetividad propia de las ciencias naturales; pero dicha descripción -con toda su precisión- no puede ser adecuada (esto es, conmensurable con su objeto), dado que no se trata sólo del cuerpo (entendido coma organismo, en el sentido «somático)» sino del hombre que se expresa a sí mismo por medio de ese cuerpo, y en este sentido «es», diría, ese cuerpo. Así pues, ese hilo de valoración, teniendo en cuenta que se trata del hombre como persona, es indispensable al describir el cuerpo humano. Además, queda dicho cuán justa es esta valoración. Esta es una de las tareas y de los temas perennes de toda la cultura: de la literatura, escultura, pintura e incluso de la danza, de las obras teatrales y finalmente de la cultura de la vida cotidiana, privada o social. Tema que merecía la pena de ser tratado separadamente.
3. La descripción paulina de la primera Carta a los Corintios 12, 18-25 no tiene ciertamente un significado «científico»: no presenta un estudio biológico sobre el organismo humano, o bien, sobre la «somática» humana: desde este punto de vista es una simple descripción «pre-científica» por lo demás concisa, hecha apenas con unas pocas frases. Tiene todas las características del realismo común y es, sin duda, suficientemente «realista». Sin embargo, lo que determina su carácter específico, lo que de modo particular Justifica su presencia en la Sagrada Escritura, es precisamente esa valoración entretejida en la descripción y expresada en su misma trama «narrativo-realista». Se puede decir con certeza que esta descripción no sería posible sin toda la verdad de la creación y también sin toda la verdad de la «redención del cuerpo», que Pablo profesa y proclama. Se puede afirmar también que la descripción paulina del cuerpo corresponde precisamente a la actitud espiritual de «respeto» hacia el cuerpo humano, debido a la «santidad» (cf. 1 Tes 4, 3-5, 7-8) que surge de los misterios de la creación y de la redención. La descripción paulina esta igualmente lejana tanto del desprecio maniqueo del cuerpo, como de las varias manifestaciones de un «culto del cuerpo» naturalista.
4. El autor de la primera Carta a los Corintios 12, 18-25 tiene ante los ojos el cuerpo humano en toda su verdad; por lo tanto, el cuerpo impregnado, ante todo (si así se puede decir) por la realidad entera de la persona y de su dignidad. Es, al mismo tiempo, el cuerpo del hombre «histórico», varón y mujer, esto es, de ese hombre que, después del pecado, fue concebido, por decirlo así, dentro y por la realidad del hombre que había tenido la experiencia de la inocencia originaria. En las expresiones de Pablo acerca de los «miembros menos decentes» del cuerpo humano, como también acerca de aquellos que «parecen más débiles», o bien acerca de los «que tenemos por más viles», nos parece encontrar el testimonio de la misma vergüenza que experimentaron los primeros seres humanos, varón y mujer, después del pecado original. Esta vergüenza quedó impresa en ellos y en todas las generaciones del hombre «histórico», como fruto de la triple concupiscencia (con referencia especial a la concupiscencia de la carne). Y, al mismo tiempo, en esta vergüenza -como ya se puso de relieve en los análisis precedentes- quedo impreso un cierto «eco» de la misma inocencia originaria del hombre: como un «negativo» de la imagen, cuyo «positivo» había sido precisamente la inocencia originaria.
5. La «descripción» paulina del cuerpo humano parece confirmar perfectamente nuestros análisis anteriores. Están en el cuerpo humano los «miembros menos decentes» no a causa de su naturaleza «somática» (ya que una descripción científica y fisiológica trata a todos los miembros y a los órganos del cuerpo humano de modo «neutral», con la misma objetividad), sino sola y exclusivamente porque en el hombre mismo existe esa vergüenza que hace ver a algunos miembros del cuerpo como «menos decentes» y lleva a considerarlos como tales. La misma vergüenza parece, ala vez, constituir la base de lo que escribe el Apóstol en la primera Carta a los Corintios: «A los que parecen más viles los rodeamos de mayor respeto, y a los que tenemos por menos decentes los tratamos con mayor decencia» (1 Cor 12, 33). Así, pues, se puede decir que de la vergüenza nace precisamente el «respeto» por el propio cuerpo: respeto, cuyo mantenimiento pide Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 4). Precisamente este mantenimiento del cuerpo «en santidad y respeto» se considera como esencial para la virtud de la pureza.
6. Volviendo todavía a la «descripción» paulina del cuerpo en la primera Carta a los Corintios 12, 18-25, queremos llamar la atención sobre el hecho de que, según el autor de la Carta, ese esfuerzo particular que tiende a respetar el cuerpo humano y especialmente a sus miembros más «débiles» o «menos decentes», corresponde al designio originario del Creador, o sea, a esa visión de la que habla el libro del Génesis: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31). Pablo escribe: «Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros» (1 Cor 12, 24-25). La «escisión en el cuerpo», cuyo resultado es que algunos miembros son considerados «más débiles», «más viles», por lo tanto, «menos decentes», es una expresión ulterior de la visión del estado interior del hombre después del pecado original, esto es, del hombre «histórico». El hombre de la inocencia originaria, varón y mujer, de quienes leemos en el Génesis 2, 25 que «estaban desnudos... sin avergonzarse de ello», tampoco experimentaba esa «desunión en el cuerpo». A la armonía objetiva, con la que el Creador ha dotado al cuerpo y que Pablo llama cuidado recíproco de los diversos miembros (cf. 1 Cor 12, 25), correspondía una armonía análoga en el interior del hombre: la armonía del «corazón» Esta armonía, o sea, precisamente la «pureza de corazón», permitía al hombre y a la mujer, en el estado de la inocencia originaria, experimentar sencillamente (y de un modo que originariamente hacía felices a los dos) la fuerza unitiva de sus cuerpos, que era, por decirlo así, el substrato «insospechable» de su unión personal o communio personarum.
7. Como se ve, el Apóstol en la primera Carta a los Corintios (12, 18-25) vincula su descripción del cuerpo humano al estado del hombre «histórico». En los umbrales de la historia de este hombre está la experiencia de la vergüenza ligada con la «desunión en el cuerpo», con el sentido del pudor por ese cuerpo (y especialmente por esos miembros que somáticamente determinan la masculinidad y la feminidad). Sin embargo, en la misma «descripción», Pablo indica también el camino que (precisamente basándose en el sentido de vergüenza) lleva a la transformación de este estado hasta la victoria gradual sobre esa «desunión en el cuerpo», victoria que puede y debe realizarse en el corazón del hombre. Este es precisamente el camino de la pureza, o sea, «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto». Al «respeto», del que trata en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5), Pablo se remite de nuevo en la primera Carta a los Corintios (12 18,25), al usar algunas locuciones equivalentes, cuando habla del «respeto», o sea, de la estima hacia los miembros «más viles», «más débiles» del cuerpo y cuando recomienda mayor «decencia» con relación a lo que en el hombre es considerado «menos decente». Estas locuciones caracterizan más de cerca ese «respeto», sobre todo, en el ámbito de las relaciones y comportamientos humanos en lo que se refiere al cuerpo; lo cual es importante tanto respecto al «propio» cuerpo, como evidentemente también en las relaciones recíprocas (especialmente entre el hombre y la mujer, aunque no se limitan a ellas).
No tenemos duda alguna de que la «descripción» del cuerpo humano en la primera Carta a los Corintios tiene un significado fundamental para el conjunto de la doctrina paulina sobre la pureza.