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–Y entonces ¿qué es lo que en realidad quiso hacer Jesús en este mundo?
–Ahora se lo explico, afirmando lo contrario de lo que dice Pagola.
El proyecto de Jesús. Se acerca Pagola a los Evangelios –¿a dónde si no?– y buscando buscando qué es lo que Jesús de Nazaret intenta cuando emprende su misión pública en Israel, halla lo que sigue:
«Dios tiene un gran proyecto. Hay que ir construyendo una tierra nueva, tal como la quiere él. Se ha de orientar todo hacia una vida más humana, empezando por aquellos para los que la vida no es vida. Dios quiere que rían los que lloran y que coman los que tienen hambre: que todos puedan vivir.
«Si algo desea el ser humano es vivir, y vivir bien. Y si algo busca Dios es que ese deseo se haga realidad. Cuanto mejor vive la gente, mejor se realiza el reino de Dios […] Cualquier otra idea de un Dios interesado en recibir de los hombres honor y gloria, olvidando el bien y la dicha de sus hijos e hijas, no es de Jesús» (324).
En esa última frase tenemos un ejemplo de la dialéctica de los contrarios, muy frecuente en todo el libro de Pagola. Según ella, para mejor conocer la verdad, hay que enfrentar extremos aparentemente contrapuestos, para optar por uno, rechazando el otro. No es el et-et, sino el aut-aut. A Dios no le interesa que los hombres le glorifiquen o que los hombres se salven del pecado y vivan santamente. Lo que realmente quiere es que los hombres, fraternalmente unidos, haciéndose unos el bien a otros, vivan todos felices. Y ése es el Reino que Jesús de Nazaret pretende establecer en la humanidad.
La doxología –la glorificación de Dios– apenas es afirmada por el Jesús de Pagola. Y cuando éste lo hace de paso, como lo vimos hace un momento, es siempre en formas reticentes. Sin embargo, Jesús dice al Padre, «yo te he glorificado sobre la tierra, cumpliendo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17,4).
Y el Apóstol entiende que todos los males de la humanidad proceden precisamente de que los hombres «no glorificaron» a Dios, y «sirvieron a la criatura en lugar de al Creador» (Rm 1). Toda la Biblia nos asegura que el mundo fue creado primeramente para la gloria de Dios. Por eso en ella doxología y soteriología son inseparables y se potencian mutuamente. La norma es clara: «hacedlo todo para gloria de Dios» (1Cor 10,31). Sin embargo, como digo, las pocas veces que Pagola toca el tema de la glorificación de Dios es en forma diminutiva, y contraponiéndole el empeño por hacer el bien temporal a los hombres.
La soteriología –la salvación de los pecadores– tampoco es intención central de Cristo. En el extenso libro de Pagola apenas se menciona el pecado y el poder del Demonio sobre el mundo. No viene Jesús del cielo para «quitar el pecado del mundo» y para «vencer al Demonio», sino para aliviar a la humanidad de tantos sufrimientos que la oprimen. Describe Pagola detenidamente los muchos males temporales que oprimían al pueblo judío, y una y otra vez declara que «lo que le preocupa a Dios es liberar a las gentes de cuanto les deshumaniza y les hace sufrir» (96). Dice también Pagola que hay una profunda diferencia de perspectiva entre el Bautista y Cristo. El mensaje de Juan era duro, y exigía la conversión de los pecados para llegar a la reconciliación con Dios. En cambio, el Evangelio que Jesús trae al pueblo es completamente diferente: «Jesús abandona el lenguaje duro del desierto [el de Juan]. El pueblo debe escuchar ahora la Buena Noticia. Su palabra se hace poesía. Invita a la gente a mirar la vida de manera nueva. Comienza a contar parábolas que el Bautista jamás hubiera imaginado. El pueblo queda seducido» (80).
Jesús perdona a los pecadores sin condiciones. Los acoge, simplemente, en su amistad. Una y otra vez afirma Pagola que Dios perdona «sin condiciones», que «no excluye a nadie», que «acoge a todos». Como dice la Nota de la Comisión episcopal de la Fe, «Jesús habría practicado un “perdón-acogida”, pero no un “perdón-absolución” […y de este modo] hace irrelevante la respuesta libre del hombre» (n. 16).
«A estos pecadores que se sientan a su mesa, Jesús les ofrece el perdón envuelto en acogida amistosa. No hay ninguna declaración; no les absuelve de sus pecados; sencillamente los acoge como amigos» (205). «Ofrece el perdón sin exigir previamente un cambio. No pone a los pecadores ante las tablas de la ley, sino ante el amor y la ternura de Dios […] Este perdón que ofrece Jesús no tiene condiciones […] solo quedan excluidos quienes no se acogen a su misericordia» (208). «Este no es el Dios vigilante de la ley, atento a las ofensas de sus hijos, que le da a cada uno su merecido y no concede el perdón si antes no se han cumplido escrupulosamente unas condiciones. Este es el Dios del perdón y de la vida; no hemos de humillarnos o autodegradarnos en su presencia» (323).
Según esto, el arrepentimiento y la confesión de las culpas, lo mismo que el propósito de la enmienda, no solo son en el pecador actos superfluos para llegar a la amistad con Dios, sino que son autodegradantes. Lutero ya había enseñado que al pecador le basta para la justificación poner su fe fiducial en Jesús. Sin otras condiciones. Pagola va más lejos: no solo es innecesaria la conversión para conseguir el perdón de los pecados; más aún, ni siquiera es necesaria para la salvación la fe en Cristo, ni la religión. Pagola, por ejemplo, cuando recuerda el Juicio final (Mt 25,31-46), explica que el hombre se salva haciendo obras buenas, no por gracia, no por don gratuito de Dios. Es decir, se salva él mismo. Al menos esto es lo que él descubre en su «aproximación histórica» a Jesús:
«Los que son declarados “benditos del Padre” no han actuado por motivos religiosos, sino por compasión. No es su religión ni la adhesión explícita a Jesús [por la fe] lo que los conduce al reino de Dios, sino su ayuda a los necesitados. El camino que conduce a Dios no pasa necesariamente por la religión, el culto o la confesión de fe, sino por la compasión hacia los “hermanos pequeños”» (193). Por eso Dios no excluye a nadie: «es el Padre de todos, sin discriminación ni exclusión alguna. No pertenece a un pueblo privilegiado. No es propiedad de una religión. Todos lo pueden invocar como Padre» (328).
Evidentemente, esta doctrina es puramente una «creación» ideológica de Pagola –y de tantos predecesores y compañeros suyos de camino teológico–. No sólo se opone frontalmente a la doctrina dogmática de la Iglesia, sino que carece de todo fundamento en las fuentes históricas documentales que hacen posible la aproximación histórica a Jesús.
Jesús llama a conversión y al perdón. Las fuentes históricas que tenemos sobre Jesús afirman ciertamente lo contrario. En los Evangelios y en todo el Nuevo Testamento se afirma una y otra vez que el nacido de María será llamado «Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21); se asegura que Él ha sido enviado para «llamar a conversión a los pecadores», haciendo posible esa conversión por su gracia. Y Él mismo advierte, con tanto amor como fuerza: «si no os convertís, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3). Ya expuse anteriormente (08 y 09) cómo en los Evangelios, en las parábolas y predicaciones de Jesús hay siempre una fuerte tensión soteriológica. Urge la conversión, advirtiendo a los que siguen el camino ancho del mundo y de la carne, que llevan camino de condenación, y que están conducidos por el Padre de la mentira, el Diablo.
El hijo pródigo vuelve a su casa arrepentido: «padre, pequé contra el cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo» (Lc 15,21). Jesús manda a la pecadora: «vete y no peques más» (Jn 8,11). Y la predicación de los Apóstoles, desde el principio, continúa la de Cristo. Así San Pedro en el día de Pentecostés: «convertíos y bautizaos todos en el nombre de Jesucristo, para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el Espíritu Santo» (Hch 2,38). A San Pablo le encomienda el mismo Jesús su misión apostólica en estos términos: «Yo te envío para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciben el perdón de los pecados y parte en la herencia de los consagrados» (Hch 26,18). Los mensajes que a fines del siglo I envía el Resucitado glorioso a las siete iglesias de Asia, por medio de su discípulo Juan (Apoc 2-3) son fortísimas llamadas a la conversión, que van siempre unidas a grandes ofrecimientos de gracia y salvación: «Considera de dónde has caído, y arrepiéntete… Yo les he dado tiempo para que se arrepintiesen, pero no quieren arrepentirse de su fornicación… Someteré a sus compañeros de adulterio a una prueba terrible, si no se arrepienten de sus obras, y a sus hijos los haré morir, y conocerán todas las iglesias que yo soy el que escudriña los corazones y que os daré a cada uno según sus obras… Estoy para vomitarte de mi boca… Mira, que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo».
La verdad histórica del Nuevo Testamento y la fe católica, en perfecta unidad, enseñan que Jesús da a los pecadores la gracia de la conversión y la gracia del perdón. Enseñan que si un pecador rechaza la gracia de la conversión, negándose al arrepentimiento y obstinándose deliberadamente en sus pecados, rechaza también la gracia del perdón gratuito de Dios. Ésta es la fe de la Iglesia católica, perfectamente fundamentada en los testimonios históricos documentales de la enseñanza de Cristo y de sus Apóstoles. Solo negando la historicidad de esos testimonios, puede Pagola atreverse a dar su doctrina sobre la relación de Cristo con los pecadores.
Los milagros. Jesús hizo durante su ministerio público formidables milagros para suscitar la fe en Él y por compasión a los hombres (Mc 6,556; Mt 14,35-36). Él mismo dice en varias ocasiones a los judíos que, viendo las obras que el Padre le da hacer, deben creer en Él (Jn 5,36). Y los Apóstoles predican a Jesús alegando sus milagros: «Jesús de Nazaret, varón acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis» (Hc 2,22; cf. 10,37-39). En realidad, los Evangelios se componen de palabras y de milagros de Cristo, que muchas veces, sobre todo en San Juan, se explican y autorizan mutuamente. Sin embargo, Pagola ignora prácticamente esos milagros que son centrales en la revelación del Enviado de Dios.
–Los grandes milagros obrados por Jesús sobre la naturaleza, multiplicar los panes, calmar la tempestad, resucitar muertos, dar la vista a un ciego de nacimiento, etc., son prácticamente ignorados por Pagola. No se molesta en referirlos, quizá pensando que ya el propio lector, habiendo asimilado su «aproximación histórica» a Jesús, se dará perfecta cuenta de que se trata de ficciones literarias postpascuales, que expresan una teología primitiva.
–Los milagros de Cristo fueron innumerables. Sus mismos enemigos lo reconocen: «¿qué hacemos con este hombre, que hace muchos milagros?» (Jn 11,47). Realizó, por supuesto, muchos más milagros que los referidos en los Evangelios (Jn 20,30). En el Evangelio de San Marcos, de 666 versículos, 209 (un 31 %) se refieren a milagros; y esta proporción aumenta (47%) si miramos solo sus diez primeros capítulos, antes de llegar al ciclo de la pasión. Sin embargo, cuando Pagola se aproxima históricamente a Jesús, elude todo lo que puede los milagros de Cristo. Descubre, por ejemplo, que «Jesús solo realizó un puñado de curaciones y exorcismos» (175), en los cuales, por cierto, él al parecer no cree, ya que
–los exorcismos de Cristo no expulsaban demonios de los hombres:
«…practicó exorcismos liberando de su mal a personas consideradas en aquella cultura como poseídas por espíritus malignos» (474). «En general, los exegetas tienden a ver en la “posesión diabólica” una enfermedad» (169), aunque los campesinos de Galilea no lo entendían así. «Probablemente es más acertado ver en el fenómeno de la posesión una compleja estrategia utilizada de manera enfermiza por personas oprimidas para defenderse de una situación insoportable» (170). Hay que entender los exorcismos, por lo que se ve, en el marco de la teología de la liberación. Por otra parte, Pagola no puede creer realmente en los exorcismos, pues para él Satán es sólamente «el símbolo del mal»… «la personificación de ese mundo hostil que trabaja contra Dios y contra el ser humano» (98).
–La sanación de los enfermos tampoco es descrita propiamente por Pagola como un «milagro»:
«Lo decisivo es el encuentro con el curador. La terapia que Jesús pone en marcha es su propia persona: su amor apasionado a la vida, su acogida entrañable a cada enfermo o enferma, su fuerza para regenerar a la persona desde sus raíces, su capacidad para contagiar su fe en la bondad de Dios. Su poder para despertar energías desconocidas en el ser humano creaba las condiciones que hacían posible la recuperación de la salud» (165).
Ya me dirán ustedes cómo esa terapia del Jesús de Pagola puede dar la vista a un ciego de nacimiento, cómo es capaz de sanar a distancia a un moribundo, o de resucitar a Lázaro, un muerto de cuatro días, que ya olía mal. Hay que reconocer que, si se cree, aunque sólo sea un poquito, en la historicidad de los Evangelios, no hay modo de eliminar la diferencia absoluta que en ellos se manifiesta entre sanaciones de enfermedades y exorcismos de posesos: son acciones de Jesús patentamente diversas. Y de hecho Él, durante su ministerio público, envía a los apóstoles a predicar la conversión, a sanar enfermos y a expulsar demonios (Mc 6,12-13; Mt 10,1). Pero todas estas dificultades, obviamente, se superan sin problema alguno negando la historicidad de los textos evangélicos aludidos.