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8. José Román Flecha –y II. Teología moral

–Perdone, pero a mí esas esas enseñanzas morales me quedan muy oscuras.

–Es normal. Aparte de que usted tiene pocas luces, de suyo son exposiciones muy obscuras.

Confusiones y contradicciones. Hay en esta obra una cierta ambigüedad congénita. La posición subjetivista del profesor Flecha, aunque él se esfuerza en no declararla abiertamente e incluso en combatirla, se capta inevitablemente en sus exposiciones confusas y desconcertantes. No es fácil, por ejemplo, entender cómo pueda conciliarse lo que el autor enseña sobre la autonomía de la conciencia y lo que la Iglesia enseña sobre los «actos intrínsecamente malos», doctrina que él mismo se ve obligado a recordar en otro lugar (198-200).

Tampoco podríamos asegurar qué es lo que realmente enseña sobre «la especificidad de la ética cristiana» (135-138), es decir, cómo entiende «la relación entre la ética cristiana y las éticas seculares» (145). Pues, por una parte, dice que «afirmar que el cristianismo no aporta un contenido moral categorial distinto del que ellas ofrecen –o pueden ofrecer–… es afirmar la sana autonomía de lo creado y la posibilidad de la razón natural para acceder a la bondad» (145).

Esas palabras, si no las entendemos mal, hacen pensar que, a juicio de Flecha, «el cristianismo no aporta un contenido categorial distinto» al que las éticas naturales ofrecen o pueden ofrecer. Pero según eso, se pone en duda la novedad del Evangelio, por el que se revelan mensajes morales que en modo alguno el hombre adámico podría conocer por sí solo. Se devalúa así la luminosidad de la fe, que se alza muy por encima de las luces de la razón, y que por eso mismo es una «obediencia» intelectual. El Evangelio (la fe sobrenatural) va mucho más allá del Decálogo (la razón natural). Y «el justo vive de la fe» (Rm 1,17).

Por eso Flecha se ve obligado a reconocer también que el cristianismo sí aporta nuevas revelaciones sobre la verdad moral: «Junto a la identidad categorial y la diversidad transcendental, es necesario subrayar la novedad de la confessio christologica […En efecto] Jesús, el Cristo, Palabra e icono de Dios, es también revelación e imagen, histórica pero definitiva, del verdadero esse y del auténtico operari del hombre» (136). ¿En qué quedamos?…

Una Moral escasamente cristiana. La Teología moral fundamental que propone Flecha es una ética poco cristiana. No es una moral claramente fundamentada en la fe. Pero el fundamento de toda Moral cristiana es precisamente la fe: «el justo vive de la fe» (Rm 1,17; cf. Hab 2,4; Gál 3,11; Heb 10,35)… ¿Será, quizá, que Flecha no pretende propiamente en su obra una Teología moral fundamental, sino sólo una Filosofía moral fundamental, una Ética? A veces parece que por ahí va su pensamiento. Pero no es éste el título de su libro, ni lo que se espera en una serie de manuales de teología católica.

El capítulo tercero, Orientaciones bíblicas para la Teología Moral, es relativamente breve (75-114) y, sobre todo, queda aislado dentro del conjunto de su obra (360 pgs.), sin que la Revelación bíblica influya en ella de manera determinante. El contraste de esta obra con otras, por ejemplo, la grandiosa del P. Ceslas Spicq, O. P., Teología moral del Nuevo Testamento, es muy notable. La vida moral cristiana ha de ser considerada siempre en sus coordenadas más importantes: la participación en el misterio pascual de Cristo, en su cruz y en su resurrección, la filiación divina regeneradora, la oración de súplica, la expiación por el pecado, la necesidad absoluta de la gracia, la imitación filial de Dios, la configuración a Jesucristo, la vida litúrgica y sacramental, etc. Por el contrario, en la obra del doctor Flecha, aunque estos temas sean aludidos al paso en algún momento, no logran, ni siquiera intentan fundamentar de ningún modo una Teología Moral realmente cristiana.
Religión y ética. Según parece, Flecha presenta la relación entre la Religión y la Ética como algo de suyo problemático. Si dice que en ocasiones «la Religión invade el campo de la Ética», también afirma que «es la Ética la que parece sustituir a la confesión religiosa» (125). Una vez más, después de haber presentado un problema, éste en concreto, no alcanza en su obra a resolverlo adecuadamente, armonizando Religión y Ética (125-128). Ni lo intenta.

Una Teología moral no fundamentada. Son tantas, en fin, las dificultades que halla Flecha para fundamentar teológicamente la Moral en la naturaleza y en la Palabra revelada, es decir, en la razón y en la fe, que finalmente no consigue superarlas. Ya me dirán ustedes si una obra así puede servir de manual de teología moral fundamental para seminaristas, religiosos y laicos estudiosos. El segundo volumen de esta obra, derivado de esta moral fundamental, llevará en la consideración de la moral personal las mismas graves deficiencias del volumen primero. No podría ser de otro modo. El propio autor advierte que «ambos tratados se relacionan e implican tanto en la metodología como en los contenidos» (p. XVII).

El manual Moral de la persona, del profesor Flecha –ya di su referencia al principio de (54)–, después de una Introducción de veintinueve páginas sobre la persona, dedica todo el resto de la obra a temas morales de la sexualidad. El libro, pues, debería titularse Moral de la sexualidad. No se entiende por qué causa el autor, siendo tan variadas e importantes las dimensiones morales de la persona, circunscribe su estudio al tema de la sexualidad.

Por otra parte, y esta deficiencia es aún más grave, la doctrina del profesor Flecha sobre la moral cristiana de la sexualidad se desvía con frecuencia en temas importantes de la enseñanza de la Iglesia. Nada tiene de extraño, dada su previa Teología moral fundamental. Ahora bien, para que ese desvío sea poco escandaloso, el procedimiento que sigue el autor suele ser siempre el mismo. Primero expone y afirma la doctrina de la Iglesia. Y en seguida admite excepciones, males menores, gradualidades, conflictos de valores, exigencias personales de la conciencia y otros principios de evaluación moral que, en la práctica, vienen a anular lo que en teoría enseña la Iglesia católica.

La masturbación se opone, ciertamente, a la verdad del sexo (197-198); la cosa es clara. Pero –ya estamos con la rebaja– «sin embargo, en esa frustración de la evolución armónica de la personalidad puede existir un proceso de gradualidad, como en todos los ámbitos de la responsabilidad moral. En éste, como en tantos otros problemas, no se puede hacer una valoración abstracta de la masturbación» (198).

¿Qué querrá decir el autor con la última frase? Por supuesto que sobre la masturbación, o sobre cualquier otro tema de moral –el robo, el adulterio, el homicidio, la mentira, la injusticia–, se pueden, se deben establecer y se establecen valoraciones abstractas, normas morales objetivas y estables, que, por supuesto también, habrán de ser aplicadas al caso concreto del modo que la moral católica enseña. ¿Pero por qué el autor hace esa consideración al iniciar el estudio moral de la masturbación? No parece un juicio temerario estimar, o sospechar al menos, que el autor no ve tanto la masturbación como un pecado, sino como un retraso en la maduración psicológica de la persona. Y una perspectiva semejante parece prevalecer en él cuando trata de otros desórdenes morales de la sexualidad.

La homosexualidad. ¿Qué enseña el profesor Flecha de la homosexualidad? Enseña que no es justificable el comportamiento homosexual (216-218). Ya con eso queda clara la doctrina. Pero… pero también aquí hay que decir que «la persona ha de tender al ideal moral»; y eso exige un proceso gradual. «A la persona que se ve implicada en una actividad homosexual habrá que recordarle, por ejemplo, que en su condición, la fidelidad a una pareja estable implica un mal menor que la relación promiscua, indiscriminada y ajena a todo compromiso afectivo. Será preciso subrayar, también aquí, las posibilidades y exigencias de la ley de la gradualidad» (218).

Las relaciones prematrimoniales son consideradas reprobables por el autor. Pero ya al iniciar su «juicio ético» se apresura a advertir –en el primer párrafo, concretamente– que ha de distinguirse «la moralidad objetiva de las mismas y la eventual responsabilidad y culpabilidad de las personas implicadas» (236). Las circunstancias y las actitudes de las personas implicadas pueden ser en esto muy diversas y exigen, por tanto, «una diferente evaluación moral» (239).

«En éste, como en muchos otros casos, podría ser aplicable la “ley de la gradualidad” (cf. Familiaris consortio 34), que no es reducible a una “gradualidad de la ley”»… Por tanto, «será necesario subrayar que la madurez de la pareja se alcanza de forma progresiva y gradual» (239). Por otra parte, la culpabilidad aumenta si en esas uniones no hay amor real. «Por el contrario, puede haber personas que vivan una experiencia de amor único, definitivo que no puede ser formalizado públicamente. Esas situaciones-límite habrán de ser tratadas con la metodología tradicional de la Teología Moral Fundamental […] escapan a la normalidad de las situaciones» (240).

Nos interesaría mucho conocer, respecto a las relaciones prematrimoniales arraigadas en un amor estable, cuáles son esas normas de «la metodología tradicional», según las cuales, dice el autor, «habrán de ser tratadas esas situaciones-límite». En su Moral fundamental no las expone, y no sabemos bien a cuáles se refiere. ¿Qué deberá hacerse, entonces?… Por otra parte, aunque afirma que se trata de «situaciones-límite», que «escapan a la normalidad de las situaciones», en realidad hoy se dan con una frecuencia tan grande, que prácticamente son situaciones normales, en el sentido estadístico de la palabra.

La anticoncepción. Las frecuentes alusiones del autor en esta cuestión tan grave al conflicto de valores (250), al mal mayor o menor (260), a la distinción entre lo natural y lo antinatural (261), a la diferencia entre métodos naturales y artificiales (261-262), al principio de totalidad (263), nos sitúan una vez más en la posición de los moralistas que en los últimos decenios no se deciden a aceptar la doctrina de la Iglesia católica sobre el tema. «El juicio sobre las actitudes ha de preceder al juicio sobre los medios» (262). Ahí queda esa norma.

La ley de la gradualidad en cuestiones morales. A un cristiano rico y gravemente injusto le exhortamos a que se convierta al Evangelio, y que realice los cambios pertinentes en su vida y en sus negocios cuanto antes pueda. Así fue como Zaqueo cambió su vida rápidamente, en cuanto entró en la amistad de Cristo (Lc 19,1-10). De la cárcel de una situación objetivamente pecaminosa hay que salir cuanto antes, para no seguir ofendiendo a Dios, y por el bien propio y el ajeno.

Sería un grave error pensar que las conversiones bruscas son imposibles o insanas para una naturaleza habituada a un cierto vicio. Sería un error muy dañoso dar por supuesto que el paso del vicio a la virtud implica necesariamente un proceso gradual de desarrollo personal, que exige tiempo. Con la gracia de Dios, la súbita conversión de Zaqueo no es propiamente un milagro: está en la naturaleza humana la posibilidad de cambios rápidos. Y conocemos por experiencia que muchos conversos, por obra del Espíritu Santo, han dado a su vida un giro muy notable en un tiempo relativamente corto.

Lo muestro con un ejemplo tomado de la misma vida natural: un hombre adicto al tabaco, que durante años ha luchado contra su vicio sin vencerlo, viendo la muerte de un hermano suyo, muerto a causa del tabaquismo, deja de fumar para siempre, con la fuerza de una motivación potente y nueva. Este paso de la adicción cautiva a la libertad personal, en decisión intensa realizada en un momento, no exige propiamente un milagro, sino una motivación suficiente. A fortiori, con la ayuda sobrenatural de la gracia, pueden y deben realizarse prontamente las conversiones. Es cierto que algunos vicios, sobre todo los que han creado profundos hábitos psicosomáticos, con relativa frecuencia solo serán superados tras no pocas recaídas, que a veces, cuando el converso está luchando con todas sus fuerzas –oración, sacramentos, alejamiento de las ocasiones próximas, etc– serán quizá más compulsivas que libremente queridas. La madre Iglesia entonces, manifestando la bondad de Dios misericordioso, sabrá perdonar setenta veces siete, y animará sin cansarse al pecador para que, con la ayuda de la gracia, siga adelante hacia la perfecta libertad de Cristo, hasta la victoria plena sobre el pecado. Pero, por el contrario, la insistencia de algunos moralistas católicos en ciertas gradualidades en la lucha contra el pecado no acaba de ser conforme con la verdad.

La gradualidad de unos indios caníbales. Me viene aquí a la memoria un caso que narraba Alejandro Humboldt (+1835), transcribiendo el informe de unos misioneros:

«Dicen nuestros Indios del río Caura [afluente del Orinoco, en Venezuela] cuando se confiesan que ya entienden que es pecado comer carne humana; pero piden que se les permita desacostumbrarse poco a poco. Quieren comer la carne humana una vez al mes, después cada tres meses, hasta que sin sentirlo pierdan la costumbre» (Essai politique sur le royaume de la Nouvelle Espagne, 1811; cit. por Salvador Madariaga, El auge y el ocaso del Imperio español en América, Espasa-Calpe, Madrid 1986, 3ª ed., 385). Los frailes misioneros no accedieron a la petición.

Conclusión. Los errores de la obra del profesor Flecha, aunque tienen habitualmente una expresión muy cautelosa, quedan suficientemente expresados. Cualquier lector, medianamente avisado, sabe a qué atenerse. Su Teología Moral Fundamental es inaceptable. Menos aún es admisible en una serie de Manuales de Teología católica. Y lo mismo ha de decirse de la Moral de la persona.