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–¿Y ha habido por parte de la Autoridad apostólica alguna reprobación de este libro?
–Que yo sepa, no. Eso es lo más grave.
Sacrificios humanos espantosos y diabólicos. –Espantosos. El capitán Andrés Tapia, visitando con un compañero el interior del teocali de Tenochtitlán, se espanta al ver innumerables palos, cada uno con calaveras ensartadas por las sienes. Contando las hileras de palos y multiplicando, calcularon «haber 136.000 cabezas»: un mundo de calaveras innumerable y aterrador (Relación… sobre la conquista de México). El museo de Camboya después de Pol Pot. –Diabólicos. Ya recordé la enseñanza de Cristo: el diablo, padre de la mentira, ataca al hombre principalmente con el arma sutil del engaño; y es homicida desde el principio (Jn 8,43-44). Es ésta la verdad que iluminó la interpretación que dieron los misioneros a los espantosos homicidios rituales que conocieron en el mundo azteca. Así, por ejemplo, el bendito fraile, misionero y antropólogo, padre Bernardino de Sahagún, tras escuchar a tantos informantes indios durante medio siglo, comenta espantado:
«No creo que haya corazón tan duro que oyendo una crueldad tan inhumana, y más que bestial y endiablada, como la que arriba queda puesta, no se enternezca y mueva a lágrimas y horror y espanto; y ciertamente es cosa lamentable y horrible ver que nuestra humana naturaleza haya venido a tanta bajeza y oprobio que los padres, por sugestión del demonio, maten y coman a sus hijos, sin pensar que en ello hacían ofensa alguna, mas antes con pensar que en ello hacían gran servicio a sus dioses. La culpa de esta tan cruel ceguedad, que en estos desdichados niños se ejecutaba, no se debe tanto imputar a la crueldad de los padres, los cuales derramaban muchas lágrimas y con gran dolor de sus corazones la ejercitaban, cuanto al crudelísimo odio de nuestro enemigo antiquísimo Satanás, el cual con malignísima astucia los persuadió a tan infernal hazaña. ¡Oh Señor Dios, haced justicia de este cruel enemigo, que tanto mal nos hace y nos desea hacer! ¡Quitadle, Señor, todo el poder de empecer!» (Historia general de las cosas de la Nueva España, lib.II, cp.20).
Dios no se complace en los innumerables sacrificios humanos rituales, seguidos de canibalismo también ritual. Por lo demás, casi todas las religiones primitivas han practicado estos mismos ritos antes de recibir la luz de Cristo, mientras «permanecían sentados en las tinieblas y sombras de muerte» (Lc 1,79), y pensaban agradar a sus dioses realizando esos horrores. Pero los tres autores de la obra que comento se niegan a ver en los sacrificios humanos aztecas «un culto diabólico incompatible con la rectitud moral». Más bien los consideran «expresiones, todo lo erradas que se quiera, pero coherentes y válidas en su buena fe, de su incondicional entrega a Dios». Y así «admiran el excelso concepto que motivaba los sacrificios humanos», que estaban inspirados en una «nobilísima religiosidad mística». Más aún, estiman que «Dios veía con paternal complacencia esa entrega en total buena fe». Pero no; no es ésa la verdad. Esa dicotomía entre bondad y verdad es incompatible con la doctrina católica.
La buena intención no hace bueno y admirable lo que es malo y horrible. El principio que nuestros tres autores consideran obvio, «no puede pecar quien actúa de buena fe», es sumamente ambiguo, y exige siempre no pocas precisiones. Difícilmente admitimos, por ejemplo, que los nazis «obraban en total buena fe» cuando pretendían ennoblecer la humanidad purificándola de las razas inferiores –judíos, gitanos, etc.–, para afirmar así la absoluta primacía de la raza aria. La doctrina católica siempre ha reconocido el eximente de «la ignorancia inculpable», pero nunca ha visto en los grandes crímenes obras meritorias, gratas a Dios, que Él ve con complacencia. Y la doctrina de la ignorancia invencible no nos exime, por supuesto, del empeño para librar del error a los equivocados, y para evitar los crímenes que en ese error cometen: purificar la humanidad mediante genocidios, acudir al aborto «por caridad», para no disgustar al cónyuge o para no perjudicar a los hijos ya nacidos, etc. Evangelizar es eso precisamente, llevar la luz de la verdad a los hombres y pueblos que están en tinieblas.
Dios es la verdad, y «santifica en la verdad» (Jn 17,17). Por el contrario, el Diablo es «el padre de la mentira, y es homicida desde el principio» (cf. Jn 8,44-45). Verdad y vida, mentira y muerte, son binomios inseparables. No es éste el lugar para analizar largamente el tema. Juan Pablo II,en la encíclica Veritatis splendor, afirma con singular claridad el vínculo profundo que ha de unir siempre «conciencia y verdad» (cp. II,II).
Los aztecas, como todos los hombres, estaban marcados por el pecado original, que les inclinaba a muchos errores y crímenes. Todos los pueblos han estado firmemente adheridos a las creencias de su cultura religiosa, en la que tantas veces se prescribían enormes aberraciones: sacrificios humanos, prostitución sagrada, poligamia, abortos por eugenesia, etc. Y cuando dice San Pablo que «todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios» (Rm 3,23), no se refiere solo a los romanos, griegos y judíos, que tiene ante sí; está hablando del género humano en general. Sin conocerlos, está hablando de los celtas, de los hindúes, mongoles y japoneses y, evidentemente, de los mexicanos. «Todos habían pecado» (5,12).
«Vosotros [todos] estabais muertos por vuestros delitos y pecados», sujetos al demonio, a la carne y al mundo; «pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dió vida por Cristo: por gracia habéis sido salvados» (Ef 2,1-5). El Apóstol habla del pecado original, de sus terribles efectos, habla de la naturaleza humana caída, que en el pecado del mundo vive, crece y forma su cultura. Y como enseña Trento, el pecado original hace perder al hombre la primera santidad y justicia en que fue creado, lo pone en enemistad con Dios, y lo sujeta «bajo el poder de aquel “que tiene el imperio de la muerte, es decir, del diablo” (Heb 2,14)», de tal modo que toda la persona, en cuerpo y alma, queda mudada en peor (Sesión 5ª,1).
También los mexicanos tenían el pecado original y, como todos los hombres, sufrían personal y colectivamente, también en su vida religiosa, sus consecuencias terribles. Y estaban absolutamente necesitados de una salvación por gracia divina. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, «la Escritura y la Tradición de la Iglesia no cesan de recordar la presencia y la universalidad del pecado en la historia del hombre» (401; cf. 396-409).
Por tanto, los misioneros de México entendían la misión evangelizadora del mismo modo que Cristo y Pablo, como Martín de Tours, Bonifacio o Javier. La entendían a la luz de las enseñanzas del mismo Señor nuestro Jesucristo, que cuando envía a Pablo en misión le dice: «Yo te envío para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los pecados y parte en la herencia de los consagrados» (Hch 26,18). Por eso, cuando los misioneros veían a los aztecas «en continuas guerras», multiplicando incesantemente los sacrificios humanos, viviendo en uniones poligámicas, porque las mujeres era muchas más que los hombres, etc., atribuían al influjo del Diablo aquellas enormes miserias. Según la enseñanza de Cristo, el árbol de la religiosidad azteca debe ser juzgado por sus frutos.
Podrá alegarse que también la religiosidad azteca producía frutos de gran calidad moral. Y eso lo aceptamos sin vacilar un instante. Romanos 8, 28. Como lo aceptamos del hinduísmo, del budismo, etc. Pero considerando en sí misma la religiosidad azteca tenemos que atenernos al antiguo principio: «bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu». Una tarta de postre, por ejemplo, puede estar hecha con harina, huevos, azúcar, etc. de excelente calidad; pero si contiene también una cierta cantidad de arsénico, nos vemos obligados a declarar –sin pecar por eso de pesimistas– que ése es un alimento venenoso, malo, pésimo, y que debe ser retirado inmediatamente.
Ni la Virgen de Guadalupe ni San Juan Diego pensaron que «no existía oposición ninguna entre su religión ancestral y su fe cristiana». Ésa es una enorme falsedad. El mensaje divino del Tepeyac de ningún modo expresa una «plena aceptación del heroico pasado» religioso de los mexicanos. Nadie debe pensar de aquellos indios –como no debe pensarlo de los celtas, hindúes, budistas, sintoistas, cínicos, estoicos, etc.– que «tales héroes del pensamiento y cumplimiento religioso se salvaron todos». Nadie debe ver la evangelización de los mexicanos como si a través de ella Dios «reconoce y magnifica su fidelidad heroica, premiándola» con la gracia de Cristo. «El hombre [también el azteca] no se justifica por las obras de la Ley, sino por la fe en Jesucristo» (Gál 2,16). Todo hombre que llega a la salvación, también el azteca, se salva «por una elección graciosa. Pero si es por gracia, ya no es por las obras, que entonces la gracia ya no sería gracia» (Rm 11,5-6).
Nunca el Evangelio de la gracia se ha dado a un pueblo para «premiar» la fidelidad que ha guardado a sus leyes religiosas ancestrales. Por el contrario, todos los pueblos que han recibido la gratuita salvación de Cristo, Sol de justicia, también el pueblo judío, el pueblo elegido, y también el pueblo mexicano, todos estaban absolutamente necesitados de una salvación por gracia, por gracia gratuita, no merecida por las obras.
Aunque ignoramos por completo el lenguaje de los códices pictográficos aztecas, estamos ciertos de que la Virgen María de ningún modo le dice a Juan Diego que «su antigua religión había sido buena, que había nacido de Dios, y que los había elevado a merecer su amor y su premio, que era lo que ahora precisamente recibían, por mérito de ellos y de sus antepasados, por su fidelidad absoluta». Nada de eso dijo la santísima Virgen, y no lo dijo porque es mentira, y la Virgen no miente. Son afirmaciones inconciliables con la fe. Y nos negamos en absoluto a ver en la imagen sagrada de Guadalupe «a los principales dioses mexicanos como padrinos de la Madre de Ometéotl».
La evangelización produce siempre efectos devastadores contra el Diablo, neutralizando su imperio sobre hombres, pueblos y culturas. Así lo entiende Jesucristo, como se ve en tantos lugares del Evangelio, por ejemplo, cuando recibe a los 72 discípulos que había enviado a predicar. Ellos volvían felices, «diciendo: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. El les dijo: “yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño”» (Lc 10,17-19).
Según refieren peyorativamente los autores de la obra que comentamos, los primeros misioneros franciscanos, «desde su contexto español», estaban empeñados en «impedir que ninguna idolatría entrara en el corazón de sus hijos espirituales; y [sentían] el deber de salvarlos y liberarlos de las garras de las idolatrías ancestrales, que para ellos todos venían del maligno» (263). Y efectivamente, esa misma visión es la que se afirma en el I y el II Concilio Provincial Mexicano (1555 y 1565), y también en el III (1585), de los que, al parecer, se distancian notablemente nuestros doctos autores.
Los padres de este III Concilio insisten en que «se ha de evitar con suma diligencia que no quede en ellos [en los indios] impreso vestigio alguno de su antigua impiedad, del cual tomen ocasión, y engañados por la astucia diabólica, vuelvan otra vez como perros al vómito de la idolatría». Por eso los Obispos disponen que «sean destruidos sus ídolos y templos… no sea que el enemigo del género humano, que siempre busca modo de dañar, encuentre algunas imágenes de la antigua impiedad, con las cuales tienda de nuevo el lazo a los recién convertidos del gentilismo» (349).
A propósito de destrucciones. Recordaré, para terminar, una frase de los tres autores. En ella contraponen el modo arrasador que los españoles tenían de vencer, y el modo tan distinto de los mexicanos: «los antiguos jamás destruían a los vencidos»; en cambio los españoles los sometían, «destruyéndoles hasta su historia» (153). Pero esto es falso. En realidad los aztecas «destruían a los vencidos»: concretamente, los reducían a esclavitud, los aplastaban con impuestos, los sacrificaban a sus dioses, los desollaban, se los comían, se revestían de sus cueros, y como los demás pueblos de la zona, recubrían las pirámides cultuales de los pueblos vencidos con otras sobrepuestas, destruyendo así todos los signos pictográficos de su religión. Cualquier turista, por un módico precio, puede hoy comprobar esta costumbre visitando, por ejemplo, cierta gran pirámide de Cholula, compuesta de siete pirámides superpuestas.
La peligrosidad del nacionalismo exacerbado es muy grande. En lo político lleva fácilmente a la guerra. Y en lo religioso, a la apostasía. Los Papas lo han advertido ya muchas veces. El nacionalismo extremo lleva a la apostasía, y la apostasía lleva al nacionalismo extremo. Son dos causas que se causan y potencian mutuamente. Y es que toda exaltación de la propia historia, del indigenismo autóctono, de la propia raza, de la propia religión pre-cristiana ancestral, de la misma condición humana en general, apesta a pelagianismo, y por el camino de la soberbia conduce a la pérdida del Evangelio.
«Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza. Bendito el hombre que confía en el Señor, y en Él pone su confianza» (Jer 17,5).