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–Cristo no quiere lo que usted pretende: separar la cizaña del trigo ya ahora.
–Cristo quiere que los Pastores impidan a los lobos hacer estragos en su rebaño.
Los confesores de la fe combaten los errores de su tiempo, como lo comprobamos en un artículo reciente (43). Hay, en cambio, Teólogos católicos, ortodoxos, pero no combatientes de las herejías contemporáneas (42), pues no consideran hoy académicamente correcto ese combate. Pues bien, es preciso que tengamos aquí también en cuenta otra deficiencia muy grave:
La Autoridad apostólica reprueba a veces tardíamente las doctrinas falsas. Los efectos nocivos de esta tardanza entre los católicos –sacerdotes, profesores de teología, religiosos, laicos– son muy graves. Ha sido así posible que durante decenios, impunemente, se hayan «esparcido a manos llenas ideas contrarias a la verdad revelada», y que «se hayan propalado verdaderas y propias herejías en el campo dogmático y moral, creando dudas, confusiones, rebeliones» (Juan Pablo II, 6-II-1981).
¿Por qué esas reprobaciones tan tardías? ¿Cómo es posible que durante tantos años hayan podido difundirse en la Iglesia Católica obras tan perniciosas, tan contrarias al Magisterio apostólico, sin que se haya detenido a tiempo su difusión? ¿Cómo podrá ahora remediarse el daño tan grande y extenso que esas obras han causado? ¿No conocían quienes vigilan el agua que beben los fieles que aquellas fuentes estaban infectadas y que iban a causar muchas y graves enfermedades? Es impensable, tratándose de personas atentas y eruditas. ¿Por qué entonces diferían su reprobación diez, veinte o treinta años? ¿Qué ventaja puede haber en retrasar tanto la reprobación de doctrinas erróneas, cuando se sabe que están teniendo gran difusión? Según eso, ¿habremos de temer que los errores hoy más dañinos sólo serán públicamente reprobados en la Iglesia dentro de bastantes años?
En esta cuestión conviene distinguir entre la condena de una obra y la reprobación de su autor. Son dos cuestiones muy diversas, que lamentablemente hoy suelen ir unidas.
La proscripción de una obra debe ser lo más rápida posible. Cuando se publican obras contrarias a la fe católica deben ser retiradas o proscritas en cuanto la Autoridad pastoral, con los asesoramientos debidos, entiende con certeza moral su condición nociva para el pueblo. De modo semejante, los responsables de la Sanidad pública retiran de las farmacias inmediatamente una medicina –como la talidomida– en cuanto comprueban que está produciendo efectos secundarios muy dañinos. Y lo hacen antes, por supuesto, de que se inicien y terminen los posibles procedimientos judiciales que la fabricación de esa mala medicina haya podido suscitar.
El documento Teología y secularización. A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II, publicado por la Conferencia Episcopal Española, es uno de los más excelentes documentos episcopales posteriores al Concilio. Sólamente, con perdón, puede señalarse en él una deficiencia: que fue publicado el 30 de marzo de 2006, cuando los autores reprobados en el texto –citados nominalmente en una primera redacción, y suprimidos sus nombres en la redacción definitiva– llevaban varios decenios difundiendo sus errores en las principales cátedras teológicas y editoriales religiosas de España. Se trata, pues, de unas reprobaciones sumamente tardías. Ya para esas fechas se había difundido una epidemia espiritual que afecta a innumerables pastores y fieles, y que normalmente llevará muchos años sanar.
Los Obispos deben asumir individualmente esa responsabilidad de vigilancia, sin remitir habitualmente el problema a instancias más altas, como la Comisión episcopal de la Doctrina de la Fe, aunque ésta, por supuesto, habrá de cumplir su misión propia. El Obispo, vigilante, tiene misión pastoral para proteger eficazmente al pueblo que le ha sido confiado de todos los errores que en fe y costumbres pueden extraviarlo. Y esta solicitud pastoral, como enseña la tradición, ha de ejercitarla en la predicación, en cartas pastorales, en normas para las Librerías religiosas de la diócesis, en Sínodos periódicos diocesanos, y por otros medios, sobre todo cuando prevé que más altas instancias de la Iglesia –Comisión Episcopal de la Doctrina de la Fe, Congregación romana de la Fe– van a demorar bastante tiempo en pronunciarse.
Cuando la obra, p. ej., de José Antonio Pagola, Jesús. Una aproximación histórica, se difundió muy aceleradamente en ocho ediciones sucesivas desde septiembre de 2007 a los primeros meses de 2008, un Obispo, ya en las Navidades de 2007, publicó para sus diocesanos una nota en la que advertía El libro de Pagola hará daño. Esta acción pastoral se inscribe en la mejor tradición de los Obispos católicos más celosos del bien de su pueblo.
Cuando en 1863 publica Renan su obra La vida de Jesús, en ese mismo año el Obispo de Poitiers, Mons. Pie, condena la obra con ocasión de un Sínodo diocesano (Oratio sinodalis, qua condemnatur liber cui titulos: Vita Iesu, auctore Ernest Renan, etc., IX Sínodo diocesano, 1863). El Obispo de Pasto, San Ezequiel Moreno, sin esperar a declaraciones colectivas del Episcopado colombiano, escribía notas y cartas para alertar a sus diocesanos frente a ciertas obras y periódicos que, con sus errores y mentiras, podían hacer mucho daño al pueblo católico (Cartas pastorales, Circulares y otros escritos, Madrid 1908).
La reprobación de un autor católico, llegado el caso, requiere evidentemente unos procedimientos mucho más lentos, que den al autor oportunidad de defender su obra, que eviten toda precipitación en el juicio de las doctrinas, que salvaguarden en todo lo posible el honor personal y la paz de la comunidad cristiana. Pero un excesivo «garantismo» en favor del teólogo no debe ser tal que venga en grave perjuicio para el pueblo creyente. El protocolo de procedimiento para juzgar la obra de un teólogo debe sujetarse, como siempre lo ha hecho el mejor derecho, por ejemplo, tanto el romano como el canónico, al principio salus populi lex suprema.
Parece claro que el autor católico que, habiendo difundido doctrinas contrarias a la fe católica, ha causado graves daños en el pueblo cristiano debe recibir el castigo que merece (cf. canon 1371), o al menos ha de ver de algún modo limitadas sus funciones de pública docencia en cátedras, publicaciones, conferencias. Vemos hoy, sin embargo, que en ocasiones una Notificación reprobatoria de la más alta autoridad apostólica, finalmente, deja en la práctica impune al autor reprobado, que, sin haberse retractado de sus errores, sigue más o menos su vida docente como antes. Esa práctica ocasiona con frecuencia confusión, escándalo y graves daños.
Parece también conveniente, y acorde con la tradición, que al menos en algunos casos el maestro de un error se retracte públicamente, firmando un elenco de aquellas verdades de la fe católica que había negado en su enseñanza y escritos. Un teólogo sacerdote, por ejemplo, que ha negado en sus escritos el carácter sacrificial de la Eucaristía y la realidad de la transubstanciación ¿puede seguir enseñando y puede continuar celebrando la Misa sin haberse retractado primero públicamente de sus anteriores herejías? El Denzinger recoge un buen número de retractationes que a lo largo de su historia la Iglesia ha exigido firmar a ciertos herejes antes de reintegrarlos a la comunión de la fe católica.
Hay, en fin, reprobaciones de errores tan tardías… que todavía no se producen. Pongo un ejemplo. En no pocas diócesis, en la mayor parte de los funerales el sacerdote proclama acerca del difunto que «nuestro hermano goza ya de Dios en el cielo». Con lo cual afirma dos herejías –dos al menos–: que no hay posibilidad soteriológica de salvación/condenación, ya que la salvación es automática y segura para todos los difuntos; y segunda, que no existe el purgatorio, pues los que mueren, gracias a la bondad infinita de Dios, van directamente al cielo. Más aún; algunos sacerdotes hay que incluso se animan a afirmar: «nuestro hermano ya ha resucitado». Muerte y resurrección simultáneas, y salvación asegurada. No se puede pedir más. Es decir, no se puede pedir más herejías en tan pocas palabras.
Este error tiene terribles consecuencias, entre otras: no habrá conversiones, ni vocaciones, ni vida cristiana recta, etc. Pues bien, si este error es gravísimo ¿cuándo será públicamente reprobado por la Autoridad apostólica, amenazando si es preciso a los sacerdotes que persistan en la herejía con la suspensio a divinis? ¿Cuándo se recuperará en tan grave tema la verdad católica, en diez, en veinte años? No antes, ciertamente, de que ese error sea condenado por la Autoridad apostólica con claridad y fuerza contundente.
La tardanza nociva en la reprobación de los errores procede entre otras causas de la dictadura del relativismo –denunciada por Benedicto XVI con tanta fuerza–, del horror a la cruz, del influjo protestante y liberal, de la indecible devaluación de la verdad, y concretamente de la verdad revelada, de la supresión de la soteriología… Este último tema es de especial importancia. Cuando los cristianos, y especialmente los Pastores sagrados y los predicadores, no acaban de creer que los hombres en la vida temporal se juegan una vida eterna de felicidad o de condenación, no se toman entonces muy en serio la obligación de combatir los errores, que es una función tan penosa y peligrosa. Dejan que corran, y miran a otro lado. No quieren dar una visión «negativa» de sí mismos o del cristianismo; prefieren afirmar la verdad –en el mejor de los casos– solo en forma «positiva», pero dejando impunes las herejías y los herejes, y renunciando así a las guerras teológicas, que consideran propias de tiempos ya «superados».
Reforma o apostasía.