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–Es usted implacable.
–Si un cristiano no defiende la fe católica con todas sus fuerzas, pudiendo hacerlo, es que no tiene vergüenza.
La disidencia teológica posterior al Vaticano II se inaugura sobre todo después de la Humanæ vitæ (1968). No voy a describir aquí la crisis de la Humanæ vitæ, ni tampoco quiero recordar la posición lamentable que mantuvieron entonces algunas Conferencias episcopales. Solo traeré como ejemplo un caso, el de Washington, especialmente significativo. George Weigel, famoso por su biografía de Juan Pablo II, cuenta detalladamente cómo se vivió la crisis en esa archidiócesis de Estatos Unidos, y concretamente en su Catholic University of America, donde, ya antes de publicarse la encíclica, se había centrado la impugnación habitual del Magisterio (El coraje de ser católico, Planeta, Barcelona 2003,73-77).
«Tras varios avisos, el arzobispo local, el cardenal Patrick O’Boyle, sancionó a diecinueve sacerdotes. Las penas impuestas por el cardenal O’Boyle variaron de sacerdote a sacerdote, pero incluían la suspensión del ministerio en varios casos». Los sacerdotes apelaron a Roma, y la Congregación del Clero, en abril de 1971, recomendó «urgentemente» al arzobispo de Washington que levantara las aludidas sanciones, sin exigir de los sancionados una previa retractación o adhesión pública a la doctrina católica enseñada por la encíclica. Esta decisión, inmediatamente aplicada, fue precedida de largas negociaciones entre el Cardenal O’Boyle y la Congregación romana.
«Según los recuerdos de algunos testigos presenciales –sigue Weigel–, todos los implicados [en la negociación] entendían que Pablo VI quería que el “caso Washington” se zanjase sin retractación pública de los disidentes, pues el papa temía que insistir en ese punto llevara al cisma, a una fractura formal en la Iglesia de Washington, y quizá en todo Estados Unidos. El papa, evidentemente, estaba dispuesto a tolerar la disidencia sobre un tema respecto al que había hecho unas declaraciones solemnes y autorizadas, con la esperanza de que llegase el día en que, en una atmósfera cultural y eclesiástica más calmada, la verdadera enseñanza pudiera ser apreciada».
Primero fue la disidencia tolerada. Casos como éste, y muchos otros análogos producidos sobre otros temas en la Iglesia Católica, enseñaron a los Obispos, a los Rectores de seminarios y de Facultades teológicas, así como a los Superiores religiosos, que en la nueva situación creada no era necesario aplicar las sanciones previstas en la ley canónica a quienes en docencia, predicación o catequesis se opusieran al Magisterio apostólico de la Iglesia (Código de Derecho Canónico c.1371). Más aún, todos entendieron que era positivamente inconveniente defender del error al pueblo cristiano, aplicando estas sanciones, pues ello ocasionaría escándalos o al menos tensiones y conflictos en la convivencia eclesial.
También los teólogos aprendieron con estos acontecimientos que era posible impugnar públicamente temas graves de la doctrina católica sin que ello trajera ninguna consecuencia negativa. La presunta licitud de la disidencia corrió por los ambientes universitarios y pastorales de la Iglesia como una buena nueva.
Yo conocí personalmente en ese tiempo el caso de un profesor de teología moral que, al publicarse la encíclica Humanæ vitæ, resolvió en conciencia abandonar la enseñanza en su Facultad de Teología. Pero poco más tarde decidió continuar en la docencia, al comprobar que estaba permitido disentir públicamente de la doctrina de la Iglesia.
Poco después vino la disidencia privilegiada. Al menos dentro de ciertos límites, la disidencia teológica pasa muy pronto de ser tolerada a ser privilegiada en muchos medios eclesiales. En ellos es difícil que un teólogo sea prestigioso si no disiente más o menos, siquiera en algo, de «la doctrina oficial» de la Iglesia. El teólogo fiel a la doctrina de la Iglesia es allí estimado como seguidor de una teología caduca, superada, meramente repetitiva, ininteligible para el hombre de hoy, creyente o incrédulo. Por el contrario, el haber tenido «conflictos con la Congregación de la Fe, el antiguo Santo Oficio», marca en el curriculum de los autores un punto de excelencia.
El P. Häring (1912-1998), por citar el ejemplo de un disidente próspero, se jubiló como profesor de la Academia Alfonsiana en 1987. Todavía en 1989, exigía que la doctrina católica sobre la anticoncepción se pusiera a consulta en la Iglesia, pues acerca de la misma «se encuentran en los polos opuestos dos modelos de pensamiento fundamentalmente diversos» (Ecclesia 1989, 440-443). Y aún tuvo ánimo, en edad tan avanzada, para arremeter con todas sus fuerzas contra la encíclica Veritatis splendor (1993), especialmente en lo que ésta se refiere a la regulación de la natalidad: «no hay nada […] que pueda hacer pensar que se ha dejado a Pedro la misión de instruir a sus hermanos a propósito de una norma absoluta que prohibe en todo caso cualquier tipo de contracepción» (The Tablet 23-X-1993). En la conmovedora página-web que la Academia Alfonsiana dedica a Bernard Häring como memorial honorífico, mientras se escucha el canon de Pachelbel, puede conocerse que a este profesor «le llovieron honores y premios» de todas partes, y que «es considerado por muchos como el mayor teólogo moralista católico del siglo XX».
Otro caso notable de disidente próspero es el de E. Schillebeeckx, que, después de ser amonestado por la Congregación de la Fe en varias ocasiones (1979, 1980, 1986), publica años más tarde una antología de sus errores en el libro Soy un teólogo feliz (Sociedad Educación Atenas, Madrid 1994).
Y donde se permite la disidencia, se persigue la ortodoxia. Ésta es una norma que no falla: la vemos aplicada siempre. Tiempos recios en la historia de la Iglesia, en los que «teólogos» dura y largamente enfrentados con el Magisterio apostólico son considerados por muchos como los mejores del siglo. Tiempos recios, en los que la fidelidad estricta a la doctrina católica puede llegar a ser una condición desfavorable o excluyente para enseñar en un Seminario o en una Facultad del Occidente ilustrado. «Tiempos recios», en la expresión de Santa Teresa.
¿Cómo está la Iglesia católica allí donde servir a la verdad de la fe y defenderla es para los teólogos sumamente arduo y peligroso, mientras que callar discretamente ante errores y abusos es condición para «guardar la propia vida» académica en la paz y la estima general? Un cierto grado de disidencia o al menos de tolerancia activa o pasiva hacia teologías disidentes ha sido durante decenios un pasaporte absolutamente exigido en muchos medios académicos. Y por supuesto, en las Iglesias enfermas de disidencia liberal, sufren ese mismo calvario los Obispos, presbíteros, los religiosos y los laicos, que son fieles a la ortodoxia católica.
¿Cómo está la Iglesia allí donde un grupo de laicos que crea en la doctrina católica sobre Jesucristo, la Virgen, los ángeles, la Providencia, la anticoncepción, el Diablo, etc., y se atreva incluso a «defender» estas verdades agredidas por otros, sea marginado, perseguido y tenido por integrista?… Describir aquí, por ejemplo, el calvario inacabable que en algunas Diócesis pasan ciertos grupos de laicos que pretenden difundir, según es voluntad de la Iglesia, los medios lícitos para regular la natalidad, excede nuestro ánimo. Se ven duramente resistidos, marginados, calumniados. Mientras otras obras, quizá mediocres y a veces malas, son potenciadas, ellos están desasistidos y aparentemente ignorados por quienes más tendrían que apoyarles. Es norma fija: donde se valora la disidencia, se persigue la ortodoxia.
Existe hoy una teología que no es teológica. Puede un profesor de teología –se dicente «teólogo»– discurrir sobre temas teológicos, escribir y hablar de ellos con erudición y con terminología teológica y, sin embargo, no hacer realmente teología. En efecto, la teología es obra que la razón produce a la luz de la fe (ratio fide illustrata), y que «se apoya, como fundamento perdurable, en la Escritura unida a la Tradición» (Vat.II, Dei Verbum 24). Y «la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia están unidos de tal modo que ninguno puede subsistir sin los otros» (ib. 10). Eso significa que no es propiamente teología aquella «teología» que desarrolla su pensamiento al margen o en contra de Escritura, Tradición y Magisterio apostólico. Podrá ser teodicea, teología protestante –el libre examen luterano– o simplemente ideología. Y es posible, incluso, que la palabra gnosis sea la más indicada para referirse a ella.
Ambigüedades y eufemismos. La disidencia actual respecto a la doctrina de la Iglesia algunas veces es patente, pero con más frecuencia la disidencia se expresa en modos ambiguos, eufemísticos, indirectos, implícitos. Los ejemplos podrían multiplicarse. En una Asamblea católica del más alto nivel, el Grupo B declara: «El Grupo se adhiere sin reservas a la Humanæ vitæ, pero cree que haría falta superar la dicotomía entre la rigidez de la ley y la ductilidad de la pastoral». Traducido: el Grupo no se adhiere a la encíclica aludida, o se adhiere con hartas reservas, y aconseja o exige que se ponga fin a la dura intransigencia de la doctrina conyugal católica.
Una cosa es lo que se dice, y otra lo que se quiere decir, que es lo que de hecho va a ser entendido por el oyente o lector. Pondré otro ejemplo, esta vez sobre el tema delicadísimo de la historicidad de los Evangelios. Un eminente exegeta, dice en una entrevista: «Llegué a la conclusión de que, si bien los Evangelios no son históricos en el sentido moderno de la historia, sin embargo resulta imposible, sin ignorar una serie de evidencias, contradecir la verdad histórica del mensaje de Cristo».
Que el sentido de la historia no es el mismo en Jenofonte y en Toynbee, pongamos por caso, es una afirmación obvia. Ha de suponerse, pues, que lo que quiere decir este eclesiástico eminente no va por ahí. ¿No interpretarán los lectores, según eso, que a su entender los Evangelios no son históricos, aunque su mensaje sí lo es? Es decir, ¿no estará diciendo que no son históricos los hechos que los Evangelios narran, o buena parte de ellos, sino el mensaje que por ellos se transmite?… El tal exegeta no tendrá, pues, razón para enojarse si muchos interpretan de este modo sus palabras, que serían ciertamente contrarias a la doctrina de la Iglesia, pues ésta «ha defendido siempre la historicidad de los Evangelios» (Vaticano II, Dei Verbum 19; Catecismo 126; 514-515). No podrá alegar que sus palabras han sido objeto de una interpretación temeraria o abusiva.
En la antigüedad cristiana los errores se proponen con ingenua claridad. No existiendo todavía un cuerpo doctrinal católico bien definido, hay una correspondencia patente entre lo que dicen quienes los difunden y lo que piensan. A medida, por el contrario, que la doctrina católica se va definiendo más y más, aquellos que contrarían la doctrina de la Iglesia –como los jansenistas o los modernistas– se ven obligados a expresar su pensamiento con palabras mucho más cautelosas y encubiertas. Hoy, pues, los errores rara vez son expresados en forma patente. Casi siempre se difunden a través de un lenguaje deliberadamente impreciso, ambiguo y eufemístico, en el que quizá podría ser aceptable lo que se dice, pero no lo que se quiere decir, que es lo que realmente se dice.
No es, por lo demás, ninguna novedad que los lobos se vistan «con piel de oveja» (Mt 7,15). Pero el Señor y sus Apóstoles nos tienen ya muy avisados: «son falsos apóstoles, que proceden con engaño, haciéndose pasar por apóstoles de Cristo. Su táctica no debe sorprendernos, porque el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2Cor 11,13-14).