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3. La Autoridad apostólica debilitada –y II

–O sea que lo que usted quiere es que los Obispos en vez de báculo pastoral tengan una buena estaca.

–Lo que yo quiero, como cualquier cristiano ortodoxo, es que los Obispos in persona Christi enseñen, santifiquen y gobiernen pastoralmente al pueblo que les ha sido confiado. Debo quererlo. Y usted también.

Decía en el anterior artículo que la debilitación de la Autoridad apostólica parece tener principalmente cuatro causas: 1.-horror a la cruz. 2.- influjo protestante. 3.-influjo del liberalismo. 4.-e incumplimiento de las leyes canónicas. Ya traté de la primera.

2.– El influjo protestante, como es sabido, es hoy muy fuerte en el campo católico. Los sacerdotes, más que sacerdotes son pastores. No hay, propiamente, sacerdocio cristiano; ni la Misa es un sacrificio, sino una cena. Por eso en ella la liturgia de la Palabra es muy larga, y la liturgia sacrificial mínima. Aversión a la ley eclesiástica –una judaización del Evangelio–. Apertura al nuevo «matrimonio» de divorciados. Aceptación de la anticoncepción. Secularización laica de la figura del sacerdote y del religioso. Los teólogos por encima de los Obispos –bueno, y cualquier cristiano: libre examen–. Los Obispos no son sucesores sacramentales de los apóstoles. Derecho de cada cristiano a disentir en conciencia de la doctrina o disciplina de la Iglesia. Etc. Todo esto es ya muy conocido, y ha sido bien estudiado, por ejemplo, por el P. Horacio Bojorge, S. J. (Proceso de protestantización del Catolicismo).

Pues bien, la protestantización debilita notablemente el ejercicio de la Autoridad apostólica. Afirmando Lutero, y el protestantismo con él, el libre examen y negando la Sucesión apostólica –la autoridad de Papa, Obispos y Concilios–, es lógico que en las comunidades protestantes los teólogos sean más importantes que los pastores, elegidos por la comunidad y revocables. Como también es lógico y previsible que no haya unidad doctrinal en las confesiones protestantes, y que se dividan frecuentemente por partenogénesis. Confusión y división son congénitas al protestantismo. Pero lo más terrible es que esto suceda a veces «dentro» de la Iglesia Católica, una, santa y apostólica.

Ya se va considerando como normal que el binomio protestante confusión-división esté generalizado dentro del campo católico. Ya parece darse como un hecho admitido y admisible que, sin que haya posteriormente excomuniones o suspensiones a divinis, se difundan públicamente dentro de la Iglesia grandes herejías. Un autor afirma que «la Iglesia es un gran obstáculo para entender el Evangelio» (J. M. Castillo, ex S. J.); otro afirma que Jesús –el Jesús histórico, se entiende– nunca pensó en fundar una Iglesia (J. A. Pagola); otra se reconoce con derecho a disentir públicamente del Magisterio apostólico (Sor Teresa Forcades); otro reconoce que la Humanæ vitæ fue un error, muy perjudicial para la Iglesia (Card. Martini); no faltan quienes apoyan una ley que facilita más el aborto (J. Masiá, S. J., Instituto de Bioética Borja), o que se muestran favorables al ejercicio normalizado de la homosexualidad; otros afirman en las conclusiones de su congreso que los poderes eclesiales «han llevado a cabo una inversión de los valores hasta hacer irreconocible el mensaje y la praxis de Jesús de Nazaret. La jerarquía ha sustituido el Evangelio por los dogmas» (Asociación de teólogos y teólogas Juan XXIII), etc. No merece la pena que multiplique los ejemplos. Bien saben los lectores que tesis heréticas y cismáticas como éstas abundan hoy en ciertos ambientes católicos como los mosquitos en un pantano insalubre.

Pareciera, pues, que no pocas Iglesias locales católicas aceptan en la práctica configurarse al modo protestante. En la Iglesia Católica, allí donde la confusión y la división se generalizan entre los fieles, es evidente que se ha degradado la Iglesia en clave de protestantización. Si «los cristianos de hoy, en gran parte, se sienten extraviados, confusos, perplejos e incluso desilusionados» (Juan Pablo II, 6-2-1981), ¿no se debe a que numerosas actitudes heréticas, cismáticas y sacrílegas permanecen tantas veces impunes durante decenios dentro de la Iglesia, como es normal en las comunidades protestantes?

En la reciente constitución apostólica Anglicanorum coetibus (4-XI-2009) se dispone, al señalar las condiciones necesarias para recibir en la Iglesia a la Comunión Anglicana Tradicional, que «el Catecismo de la Iglesia Católica es la expresión auténtica de la fe católica profesada por los miembros del Ordinariato» (I, § 5). ¿A aquellos católicos que difieren públicamente en forma escandalosa del Catecismo de la Iglesia en graves cuestiones habría de exigirse lo que se va a exigir, lógicamente, a los anglicanos vueltos a la Iglesia católica? Si así fuera, mientras unos entran en la Iglesia, otros tendrán que salir de ella.

3.– El influjo del liberalismo vigente cohibe también en no pocos Obispos el ejercicio pleno de su autoridad de enseñanza y sobre todo de gobierno pastoral. La Sagrada Escritura enseña siempre que toda autoridad viene de Dios: él es el Señor, el Auctor del cielo y de la tierra, de quien dimana toda verdadera auctoritas, sea familiar o política, docente o religiosa. «Toda autoridad viene de Dios» (cf. Rom 13,1-7; 1Tim 2,1-1; Tit 3,1-3; 1Pe 2,13-17). Y por supuesto Obispos, presbíteros y diáconos reciben directamente de Cristo toda autoridad para enseñar, santificar y regir al pueblo que le es confiado (CD 2; PO 4-6). Éstas son verdades evidentes para cualquier creyente.

Por otra parte, toda autoridad es una fuerza acrecentadora y unitiva (auctor-augere, acrecentar), que estimula el crecimiento de personas, familias, comunidades, sociedades, manteniéndolas en la unidad por la obediencia, y facilitando así grandemente la comunión del amor fraterno. Por eso, donde la autoridad se debilita, viene necesariamente el decrecimiento y la división.

Pues bien, como ya vimos (36), el alma misma del liberalismo es la negación de la Autoridad divina. El Señor no es Dios, el Señor es el hombre. La autoridad no viene de Dios, viene del hombre, del pueblo. La voluntad humana se afirma en sí misma de forma absoluta y autónoma, rechazando toda Voluntad divina que le obligue. La libertad del hombre es total, y no está obligada ni a Dios, ni a la naturaleza, ni a la tradición. Estas convicciones diabólicas han venido a ser la misma forma mental y espiritual del mundo moderno. Son errores satánicos que, aunque sea en formas diversas de liberalismo, más o menos radicales, están permanentemente afirmados en todos los ámbitos de la sociedad. Por tanto, el influjo de la cultura liberal ha de debilitar necesariamente toda autoridad, también la Autoridad apostólica, si ésta, acomodándose más o menos al mundo secular, no se afirma suficientemente en la fe para ejercitar su autoridad al servicio del pueblo cristiano. La profunda debilitación que tantas veces hoy se aprecia en el ejercicio de la Autoridad apostólica ha de explicarse, pues, en clave de liberalismo.

Todas las encíclicas anti-liberales de la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX aseguran con insistencia que al desvincular de la Autoridad divina las autoridades humanas, éstas van a quedar trágicamente devaluadas, perdiendo su dignidad y su fuerza, para daño y dolor de familias, sociedades, naciones, y también, por supuesto, diócesis, parroquias, seminarios, librerías religiosas, facultades de teología, universidades católicas, comunidades de vida consagrada, etc. La historia ha confirmado ampliamente el pronóstico. Todos los horrores del mundo moderno, en todos los ámbitos de la sociedad humana, proceden de la soberbia liberal. Como digo, ésta es una enseñanza central en todas las encíclicas anti-liberales. Recordaré solo, a modo de ejemplo, aquellas palabras de León XIII: «negar que Dios es la fuente y el origen de toda autoridad política [o de cualquier otra índole] es despojar a ésta de toda su dignidad y de toda su fuerza» (enc. Diuturnum illud, 1881, n.17).

Es, pues, perfectamente normal que hoy en las Iglesias más afectadas por el liberalismo mundano vigente la lucha contra el herejías y sacrilegios sea hoy muy insuficiente. De hecho –aunque se conserve la convicción teórica contraria–, viene a estimarse que «es preciso respetar todas las ideas», y que «la libertad de expresión es una prioridad absoluta», a la que ha de sujetarse la misma ortodoxia. Entonces, la Autoridad apostólica, en la medida en que se mundaniza, espera la paz y el bien común no tanto de la verdad, de la obediencia al Creador y al orden por él establecido en el mundo creado, sino de una tolerancia universal, que todo lo admite, menos las afirmaciones dogmáticas. En suma: es normal que si una Iglesia local se encuadra en las coordenadas protestantes y liberales, venga a despreciar la autoridad, la obediencia, la disciplina eclesial, el Magisterio apostólico, los dogmas, la ortopraxis moral y litúrgica.

4.– La ley canónica, sobre todo la ley penal, con frecuencia no se aplica, lo que debilita gravemente la Autoridad apostólica. Aunque también podría aplicarse aquí el principio de la causalidad recíproca, diciendo que la debilitación de la Autoridad apostólica trae consigo la inaplicación de las normas canónicas penales. Causæ ad invicem sunt causæ: son causas que se causan mutuamente. En ciertas Iglesias locales, donde hace ya muchos años se difunden herejías innumerables y se cometen sacrilegios impunemente, especialmente en las celebraciones litúrgicas, puede decirse que la ley canónica penal ha caído en desuso: de hecho, no está vigente –fuera de casos absolutamente excepcionales–. Por tanto, podría decirse, aunque parezca increíble, que en esa Iglesia local se estima que, al menos en cuestión de herejías y sacrilegios, es mejor para el bien común del pueblo cristiano no aplicar la ley canónica que aplicarla, porque su aplicación traería males mayores. Pondré solo el ejemplo de una norma canónica habitualmente ignorada:

«Debe ser castigado con una pena justa 1º, quien enseña una doctrina condenada por el Romano Pontífice o por un Concilio Ecuménico o rechaza pertinazmente la doctrina descrita en el c. 752 [sobre el magisterio auténtico en fe y costumbres], y, amonestado por la Sede Apostólica o por el Ordinario, no se retracta» (c. 1371).

Podría hacerse un listado de cientos, de miles de cristianos docentes y rectores que están directamente incursos en ese canon, sin que jamás se les haya aplicado sanción alguna –si bien es cierto que tampoco han sido amonestados en la mayoría de los casos–. Muchos de ellos ocupan cargos principales en no pocas Iglesias. Por tanto, ha de afirmarse como verdad evidente que la suspensión habitual de esta norma canónica durante medio siglo ha hecho posible en el campo católico que, impunemente, miles de filósofos, teólogos, historiadores, liturgistas, moralistas, predicadores, escritores, párrocos, catequistas, «hayan esparcido a manos llenas ideas contrarias a la verdad revelada… verdaderas y propias herejías en el campo dogmático y moral» (cf. Juan Pablo II, 6-2-1981).

Y notemos que el canon dice debe castigarse con pena justa; no dice puede.

La verdad siempre es alegre. No quiero seguir adelante sin hacer un alto para dejar bien clara otra verdad importante. Los diagnósticos precedentes pueden parecer tristes y pesimistas, pero no lo son, porque son verdaderos. Y nunca la verdad es negativa, triste y agobiante. La verdad es siempre luminosa, alegre, santificante, buena para una mayor unión con Dios y con el prójimo, medicinal, liberadora: «la verdad os hará libres» (Jn 8,32). Quienes arruinan, entristecen, confunden, dividen y debilitan a la Iglesia son aquellos que difunden el error y la mentira por la palabra o el silenciamiento culpable. Y son tantos.

La Iglesia es y será siempre «la columna y el fundamento de la verdad» (1Tim 3,9). Hay Iglesias católicas locales agonizantes, debido a la abundancia del error. Esto es una verdad evidente. Pero la Iglesia universal es indefectible en la verdad, y las fuerzas infernales de la mentira nunca podrán vencerla. De hecho es hoy, como siempre, la Iglesia Católica, dirigida por el Papa y los Obispos, la que mantiene encendida en medio de la oscuridad del mundo la verdadera luz de Cristo: la divinidad de Jesús, la plenitud del culto litúrgico, los siete sacramentos, la vida religiosa, las misiones, la monogamia, el horror del aborto y de la anticoncepción, la Autoridad divina como fuente de toda autoridad, la fe en la razón y en la libertad del hombre… ¡Es la Iglesia Católica el sacramento universal de salvación, y es ella la que florece también hoy en santos, en grandes santos!

Más aún. Solo la Iglesia Católica está plenamente asistida por el Espíritu Santo, que la conduce hacia la verdad completa (Jn 16,13). Por eso, a diferencia de otras comunidades cristianas, el error no puede arraigarse durablemente en la Iglesia. Nestorianos, monofisitas, luteranos pueden perseverar en los mismos errores doctrinales durantes siglos. Pero eso no puede darse en la Iglesia universal. Y tampoco puede darse en una Iglesia local católica, porque o se reintegra en la verdad de la Iglesia, o deja de ser católica.