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–Bueno ¿terminamos o no?
–Oyéndole a usted, le viene a uno la imagen de un rinoceronte con su piel áspera y su cuerno único.
Sí, vamos terminando esta serie sobre Católicos y política. Pero un par de artículos más, por lo menos, van a ser inevitables. Trataré de indicar los trazos principales que deben configurar los partidos católicos. Y recordemos en esto las palabras de Benedicto XVI, varias veces citadas (120): necesitamos «una nueva generación de católicos», «personas renovadas interiormente» en el pensamiento y en la conducta, que sean capaces de «comprometerse en la política sin complejos de inferioridad», etc.
–Quiénes somos (about us). Si es necesaria y urgente la existencia de partidos católicos confesionales (121), es conveniente que confiesen su fe abiertamente. Los miembros de un partido político católico, teniendo unas convicciones fundamentales comunes, deben manifestarlas explícitamente en sus Estatutos, y no esconderlas. La identificación política, sin disfraces ni vaguedades, debería ser algo obligado en la presentación pública de un partido, reconociendo así que los ciudadanos electores son seres racionales. Por lo demás, el que esconde su identidad doctrinal no por eso deja de profesarla. Es evidente que todos los partidos tienen más o menos unas coordenadas mentales y operativas comunes.
Pues bien, el mismo Credo de la Iglesia puede expresar los principios de un partido católico: la fe en Dios, en Cristo, en la razón, en el orden natural de una creación producida por el mismo Dios: «Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra… Creemos en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos… Creemos en la Iglesia y en todas sus doctrinas… Creemos en la vida eterna», etc.
Esta profesión de la fe en un partido confesional no tiene ningún inconveniente y tiene todas las ventajas. Y la mayor de éstas es que confiesa a Dios, a su Cristo y a su Iglesia allí donde, siendo quizá mayoría la población cristiana, ningún partido lo hace, siendo así que el silencio absoluto y sistemático de una verdad equivale a su negación. Por otra parte, esta declaración de los principios fundamentales del partido debe hacerse con toda sinceridad, sin eufemismos atenuantes, sin fórmulas meramente alusivas a una «inspiración» o a un «humanismo cristiano», o remitiendo solamente a las puras «raíces cristianas históricas» que identifican el alma de la nación. No, debe ser una simple confesión de lo que piensan y creen los integrantes del partido. Hacen así públicamente una profesión de fe, que los ciudadanos católicos deben a Dios y a su enviado Jesucristo.
Los Estatutos deben declarar también en su articulado fundamental
1.-que el partido acepta la Constitución, aclarando, eso sí, que la soberanía política radica en el pueblo en cuanto procedente de Dios Creador, que se la dió desde el principio: «dominad la tierra» (Gén 1,27ss); y que en la plenitud de los tiempos en que vivimos, esa soberanía procede precisamente de Cristo Rey, a quien ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18);
2.-que pueden afiliarse al partido miembros no-creyentes, siempre que acepten los valores fundamentales del cristianismo;
3.-que acepta íntegramente la doctrina política de la Iglesia, al mismo tiempo que afirma, conforme a la enseñanza de la misma Iglesia, la autonomía laical respecto de los Obispos en todas las cuestiones políticas prudenciales (121);
4.-que el partido profesa el principio de la tolerancia, en los términos en que la Iglesia lo entiende como necesario y conveniente (100), y que excluye, por tanto, toda pretensión de imponer por la violencia o la coacción política autoritaria la fe y las normas conductuales que de ella se derivan.
–Qué pretendemos (what we want). Es justo, equitativo y saludable que los miembros de un partido católico expresen sus fines del modo más claro posible. Digan abiertamente que pretenden «coordinar sus fuerzas para sanear aquellas estructuras y ambientes del mundo» que inciten a la inmoralidad y la injusticia, de manera que todas estas cosas «se conformen a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes» (Vaticano II, LG 36). Esto es lo que pretenden y éste es el intento que declaran.
Declaren que ellos quieren trabajar con todo empeño para «lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena» (GS 43), y «para instaurar el orden temporal de forma que se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana» (AA 7). Precisen también, obviamente, que todo ello lo pretenden conseguir respetando las leyes vigentes, siempre que no sean contrarias a la ley de Dios, y en colaboración o en combate político con los demás partidos de la nación.
Estos cristianos, reunidos en un partido político, manifiesten con toda claridad, y en lo posible con frecuencia, que la vida presente es camino hacia una vida eterna. No se avergüencen en absoluto de pensar y de decir aquello de Jorge Manrique (1440-79). «Este mundo bueno fue / si bien usásemos dél / como debemos / porque, según nuestra fe, / es para ganar aquél / que atendemos» (Coplas a la muerte de su padre). ¿Por qué habrían de avergonzarse de pensar y de decir esta verdad? ¿Ellos, cristianos políticos, no están llamados también, y más aún que sus hermanos, a «dar testimonio de la verdad», concretamente en la vida pública (Jn 18,37)?
Sé perfectamente que en Occidente descristianizado estos planteamientos doctrinales y prácticos son compartidos por muy pocos grupos católicos. Más aún, les parecerán escandalosos. Y eso se debe a que actualmente la mayoría de los católicos ha asimilado en los principios fundamentales de la política el pensamiento de los enemigos de Cristo y de la Iglesia. Es lo que hemos ido comprobando al exponer los grandes principios de la doctrina política de la Iglesia (97-105). Ayer, por ejemplo, recibía yo un e-mail de uno de mis lectores, alumno en la Facultad de Teología de una Universidad católica probadamente ortodoxa:
«Deseo acercarle lo sucedido en la clase de Moral política de esta mañana. El profesor, N. N., ha dicho textualmente que “no se debe cristianizar desde la política” y ha censurado el hecho de que Felipe II, en el lecho de muerte, aconsejara a su hijo que el primer objetivo de un gobernante es mantener la fe de sus súbditos. Creo que ha quedado claro, según el profesor, que el político debe separar de su actividad política todo lo que suene a Cristianismo… se supone que para no herir a los que no lo son… Esto con buena voluntad se puede entender bien, pero, dado el ambiente secularista en que nos movemos, a mí me ha sonado fatal y totalmente antipedagógico para los futuros formadores de la sociedad».
A través de un mensaje tan breve no es posible conocer exactamente el pensamiento del citado profesor de Moral política, un honrado y docto sacerdote. También es probable que ni él mismo sepa exactamente lo que piensa. En todo caso, podemos afirmar con toda seguridad que enseña exactamente lo contrario de la doctrina política de la Iglesia y que se escandaliza de los políticos cristianos reconocidos como santos.
En la Liturgia de las Horas, ese profesor y cuantos rezan el Oficio de lectura, conmemoran con devoción las vidas de San Fernando de Castilla, San Enrique de Alemania, Santa Isabel de Portugal, San Esteban de Hungría, San Luis de Francia, San Wenceslao de Bohemia, Santa Margarita de Escocia, Santa Isabel de Hungría, que buscaron con empeño servir fielmente a su pueblo sirviendo al Señor con toda fidelidad, y que buscaron el bien común de su nación en el respeto de las leyes divinas y naturales. Así lo manifiestan ellos mismos en sus cartas y testamentos, y sus hagiógrafos lo testifican. Por el contrario, el citado profesor de Moral política, y con él tantos otros profesores, sacerdotes, líderes laicos, teólogos e incluso Obispos, rechazan estos ejemplos, no aprenden nada de ellos. Piensan que aquellos eran tiempos de Cristiandad, otros tiempos. Y que de ningún modo son ejemplares para quienes vivimos hoy.
–La libertad de pensamiento y de palabra, una libertad exenta de todo complejo de inferioridad, ha de afirmarse claramente en un partido católico, tanto en sus Estatutos como en las acciones públicas o privadas de sus miembros. Un político que, por ejemplo, en una intervención parlamentaria se autoprohibe mencionar el nombre de Dios y de Cristo o inhibe en su lenguaje toda referencia a las exigencias morales absolutas de la propia naturaleza, abandona públicamente su condición de político católico. La virtud de la fortaleza, ejercitada con prudencia y valor, son absolutamente necesarias para un político católico digno de ese nombre. Una concesión sistemática al eufemismo, una ocultación crónica de los argumentos principales, los más fundados en Dios y en la naturaleza de la realidad, condena al político católico a una esterilidad completa: es sal desvirtuada, que no sirve más que para tirarla y que la pise la gente (Mt 5,13). Un partido que en la batalla del lenguaje es vencido, está ya derrotado en la lucha política.
Un político católico, por ejemplo, ha de combatir cierta ley del aborto afirmando simplemente que «es un homicidio», y que las leyes deben prohibir crímenes tan graves. Si alega sólamente que «no hay demanda social suficiente» para esa ley, está perdido: no vale para nada. Haría mejor en retirarse. Otro ejemplo. Un partido político y sus representantes tienen que afirmar con insistencia que considerar en las leyes y en las consejerías de educación que el matrimonio y la unión homosexual son igualmente naturales constituye una ofensa gravísima a la razón, un atropello a la verdad de la naturaleza. Deben sus políticos ridiculizar, y si es necesario con palabras malsonantes, que dan para los diarios buenos titulares, la pretensión de que es igualmente natural la unión sexual entre hombre y mujer –perfecta en su adecuación anatómica y fisiológica, sana, buena, bella, capaz de transmitir vida humana– y la unión homosexual –insana, fea, violenta, morbosa, estéril, capaz eso sí de transmitir enfermedades–. Deben acorralar implacablemente a los políticos adversarios, usando si conviene legislaciones comparadas, estadísticas e informes científicos, hasta avergonzarlos y confundirlos, como hacía Cristo con los enemigos de la verdad: hasta dejarlos sin palabras, hasta que les salgan los colores en la cara, y busquen desesperadamente cambiar de tema.
Un partido católico debe tener plena libertad para «dar testimonio de la verdad». No ha de respetar en modo alguno los tabúes ideológicos o verbales impuestos por la cultura anticristiana. Ha de saber que, perdida la batalla del lenguaje, está perdido el combate político. El político católico ha de combatir el buen combate en favor de la verdad de las palabras y de la verdad de las realidades. Ha de tener poderosas armas mentales y verbales para destruir con una fuerza dialéctica contundente todas las mentiras y los eufemismos falsos que tan eficazmente son esgrimidos por los adversarios (interrupción voluntaria del embarazo, exploraciones del cuerpo propio y ajeno, igualdad de género, etc.).
Dicen que algunas mafias criminales no reciben como miembro de pleno derecho a quien no haya cometido algún crimen verdaderamente respetable, un asesinato, un secuestro, un atraco a mano armada. En un partido católico no deberían confiarse cargos de importancia sino a aquellos miembros que hayan dado pruebas claras de su valentía mental y verbal, por ejemplo, nombrando a Dios, a Cristo, a la Iglesia, al orden de la naturaleza, en la sala de conferencias de un sindicato o de una residencia universitaria. Solamente los sinvergüenzas, es decir, los que han perdido todo respeto humano, pueden militar dignamente en un partido católico. Los buenistas, sujetos en las férreas mallas de lo políticamente correcto –muchos de los cuales acaban pensando que lo políticamente correcto es lo correcto políticamente–, deben considerarse como perdidos para la civilización cristiana y para toda acción política, y conviene orientarles hacia otras posibles dedicaciones honradas como, por ejemplo, la jardinería, la filatelia o la caza del conejo.
–Un partido católico debe presentarse hoy en el Occidente liberal y anticristiano como un partido antisistema, que acepta la Constitución de su nación por imperativo legal, y con todas las restricciones mentales que vengan exigidas por su texto. Pero que en los mismos Estatutos manifiesta claramente sus intenciones políticas. Posteriormente, Deo adiuvante, un trabajo político inteligente y atrevido podrá conseguir poco a poco, o rápidamente, ciertos cambios en el articulado de la Constitución, o ciertas interpretaciones de las altas Magistraturas, que saneen aquellas leyes que venían siendo aplicadas en forma inconveniente o criminal.
Un partido confesional católico debe combatir abiertamente contra la partitocracia vigente, el Estatismo totalitario, arrasador de las entidades intermedias, el atropello sistemático del principio de subsidiariedad, el antipatriotismo, la falsificación de la historia, de la cultura, del matrimonio y de la mujer; debe combatir el aborto y el divorcio, el egoísmo profesado unánimemente hacia las naciones pobres, la sujeción de la educación, de la judicatura, de las costumbres sociales a los dictámenes del poder político ejecutivo, etc. Y debe promover simétricamente una gran número de causas buenas y estimulantes. Solo un partido católico así podrá suscitar verdaderas vocaciones políticas católicas. Deo adiuvante.
Pero de éstos y otros temas trataré en el próximo artículo, con el favor de Dios.