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–Seguro que atacará usted ahora al liberalismo.
–Brevemente, pues ya lo hice con mayor amplitud en los artículos que dediqué al Cardenal Pie (33-38).
Examinaré en primer lugar lo que no es un partido católico, lo que no debe ser, antes de tratar de los partidos políticos realmente católicos.
Un partido católico que sea liberal no es un partido católico. Comenzamos por aquí. Y si tenemos en cuenta que hoy en Occidente prácticamente todos los partidos políticos profesan la ideología del liberalismo –todos se fundamentan exclusivamente sobre la libertad humana, exenta de toda sujeción a Dios y al orden natural: liberales, socialistas, nacionalistas, conservadores, etc.–, debemos comenzar por reconocer que actualmente es sumamente difícil constituir un partido católico no-liberal. La presión de los condicionamientos internacionales, culturales y económicos vigentes que enmarcan la vida política, y también los ataques convergentes de los otros partidos y de los medios de comunicación, hacen casi imposible la formación de partidos realmente católicos, es decir, no-liberales. «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque a Dios [y a los que creen en Él] todo le es posible» (Mc 10,27).
Por eso hoy no existen partidos verdaderamente católicos, como no sea algunos extremadamente minoritarios. Solo grandes guías católicos con vocación de políticos y de mártires podrían lograr en el Occidente apóstata la existencia de partidos realmente católicos o de verdadera inspiración cristiana. Y la experiencia histórica del último medio siglo nos hace comprobar que esos políticos católicos, fieles a Cristo y libres del mundo, apenas existen. No hay suficientes hombres de fe para que a través de ellos haga Dios el milagro. En lamentable consecuencia, los únicos partidos «católicos o de inspiración cristiana» existentes son partidos liberales, es decir, no son partidos católicos ni de inspiración cristiana. Para mostrar la verdad de estas afirmaciones consideraré un caso concreto, el de la Democracia Cristiana italiana.
La Democracia Cristiana italiana en la segunda mitad del siglo XX ha sido modélica para todas las demás naciones de mayoría católica. Este partido, fundado por Alcide De Gasperi en 1942, gobierna en Italia solo o en coaliciones durante medio siglo (1945-1993), y se extingue en 1994. Ángel Expósito Correa analiza su trayectoria política en el artículo La infidelidad de la Democracia Cristiana Italiana al Magisterio de la Iglesia (revista Arbil, nº 73). En él reproduce declaraciones significativas de los dirigentes históricos de la DC. Se ufanan éstos de haber orientado el voto de los católicos hacia la formación de una sociedad laica y secularizada. Y no alardean sin fundamento. Lo consiguieron ciertamente, pues lograron que Italia perdiera los caracteres religiosos, culturales y civiles –hasta el latín perdió–, que constituían, que constituyen, su identidad histórica.
Alcide De Gasperi, presidente democristiano del Gobierno (1945-1953): «la Democracia Cristiana es un partido de centro, escorado a la izquierda, que saca casi la mitad de su fuerza electoral de una masa de derechas».
Ciriaco de Mita, secretario de la DC, varias veces miembro del Gobierno y primer ministro (1988-1989): «el gran mérito de la DC ha sido el haber educado un electorado que era naturalmente conservador, cuando no reaccionario, a cooperar en el crecimiento de la democracia [liberal]. La DC tomaba los votos de la derecha y los trasladaba en el plano político a la izquierda».
Francesco Cossiga, presidente de la República (1985-1992): «la DC tiene méritos históricos grandísimos al haber sabido renunciar a su especificidad ideológica, ideal y programática [es decir, a su identidad cristiana]. Las leyes sobre el divorcio y el aborto han sido firmadas todas por jefes de Estado y por ministros democristianos que, acertadamente, en aquel momento, han privilegiado la unidad política a favor de la democracia, de la libertad y de la independencia, para ejercer una gran función nacional de convocación de los ciudadanos».
La DC italiana demuestra que un partido católico-liberal instalado en el gobierno durante largo tiempo causa graves daños el cristianismo y a la nación. Y los produce en forma encubierta y gradual. Toda esa manipulación fraudulenta del electorado católico para conseguir que apoye lo que no quiere, lo que le es contrario; toda esa secularización de la sociedad a través del Estado liberal, la realiza el partido católico-liberal con gran suavidad y eficacia. Para consumar el fraude, aplica fórmulas políticas prácticas y verbales altamente sofisticadas: la apertura a sinistra, el compromesso storico, las convergenze parallele, los nuovi equilibri più avanzati, etc. Caminando la DC medio siglo con esta orientación, tiene Expósito sobradas razones para afirmar que
«el triunfo de las dos corrientes modernistas [católicos liberales y democristianos] en el mundo católico es sin lugar a dudas una de las causas principales de la crisis de evangelización de la Iglesia y, por tanto, de la secularización del mundo occidental y cristiano. Lo que innumerables documentos y encíclicas papales denunciaban ser los peligros de las ideologías para la sociedad y la Iglesia, fueron desoídos por estas minorías iluminadas que por una serie de circunstancias y factores acabaron imponiendo sus criterios a una buena parte del mundo católico».
Un partido católico-liberal, como la DC, es incapaz de afirmar en su gobierno los valores cristianos, y ni siquiera es capaz de afirmar los valores naturales más elementales. Se puede ilustrar esta afirmación con un caso concreto. En 1994, cuando la DC ha perdido ya el poder, y siendo presidente de Italia el antiguo democristiano Oscar Luigi Scalfaro, dirige al Congreso un notable discurso en el que aboga por el derecho de los padres a enviar a sus hijos a colegios privados, sin que ello les suponga un gasto adicional. Se trata de un derecho natural perfectamente obvio.
El valiente alegato de este eminente político fue respondido por una congresista católica, recordándole que, habiendo sido él mismo ministro de Enseñanza, «tendría que explicar a los italianos qué es lo que ha impedido a los ministros del ramo, todos ellos democristianos, haber puesto en marcha esta idea», siendo así que la Democracia Cristiana, sola o con otros, ha gobernado Italia durante medio siglo. En casi cincuenta años la DC italiana no ha hallado el momento político oportuno para conseguir –para procurar al menos– la ayuda a la enseñanza privada, uno de los derechos naturales más importantes.
Un gran partido católico que sea único y liberal sólo puede afirmarse en la sociedad política aceptando y causando grandes males. Sigo ejemplificando el tema con la DC italiana.
–Un partido católico único, que unifica casi-oficialmente las opiniones políticas de los católicos, condena al fracaso y a la extinción a otras corrientes católicas minoritarias, que siendo perfectamente válidas y no pocas veces mejores, mantienen una orientación diferente. En la segunda mitad del siglo XX todo político católico italiano ha de integrarse en la DC o quedarse en su casa. Solo se uniti saremo forti: solo si todos los católicos nos mantenemos unidos en un bloque político seremos fuertes.
–Si ese grande y único partido católico logra el poder y se mantiene en él largamente, crea un clientelismo sumamente pernicioso: los políticos y funcionarios de la DC –miles y miles de cargos convenientemente remunerados– son la clientela primaria; pero también abunda su clientela en los banqueros, periodistas, escritores, empresarios, profesores, constructores, actores, e incluso, hasta cierto punto, los sacerdotes y Obispos, porque saben que si no apoyan a la DC o se le muestran favorables, difícilmente podrán «comprar y vender» en este mundo (Ap 13,17).
–Este partido pseudo-católico ignora en la vida política los grandes ideales cristianos. Un partido católico, si quiere ser cuantitavamente grande para conseguir el poder y para perdurar en él, se ve casi obligado a asumir en la práctica, y finalmente en la misma teoría, los grandes errores y maldades de la política de su tiempo. Y esa innumerable clientela generada por el partido gobernante, al mismo tiempo que es un apoyo seguro y muy considerable, es sin duda un lastre de malas exigencias y de complicidades mortales. Es cierto que la DC, con la ayuda de otros partidos, contuvo en Italia el comunismo; pero esa victoria se dió en todos los países de Cccidente.
–Produce un cuadro de políticos sempiternos, que durante muchos decenios van turnándose en los principales cargos directivos. En el mundo católico hay un partido, y en este partido unos dirigentes. Y no hay más. Y éstos que hay, en medio de las turbulencias del río de la nación, son corchos insumergibles.
–Ocasiona una ingerencia excesiva de la Jerarquía episcopal, que teniendo bajo su influjo un partido que se dice católico, y que es grande y único, difícilmente se limitará a asistirlo con la sana doctrina social y política, lo que corresponde a su misión, sino que se impondrá o influirá indebidamente en cuestiones políticas que deben ser responsabilidad libre de los laicos.
–Compromete a la Iglesia católica. En el caso de la DC italiana así ocurrió sobre todo en los primeros decenios. Al paso de los años el partido fue perdiendo identidad católica, y se independizó cada vez más de las directivas de la Iglesia, hasta enfrentarse con ella en graves cuestiones.
–Finalmente, la infidelidad de los políticos a los principios católicos y las exigencias crecientes de su clientela acaban por hundir el partido en la corrupción y la extinción.
He de volver sobre estas cuestiones cuando exponga a la inversa, en forma positiva, las condiciones que han de caracterizar necesariamente a los partidos católicos.
El gran fracaso de la vida política de los católicos después del Vaticano II no ha sido hasta ahora suficientemente reconocido en la Iglesia. Ha sido un fracaso tan abismal que en muchas naciones de mayoría católica la promoción política, activa, concreta y organizada del Reino social de Dios entre los hombres ya ni siquiera se intenta. En contra de los grandes documentos conciliares, se considera incluso vetada por el propio Concilio, como ya dije (117). Y vuelvo a señalar: no se ha reconocido suficientemente ese fracaso, ni se han reconocido y denunciado suficientemente las graves infidelidades y errores doctrinales que lo causaron –y que lo siguen causando–. Lo compruebo con un ejemplo.
Con ocasión del Jubileo de los Políticos, celebrado en Roma en el año 2000, fue significativamente elegido como presidente del Comité de Acogida el siete veces primer ministro de Italia y actual senador vitalicio, Giulio Andreotti. Este notable político católico, allí mismo, en Roma, en 1978, firma para Italia la ley del aborto, que autoriza a perpetrarlo legalmente durante los noventa primeros días de gestación… Creo recordar –pero no guardo la información documental exacta– que hace unos años reconocía su grave error: «espero que Dios me perdone».
El Espíritu Santo está queriendo renovar la faz de la tierra. Está deseando infundir en Pastores y laicos católicos la inmensa fuerza benéfica de Cristo, Rey del universo. Pero apenas encuentra misioneros y políticos. Quiere potenciar las misiones, de tal modo que el Evangelio llege a iluminar efectivamente «a todas las naciones». Quiere impulsar una gran acción política cristiana, en la que «los laicos coordinen sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes» (LG 36c). Pero faltan cristianos de fe y fortaleza martirial que sean dóciles a este impulso poderoso del Espíritu Santo.
Reforma o apostasía.