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–O sea que lo principal que en política debemos hacer los cristianos es ofrecer Misas y rosarios, novenas y rogativas.
–Lo ha entendido usted muy bien, gracias a que yo lo expliqué muy bien en el artículo anterior. Pero insisto en ello.
La oración ha de potenciar siempre la acción política, la oración del pueblo cristiano y la de los mismos políticos. La actividad política cristiana trata de hacer prevalecer la luz de Cristo sobre las tinieblas del mundo, trabaja por «lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena» (Vat.II, GS 43). Pero esto implica una gran batalla contra «los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal» (Ef 6,12), una gran guerra que comenzó en el inicio de la historia humana y durará hasta su final, hasta la segunda venida gloriosa de nuestro Señor Jesucristo (GS 13; 36).
Los políticos cristianos son, pues, como los caballeros que toman las armas para librar esta batalla. Y es imposible que alcancen la victoria, o siquiera ciertas victorias parciales, si ellos mismos y todo el pueblo cristiano no potencian con la oración, es decir, con la fuerza de Cristo Rey, sus acciones. Ésta fue siempre la convicción de Israel y de la Iglesia: «la victoria en el combate no depende de la cantidad de las tropas, sino de la fuerza que viene del Cielo» (1Mac 3,19). Recuerdo algunos ejemplos de la Historia de la salvación, para que en ellos comprobemos que Israel y la Iglesia vencen al Maligno y a los suyos cuando por la oración insistente hacen suya la fuerza salvadora de Dios; y experimentan una derrota tras otra cuando, apoyándose en las propias fuerzas o en la coalición con otras fuerzas humanas, decaen en la oración.
Israel se libra de la esclavitud de Egipto gracias a la oración de súplica. Observen que la intervención salvadora de Dios tiene, sin duda, en profundo sentido religioso, como lo tendrá el Éxodo; pero estamos también ante la liberación de una situación política de opresión y esclavitud, conseguida principalmente por la oración:
«Los egipcios nos maltrataron y nos oprimieron y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia. El Señor nos liberó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y portentos. Y nos introdujo en este lugar, nos dió esta tierra, una tierra que mana leche y miel» (Dt 26,6-9).
Durante el Éxodo, Israel resiste el ataque de los amalecitas y los vence. Es Josué quien dirige el ejército de Israel. «Aarón y Jur subieron a la cima del monte con Moisés. Y mientras Moisés tenía alzadas las manos [en oración de súplica] llevaba Israel la ventaja, pero cuando las bajaba, prevalecía Amalec. Moisés estaba cansado y sus manos le pesaban. Tomando, pues, una piedra, se la pusieron debajo de él para que se sentara, y al mismo tiempo Aarón y Jur sostenían sus manos, uno de un lado y otro del otro, y así no se le cansaron las manos hasta la puesta del sol. Y Josué derrotó a Amalec al filo de la espada» (Ex 17,10-13).
Israel se ve asediado por los asirios en Betulia, «y todos a una clamaron al Dios de Israel, pidiéndole con ardor que no entregase al saqueo a sus hijos, ni diese sus mujeres en botín, ni las ciudades de su heredad a la destrucción, ni el Templo a la profanación y el oprobio, regocijando a los gentiles» (Jdt 4,9-12). Pero no todos persistían en la oración y la esperanza; algunos proponían: «será mejor que nos entreguemos a ellos, porque siquiera, siendo siervos suyos, viviremos» (7,27). Ocías accede: «si en cinco días no nos viniera ningún auxilio, yo haré lo que pedís» (7,30-31). Se alza entonces con gran indignación la viuda Judith:
«No irritéis al Señor, Dios nuestro. No pretendáis forzar los designios del Señor, Dios nuestro, que no es Dios como un hombre, que se mueve con amenazas, ni como un hijo del hombre que se rinde. Por tanto, esperando la salvación, clamemos a Él que nos socorra. Y si fuese su beneplácito, oirá nuestra voz» (8,14-17). Alza primero Judit una oración maravillosa al Señor (9), que le ilumina y fortalece, y en seguida se muestra valiente y prudente en la acción: entra en el campamento enemigo, y corta la cabeza de Holofernes, liberando así a Israel.
La Iglesia primera, en las persecuciones que sufre del mundo, tiene en la oración el arma principal de «la armadura de Dios» (Ef 6,101-8). Bien consciente de que los discípulos están en el mundo «como ovejas entre lobos» (Mt 10,26), obedeciendo a Cristo, viven continuamente confortados por la oración: «es preciso orar en todo tiempo para no desfallecer» (Lc 18,1). Cuando Pedro es encerrado en la cárcel, «la Iglesia no cesaba de orar a Dios por él», y fué liberado por un ángel (Hch 12,5). Y superado un aprieto, en seguida venía otro, quizá peor, de tal modo que los discípulos de Cristo, padeciendo grandes injusticias, sólo podían vivir en el mundo en una continua oración suplicante, firmes en la esperanza: «¿no hará justicia Dios a sus elegidos, que claman a Él día y noche, aun cuando los haga esperar? Yo os digo que les hará justicia prontamente» (Lc 18,7-8).
La Iglesia que San Juan describe en el Apocalipsis alza continuamente ante la Trinidad divina el incienso de sus alabanzas y acciones de gracias (Ap 8,4). Pero clama también desde su dolor pidiendo la acción del Misericodioso omnipotente: «clamaban a grandes voces: “¿hasta cuándo, Señor santo y verdadero, tardarás en hacer justicia y en vengar la sangre en los que habitan la tierra?”». Y «se les dijo que esperaran todavía un poco más, hasta que se completara el número de sus compañeros de servicio y hermanos, que iban a sufrir la misma muerte» (Ap 6,9-11).
La oración por los gobernantes y políticos, desde los Apóstoles, ha sido siempre en la liturgia de la Iglesia una práctica continua, concretamente en la Eucaristía. Sigue así la Iglesia una norma secular de Israel (1Esd 6,10;Bar 1,10-12; 1Mac 7,33). Y también, por supuesto, la Iglesia ora durante los tres primeros siglos por los gobernantes perseguidores. Por tanto, la victoria final de la Iglesia sobre el Imperio romano debe atribuirse no a revueltas de protesta o a manifestaciones reivindicativas –que nunca se dieron, y que por otra parte no eran posibles–, sino principalmente a las oraciones de los cristianos, que, fieles al mandato del Salvador, oraron siempre por sus enemigos y perseguidores (Mt 5,44; Lc 6,27-28).
«Te ruego ante todo que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los emperadores y por todos los constituídos en dignidad, a fin de que gocemos de vida tranquila y quieta, con toda piedad y honestidad. Esto es bueno y grato ante Dios nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,1-4; cf. Rm 13,1-7; Tit 3,1).
San Clemente Romano, tercer Obispo de Roma después de San Pedro (88-97), en su carta a los corintios, expresa también esta fisonomía orante y suplicante de la primera Iglesia, precisamente durante la gran persecución de Domiciano:
«Te pedimos, Señor, que sean nuestro auxilio y protector… Que todos los pueblos conozcan que Tú eres el único Dios, que Jesucristo es tu Siervo y que nosotros somos “tu pueblo y ovejas de tu rebaño” (Sal 78,13). Misericordioso y compasivo, perdónanos nuestras culpas, faltas, pecados y errores… Sí, Señor, muestra tu rostro sobre nosotros para concedernos los bienes de la paz, para que seamos protegidos por tu mano poderosa, para que tu excelso brazo nos libre de todo pecado, y para que nos protejas de todos los que nos odian injustamente… Que seamos obedientes a tu omnipotente y santo Nombre y a nuestros príncipes y jefes de la tierra. Tú, Señor, les diste el poder del reino por tu magnífica e indescriptible fuerza… Dales, Señor, salud, paz, concordia, firmeza para que atiendan sin falta al gobierno que les has dado… Tú, Señor, endereza su voluntad hacia lo bueno y grato a tu presencia, para que alcancen de Ti misericordia» (Corintios 59-61).
San Cipriano (210-258), Obispo de Cartago, durante las devastadoras persecuciones de Decio y de Valeriano, escribió preciosas cartas para la confortación de los cristianos. Insistía mucho en el escudo de la oración, «para poder resistir en el día malo» (Ef 6,13), y también en el reconocimiento humilde de los pecados: «nos merecemos estas persecuciones; nos las hemos ganado».
Ya sé «que el temor de Dios os induce a aplicaros a continuas oraciones e insistentes súplicas, pero os amonesto también a que aplaquéis a Dios no sólo de palabra, sino también a que afligiéndoos con ayunos y toda clase de penitencias, logréis de Él con ruegos que reduzca su cólera» (la de la persecución que su Providencia permite). «Hay que comprender y reconocer que tormenta tan devastadora como la presente persecución, que ha desolado nuestro rebaño en tan gran parte y que aún sigue desolándolo, es efecto de nuestros pecados, porque no seguimos los caminos del Señor, ni observamos los mandamientos que nos dió para nuestra salvación. El Señor cumplió la voluntad del Padre, pero nosotros no hemos cumplido la voluntad de Dios, y nos hemos entregado al lucro de los bienes temporales, marchando por los caminos de la soberbia. Renunciamos de palabra, pero no de obra, al mundo, muy indulgente cada uno consigo mismo y severo con los demás. Por eso recibimos ahora los azotes que merecemos…
«Imploremos desde lo más profundo de nuestro corazón la misericordia de Dios, porque Él también dijo: “no les retiraré mi favor” (Sal 88,34). No cesemos, pues, en manera alguna de pedir y de esperar recibir con fe, y supliquemos al Señor con sinceridad y en unánime concordia, con gemidos y lágrimas a la vez, como conviene implorar a los que se encuentran entre los males de los que lloran y el resto de los que temen, entre la multitud de enfermos que yacen por el suelo [los lapsi, los que cedieron en la persecución] y los muy pocos que quedan en pie. Pidamos que retorne pronto la paz, que se cumpla lo que el Señor se digna anunciar a sus siervos: la reintegración de la Iglesia, la seguridad de nuestra salud, los piadosos auxilios de su amor de Padre, las conocidas maravillas de su poder divino para embotar las blasfemias de los perseguidores» (Carta 11, extractos).
La oratio fidelium es una de las formas más antiguas en la oración de la Iglesia suplicante, y con frecuencia pide al Señor no sólamente la salud espiritual del pueblo, sino también una convivencia política digna de Dios y del hombre: la bondad, la justicia y la paz de la sociedad civil. Es bien consciente la Iglesia de que la acción de los políticos, gobernantes y ciudadanos, sin la ayuda de la gracia divina, es radicalmente insuficiente para conseguir el bien común del pueblo, y fácilmente se pervierte en la injusticia y la violencia.
La oración de los fieles, ya desde antiguo, forma parte de la Eucaristía, centro de la vida de la Iglesia, y consiste en una serie de súplicas e intercesiones que el diácono va guiando, y que el obispo o el presbítero concluyen. En las muy antiguas y venerables Constituciones de los apóstoles, un documento del año 380, que recoge textos más antiguos, como ya vimos (90), tenemos una descripción muy detallada de su forma de celebración. Terminadas las lecturas y la homilía, el diácono manda salir a oyentes (audientes) e infieles, y todos en pie, bajo su guía, rezan las preces, respondiendo unánimes Kyrie, eleison! a las intenciones proclamadas por el diácono (Constituciones VIII,2ss). El Obispo o el presbítero concluye la oración de los fieles, reuniendo en una oración collecta todas las súplicas precedentes:
«Oh Defensor poderoso, que sostienes a este pueblo tuyo, al que has redimido con tu preciosa sangre, sé su abogado, su ayuda y su promotor, su muralla fortísima, su trinchera y firme castillo, para que ninguno pueda perderse de tu mano, ya que no hay Dios alguno como tú, y en ti hemos puesto nuestra esperanza».
Adelantada la Eucaristía, después de la consagración y la epíclesis, otra vez el Obispo alza su voz y sus manos en favor de la Iglesia peregrina, sujeta a tantos peligros y persecuciones del Maligno y de sus siervos, pero siempre guiada y protegida por Dios providente:
«También te pedimos, Señor, por el rey, por cuantos tienen autoridad y por todo el ejército, para que nuestra vida perdure en la paz, y transcurriendo en la quietud y la concordia todo el tiempo de nuestra vida, te demos gloria a Ti por Jesucristo, nuestra esperanza». Sigue pidiendo por todos los santos, vivos y difuntos, por los enfermos, «por aquellos que están en esclavitud, por los exilados y por los proscritos, también por cuantos nos odian y nos persiguen a causa de tu nombre, para que Tú les conduzcas al bien y aplaques su furor».
Las Constituciones aludidas consignan también una oratio fidelium semejante para la oración litúrgica de la tarde (VIII,35) y de la mañana (VIII,37). De este modo la Iglesia primera persevera en la oración suplicante de los fieles: pide siempre a Dios que los cristianos vivan dentro del mundo pecador «libres de pecado y protegidos de toda perturbación». En nuestro tiempo, la Liturgia postconciliar renovada ha recuperado felizmente estas preces fidelium en la Misa, en Laudes y en Vísperas esta tradición suplicante.
Pocos años más tarde, en 391, el emperador Teodosio I declara al cristianismo religión oficial del Imperio y prohibe los cultos paganos. Sin embargo, las invasiones bárbaras del siglo V acaban por extinguir el Imperio Romano de Occidente en el 476, y nuevas persecuciones y violencias suscitarán en la Iglesia, junto a la oratio fidelium, otras formas de oraciones comunitarias en favor de la paz social, que recordaré en el próximo artículo.
La Bestia liberal de nuestro tiempo persigue más a los cristianos que la Bestia romana, porque no intenta atacar su cuerpos, sino pervertir sus almas (103). Por eso mismo, en el combate actual entre el Reino de Cristo y el mundo pecador es más necesaria que nunca la oración suplicante, y ésta ha de integrarse mucho más en los esfuerzos políticos de los cristianos en favor del bien común. Esas oraciones han de conseguir de Dios providente que los cristianos, libres del mundo, «resistan firmes en la fe» al diablo, que les ronda, aliado al mundo y a la carne, buscando a quién devorar (1Pe 5,8). Y han de lograr también que la acción política del Pueblo santo convierta a quienes persiguen a Cristo y a su Iglesia, elimine sus leyes criminales, silencie sus blasfemias habituales, y en fin, purifique plenamente al mundo secular, tan podrido de lujuria y avaricia, de injusticias y violencias, introduciendo en él a Cristo Salvador, el Nuevo Adán, el único que puede renovar la faz de la tierra: «he aquí que hago nuevas todas las cosas» (Apoc 21,5).